La caspiroleta, en los caudales de sus propias entrañas, lleva los poderes nutritivos de una buena leche fresca y las virtuosas magias del pisco peruano. Guarda el abolengo de una de las manifestaciones culinarias más antiguas del Perú. ¿Es un postre, un ponche, una bebida, un aperitivo? Da lo mismo. Es todo ello. Pero son pocos los lugares donde aún la preparan. Y menos los que saben hacerla como antaño, como era un principio ahora y siempre por los siglos de los siglos, amén… lugares como en La Flor de la Canela.
En 1586 se fundó en este barrio la Iglesia de San Lázaro. Algunos siglos después, al lado su plazuela, otro templo, más pequeño y sencillo, abriría sus puertas para recibir a los feligreses de la repostería limeña tradicional. La Flor de la Canela es el nombre de este santuario del postre peruano, del limeño básicamente. Pues acá, en el Rímac, uno de los distritos más antiguos de los otrora dominios de Taulichusco, late el corazón del limeñismo, la guitarra y el cajón, la marinera limeña de Bartola Sancho Dávila, los ecos de las voces morenas del barrio de Malambo; en suma, el corazón de la Lima de inicios del siglo XX, con toda su impronta colonial. Acá, esta dulcería, fiel a tal linaje esconde los tesoros culinarios más profundos de la identidad de la Ciudad de los Reyes — o de los Virreyes, para ser más precisos; pues nunca una testa española coronada visitó esta ciudad de negros, blancos, zambos, criollos, cholos, sacalaguas, indios y pardos —.
Déjame que te cuente limeño la historia de Yovana Vega Ríos, artífice del lugar de postres típicos más representativo de Lima. El lugar lleva el nombre, como es notorio, de uno de los himnos más representativos de los valses peruanos: La Flor de la Canela. Nombre con el que bautizó la ínclita María Isabel Granda y Larco, conocida para la inmortalidad como Chabuca Granda, a aquella canción que compusiera en homenaje a su amiga Victoria Angulo Castillo de Loyola y que el tiempo se encargaría de tallar su letra en piedra.
Corría el año 1994 y Yovana, una enfermera y madre preocupada de dos pequeños niños, se encontraba impotente ante los indiferentes muros de un sistema económico que no le permitía encontrar un trabajo digno. Dejó de esperar algo de aquella ilusión, y se dio vuelta para mirar a la realidad, a su propia historia. Entonces vio la necesidad de montar un negocio propio y sacar adelante a su familia. El dinero no alcanzaba para mantener a sus hijos; y procurar el sustento le restaba mucho tiempo para estar al lado de sus pequeños días. Un día bajo la sempiterna garúa invernal limeña, caminando por el jirón Trujillo, cruzando el río, vio que se arrendaba un pequeño espacio al costado de la iglesia de San Lázaro. Pensó que sería la oportunidad ideal para abrir un sencillo restaurante. Total, su otra pasión siempre estuvo al pie de una cocina. Puso manos a la obra y pies en polvorosa, y en compañía de su hermana se lanzó a una aventura que el dulce destino se encargó de convertir en La Flor de la Canela.
“Al principio empezamos —nos narra— como restaurante, pero no era mucha la pegada. Mi otra pasión siempre fueron los dulces. Empecé a pensar en los postres y a estudiar más. Entonces, con mi hermana dijimos «vamos a hacer una dulcería». Empezamos, y al principio como todo negocio fue muy difícil, pero creo que la perseverancia, el buen ánimo y la buena actitud sirvieron”.
Fue así que, también inspirados en la ubicación que habían conseguido, decidieron rescatar lo más íntimo y tradicional de los dulces y costumbres capitalinas. Este debe ser uno de los pocos lugares en los que aún preparan la caspiroleta. Aquella bebida de antaño que las abuelas usaban como receta para curar los males de la gripe y otras enfermedades respiratorias. “Al tomarlo se te abren los poros y sale todo lo malo. Yo recuerdo mucho haber tomado esa caspiroleta cuando era pequeña”, recuerda con nostalgia esta limeñísima señora.
Vamos a la receta: hervir la leche con un pedacito de vainilla y canela entera, se endulza bien con azúcar, se le coloca un chorro de pisco y se corona con claras de huevo batidas.
Un sorbo de la caspiroleta de esta esquina es entrar a la máquina del tiempo. Es como pasear por ese mismo jirón Trujillo con chaleco, sombrero y bastón en pleno siglo XIX.
“La caspiroleta era también un recuerdo de mi mamá y de mis abuelas. Ellas nos preparaban este postre, aunque más que postre es una bebida caliente. Entonces, con mi hermana dijimos «nosotras lo prepararemos acá». Encima que estamos en el Rímac, un lugar tradicional. Todos los postres que hacemos son tradicionales. Tratamos de rescatarlos. Entonces, ¿por qué no incluir esa bebida caliente? Así nomás no la vemos acá. No lo conocen las demás personas mucho. Entonces, fue así que se nos dio por implementar en la carta la caspiroleta”.
El día de nuestra visita, un sábado de verano, el sol del atardecer limeño susurra su cálido aliento. Pero ese calorcito no es impedimento para darle un buen sorbo inicial a esta tibia taza-jarro, rematada con las claras de huevo batido a punto de nieve, casi emulando al bello nevado Alpamayo. Sin mayores esfuerzos se logra percibir el especial calientito del pisco camuflado en la marea de una reconfortante leche fresca. La canela también se deja sentir en el paladar, con un ligerísimo picor, dándole elegancia a la boca.
El viejo cuño de este elixir curativo está documentado. Nuestro célebre tradicionalista don Ricardo Palma, en el año de 1903, hace mención del edulcorado brebaje. Lo describe a la letra como “una bebida bastante agradable hecha con leche, canela y otros condimentos”. Sin embargo, el registro más antiguo que se tiene sobre el ponche de marras está en el libro La mesa peruana, o sea el libro de las familias, publicado en Arequipa por primera vez en 1867.
Vale agregar que en Colombia y Venezuela, sus respectivas tradiciones culinarias también afirman que es una bebida típica de ellos. Tal vez lo único cierto es que la caspiroleta es de todo aquel que desea convertirse en un viajero del tiempo, en el expedicionario capaz de traer al presente las antiguas costumbres y sabores.
El suspiro a la limeña
La paleta de sabores de este huarique es variada. Entre otros postres tradicionales se puede encontrar los infaltables arroz con leche y mazamorra morada; así como el arroz zambito o la mazamorra de calabaza. No escasea un calientito champú, ni la noble leche asada, entre otros. Pero, a nuestro juicio, destaca su bello suspiro a la limeña. Servido en una copa de vidrio, se muestra orgullo y delicado.
La primera cucharadita no impacta con el agresivo dulzor, como suele pasar en otros lugares que intentan copiar la receta del suspiro limeño. Todo lo contrario. Acá la crema de fondo es lo suficientemente dulce sin llegar a empalagar. Como para comerse dos. El sombrero de merengue le otorga un agradable matiz, pues tiene un ligero toquecito de color lila, que debe ser algún secreto de la casa.
Un factor especial de este lugar es el precio. Cada porción de suspiro a la limeña cuesta 5 soles. Yovana nos mira con una sonrisa dibujada y con una dulzura en los ojos digna de su oficio y nos dice: “Hay lugares que me han pedido y este mismo suspiro lo venden a 25 soles”. En tiempos en que el boom gastronómico ha disparado los precios, este lugar es un real huarique.
Finalmente, y no menos importante, es que acá todo lo preparan de la manera más natural posible. “No usamos ni conservantes ni preservante ni nada: todo al natural”, dice nuestra azucarada y sonriente anfitriona.
DATOS
Dirección: Avenida Francisco Pizarro 100, Rímac. Subiendo por el Jirón Trujillo, al lado de la Iglesia de San Lázaro.
Precio: Caspiroleta S/ 5.00 / Suspiro a la limeña S/ 5.00.
Horario: Lunes a sábados de 9 am a 11 pm y domingos de 9 am a 10 pm.
Medios de pago: Efectivo – Yape – Plin.
Lima, enero de 2023
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
Fotos: Jesús Quispe IG: @el_txuz
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