Los sábados prefiero hacer deporte al aire libre. Agarré la bici y me fui hasta La Punta. Pasé por el antiguo bar-restaurante Rovira (Jr. Daniel Nieto 195, Callao), y como aún era temprano, entré por mi “Desayuno chalaco”. Caldo de choros bien potente —levanta muertos— y el tradicional pan con pejerrey. Simple y delicioso. A 18 soles. A pesar de los muchos años en que todavía caigo por acá, el sabor sigue exacto.
Como todos sabemos, el fantasma de la muerte ronda a cada instante. Ha pasado un año desde que se confirmó el primer caso de coronavirus en Perú. Pensé que encontraría malas noticias, pues los que acá atienden, desde que los conozco, son personas mayores. Sin embargo, me dio gusto encontrar con vida a don Alejando y su hijo. Igualitos. Igual de viejos.
Conversamos, en poco rato, de varias cosas. Entre ellas, de un antiguo amigo en común, un uruguayo. El capitán Lucho. Uno de los habitúes más insignes del Rovira, que vivía en los altos del bar. Su historia, trajinada en y por los mares del mundo, siempre me ha fascinado. Pero el capitán Lucho, algunos años antes de la pandemia, decidió zarpar en su último barco. Don Alejandro, timonel de este viejo local chalaco, se alegró de que alguien —no tan viejo aún— se acuerde de su querido y dilecto amigo. “¿Lo conociste, era tu amigo?”, me pregunta ansioso. “No tuve el gusto, pero sí sabía su historia y lo fui a buscar cuando ya estaba en la casa de retiro”, le conté.
En efecto, fascinado por la historia de aquel lobo de mar, sus cabellos plateados y barba blanca, con un aire a Hemingway pero más delgado, fui a su encuentro. El capitán, que había contado sus aventuras a los chalacos de viejo cuño, no podía zarpar sin antes hablar conmigo, a la sazón y en última instancia —antes que abogado y lo demás—, cazador de historias.
Me costó un poco ubicar el lugar donde estaba. Lo hallé aún con vida, pero ya no estaba él. Es decir, no su memoria, lo que lo hacía el hombre que había navegado todos los mares del ancho mundo. Me dejaron verlo. Estaba en un asilo para ancianos. No quise pasar más allá del dintel de la puerta. No me lo prohibieron, pero no me atreví. Antes de observarlo ya escuché sus gritos, como gruñidos luchando contra Poseidón. Empero, el Dios de los mares era una enfermera. El capitán se movía y maldecía. Y de pronto cruzamos miradas. El azul claro de sus ojos. Lo había visto antes. El tono de los ojos de Paul Newman. El capitán Lucho alzó el cuello, la hermosa barba me apuntaba. Calló… yo también, pues pensaba saludar. Quizás sentía vergüenza de lo que encuentre así, postrado, asistido por una persona para que le limpie el culo. Él, que había vivido en el lapso de una existencia humana lo que 20 biografías juntas. Y, aunque sea por unos segundos, vi en el fondo azul de esa mirada gastada el pozo infinito de sus vivencias. La púber de la que se enamoró y por la cual se quedó en el Callao. Sus arrebatos de furia y amor. Como en el Aleph, vi en ese añil el océano y el océano en él.
Y así fuimos recordando algunas cosas con don Alejandro. También hablamos de política, pero no quiero malograr este post. Luego de pagar el desayuno me dijo que regrese con mi familia. Nos despedimos. Se acomodó con los pulgares la pretina del pantalón y me explicó el secreto que quería sacar, lo que tenía guardado, tal vez esperando que luego de tanto tiempo, un miraflorino caviar y no un chalaco tradicional, le pregunte por su viejo amigo y marino. “Tenía 94 años cuando murió. Sabes, amigo, es tan larga la vejez”, pronunció, en la lenta candencia de su voz.
NOTA: Este artículo lo escribí en mayo de 2021.
Por: Eduardo Abusada Franco
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