Día por medio ando en las tardes y/o noches en un café en Miraflores, donde hago diversas labores. Desde leer, lavar platos y crear documentos. También compro sillas, como el domingo pasado, para renovar las que están por romperse. Cuando mi mamá escuchó que estaba yendo por sillas nuevas, llamó a Tina —que trabaja en el café— para que le guarde las viejas. Ya antes también se ha llevado sillas a un paso de romperse, viejas, que terminan empolvándose en los rincones de nuestra casa. Relacioné el hecho con una mochila vieja que tiré a la basura hace unos 6 meses, pues compré una nueva. De pronto veo la mochila lavada sobre una mesa. Mi mamá la había recogido de nuevo. Le dije a la Tina: “Creo que con los años, la gente se vuelve acumuladora”. “Como tú también”, me contestó ella.
Veo entonces las cajas con las separatas de mis cursos de universidad que guardo pensando que volveré a leer algún día. El polvo es tan espeso que ya no deja ver los títulos. Veo en mis libreros los cantos llenos de objetos inservibles: tarjetas de presentación de gente ya muerta, frascos de gotas vacíos, marcadores de libros muy usados, cajas de celulares vacías, cajas de varias cosas, medicinas vencidas, cupones de descuento vencidos hace años, etc. Sí, con los años, me he vuelto un acumulador.
De niño me sentía como en una de las aventuras del pirata Sandokán cuando entraba al dormitorio de mi abuelo Amador. Tenía los bigotes amarillos por el cigarro. Acumulaba cientos de cajetillas vacías de cigarrillos Ducal. Recuerdo claramente las rumas de revistas Selecciones, revista de otras editoriales que ya olvidé, diarios, y pilas y pilas de libros de historias de vaqueros, las populares “coboyadas”. Era un territorio irredento para mí, siendo en esa época yo como aquel niño que inventó Ribeyro en su cuento Por las azoteas, fantaseando aventuras alucinantes. Así, emulando el arrojo del Tigre de la Malasia, abría aquellas impresiones, tal vez buscando algún dibujo para adultos. No recuerdo si algo encontré en aquella tupida jungla de libros y papeles.
Otra de mis peripecias de un Marco Polo imaginario era abrir los cajones del tío Juan Reynoso, esposo de mi tía Alicia, quien tenía fama de lerdo. Atesoraba un sinfín de encendedores sin carga, estampitas, rosarios, llaveros, cortaúñas a montones, etc. Todo lo que se gastaba, lo guardaba. Hasta piedras coleccionaba.
Gran acumulador también es a esta hora Julio, mi segundo abuelo, ya que es el segundo compromiso de mi abuela. Él sigue vivo. De joven fue ganadero. Montaba a caballo, enlazaba novillos, me ensañaba a hacer nudos complicados y resolvía casi todo lo que se podía hacer manualmente: gasfitería, carpintería, mecánica, etc. Al paso de los años, empezó entonces esa constante en nosotros, los viejos: la pulsión por acumular. De pronto, como los versos de Almafuerte, los clavos volvieron a la vida… “…ten el tesón del clavo enmohecido, que ya viejo y ruin vuelve a ser clavo…”. Con el martillo los enderezaba contra el concreto y los volvía a clavar en otro lado. Hoy no bota a la basura ni los vidrios rotos y pedazos de madera. Para él, en algún momento, todo puede volver a servir. En la vieja casona de madera Mollendo, que permite guardar cosas ya que es grande, cuartos enteros se llenaron de botellas de marcas de gaseosas que la memoria ya borró, carretillas oxidabas, lámparas de combustibles que casi ya no se fabrican, rejas olvidadas, y todo tipo de materiales. Sobre todo, tablas de madera. Le gusta guardar trozos de madera. Hay que tener en cuenta que aún en Mollendo muchas casas son íntegramente de madera, y asumo que en su mente éste sigue siendo el insumo principal para levantar nuevos cuartos. Vivió en un mundo de madera y quiere morir en uno así.
Un verano, hace unos dos años, hice limpieza general en la casa. Separé algunos materiales para regalar, como tuberías de cobre y plomo. Como tengo también perfil de acumulador, me costaba deshacerme de las cosas, cada objeto lo revisaba con paciencia. En cada pieza había algo de historia. Algunas me remitían a un recuerdo familiar que identificaba rápidamente, como las barajas y fichas con que mi abuela me enseñó a jugar Telefunquen. De muchos objetos no sabía siquiera su uso y me ponía a indagar, preguntándole a Julio, cuál era su función original. Así descubrí para qué servía un artefacto de hierro que aún sigue en uno de los jardines vuelto tierra y playa de estacionamiento. Supongo que nadie lo mueve por su peso. Resultó ser una enorme y pesada de prensa de hierro para encuadernar libros. Debió ser del bisabuelo Eduardo, pues era agente de aduanas con muchos cuadernos por empastar. Sigue en la esquina del jardín donde otrora criábamos patos. Resistiendo a la humedad y hasta ganándole, pues tal es la densidad de su hierro que no se ha degrado ni un gramo.
Encontré también cientos de fotos en blanco y negro, algunas con los bordes contorneados. Baúles de cuero y aquellas maletas circulares antiguas llenas de fotografías. Casi todas las mujeres vestían de negro en las fotos. Trataba de identificar qué pariente de mi abuela era cada personaje, a qué primo o tía se parecían… Tuve que regresar a Lima y mi hermano, que es algo más pragmático, tomó la posta en la “limpieza”. Contrató un camioncito con tres cargadores y en medio día dejaron todo llano. Protesté. Aunque lo hizo sin intención, mi curiosidad genealógica se quedó sin resolver. Todo fue quemado. La reconstrucción de esa parte de la historia familiar se perdió tal vez para siempre, aunque tal vez solo a mí me importe. Como estudiante de Historia, quedé muy triste. Julio, por supuesto, también estaba con la cara larga, pero más que por las fotos —para mí, la principal pérdida—, estaba triste por las maderas viejas y repuestos de un auto que ya no existía hace más de 35 años.
Los expertos en temas de la conducta humana dicen que ser acumulador es un trastorno, que somos “obsesivos compulsivos”. Leí un artículo de un medio español que señalaba que el 5% de las personas son acumuladoras. Cito el texto de El Diario: «La acumulación se considera un trastorno cuando “interfiere en el desarrollo normal (personal, profesional, económico, familiar y social) de la persona afectada, causándole un significativo estrés”, señala un estudio realizado por expertos del Departamento de Salud Ambiental de Madrid».
También se cree que puede derivar de una conducta consumista. Yo he corregido un poco eso, pues adopté algunas pautas del minimalismo en mi vida. No obstante, el consumista es alguien que compra y compra; en cambio, en los acumuladores no es tanto comprar, sino el no poder deshacernos de aquello que creemos que aún nos puede servir o, como en mi caso, me trae muchos recuerdos. Hay que tener en cuenta que en el siglo XX, las manufacturas se hacían para durar toda la vida, no como ahora que existe la “obsolescencia programada”.
Lo que sí he notado desde mi propia experiencia, es que esta resistencia a botar cosas viejas y en desuso a la basura, se da más en las personas que ya van acumulando muchos años y décadas de edad. Desde un punto de vista, es también la misma acumulación de la vida. Creo y quiero creer que también es parte de la nostalgia. La vida se construye de momentos —gratos, tristes o aburridos—, y a una edad ya madura, donde ya acumulaste —cae bien acá el término—, se construye de tus recuerdos. Como diletante budista, sé que nada es eterno, que todo cambia. Pero no puedo evitar sentir nostalgia por aquellos momentos que se fueron. Y esos recuerdos no solo viven en la memoria, en la mente, sino que algunos objetos nos hacen revivirlos, repasar nuestros años jóvenes. Como en la invención de Morel —quien construyó una máquina para retener el tiempo y reproducirlo como en una película; y según Borges es la novela perfecta—, me veo una y otra vez, hasta el infinito, jugando en la elegante máquina de coser Singer negra con letras doradas de mis tías; saboreo aún los toffees Old England de la mesa de timba de paño verde de mi abuela; reviso aún las páginas de las cobayadas de mi abuelo en busca de alguna ilustración obscena; armo mi batería de rockero con las latas redondas de galletas inglesas con logo de emperifolladas damas con tapasoles; busco aún banderitas de países que no conozco el deshojado diccionario Pequeño Larousse de mi papá, que en paz descanse…; vivo, sobrevivo, aún en los objetos que alguna vez fueron parte de mi niñez.
Con razón Benedetti anotó en un verso: “No olvida el que finge olvido, sino el que puede olvidar”. No soy solo un acumulador, soy apenas alguien que se abraza al tiempo en que fue feliz.
Por: Eduardo Abusada Franco
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3 comentarios en «Nosotros los viejos, nosotros los acumuladores»