Uno de los programas que más me enervaba de mi ‘chiquititud’ era Candy, la telellorona más célebre del manga. Hasta hace algunos años, aún la repetían de cuando en cuando por la televisión. No tengo un motivo exacto de por qué Candy me repelía tanto cuando era niño. Haciendo un poco de auto psicoanálisis, tal vez, supongo que era porque viviendo en mi barrio de Residencial San Felipe, la ‘rica resi’, cuando todos mis amigos estaban jugando pelota en la calle, me resultaba sumamente patético y poco viril quedarme viendo Candy uhhh. Sin embargo, aunque he hecho todo lo posible por arrancarlo de mi memoria, cada cierto tiempo viene como un rayo a mi cabeza el pegajoso “Si me buscas tú a mí, me podrás encontrar, yo te espero aquí sí sí, este es mi lugar…” (la segunda parte de la cancioncilla era un corta venas digna de cantarla con media res en el Queirolo).
El hecho es que hace unos meses, buscando como burlar la rutina de la burocracia, encontré la serie completa, en 16 discos por 40 soles —35 con su respectivo regateo— en Polvos Azules. Los recuerdos que tenía de esta chiquilla rubicunda, ‘ojiverde’, con sus eternos moños, era el de una niña ‘hipercoqueta’, con una voz extremadamente sensual —el doblaje era su gran valor agregado—, que se levantó a todo el elenco de la telenovela, solo le faltaba a la Tía Abuela Elroy. Esa imagen se vio aumentada en mis años de Estudios Generales en la PUCP, cuando uno de los temas recurrentes en las conversaciones en la rotonda de Letras, con esos perfectos vagos que eran mis amigos y amigas, y hoy los veo pasar en sus 4×4 mientras espero a la 73, era recordar los dibujos animados de la infancia. No faltaba Candy, pero, sobre todo, siempre, implacablemente, aparecía en los recuerdos más embelesados de aquellas prominentes futuras abogadas y demás profesionales en ciernes, el de ese tipejo inglés Terius Grandchester, mejor conocido como Terry para sus fans enamoradas.
No entiendo cómo las chicas deliraban —y estoy hablando de mujeres ya entradas en su mayoría de edad, aunque éramos aún muy jóvenes… y delgados— por un personaje sacado de un manga, un ente inexistente en el correlato real. Decían que era rebelde, misterioso, seductor, culto (leía piezas teatrales), pendenciero y jugador; y por supuesto, extremadamente guapo. Bueno, si a uno lo dibujan cualquiera es atractivo. No obstante, y lo confieso sin pudor, ya que más da, que intenté algún parecido con el Terry ese: me dejé el pelo largo, me las daba de misterioso, fumaba —lo sigo haciendo, por vicio ya no por pose—, me emborrachaba, quería dármelas de solitario, y armé uno que otra peleíta con poco éxito en el Hueco Verde y en el Elos frente en la PUCP. Pero apenas conseguí una carta anónima de una fan que luego descubrí era una cruel broma para jugar con los confusos sentimientos de este otrora remedo del hijo del Duque de Grandchester.
La inocencia incomprendida de Candy
Pero volviendo al tema, me compré la serie completa y decidí darle una nueva oportunidad a Candy. En realidad fui amenazado por una fan de la rubia que me advirtió que no podía escribir nada sobre la niña de marras, si antes no veía la historia completa, so pena de difamarme con muchas verdades en su muro de Facebook. Así que me vi la serie de un sopetón, y en honor a la verdad —excepciones que a veces hacen los periodistas— la chiquilla no era tan player como recordaba. Todo lo contrario, es una historia del más puro e inocente amor, ciertamente una obra con un alto contenido literario.
Es más, Candy sólo tuvo un chape en los más de cien capítulos que duró la serie, y fue porque Terry la agarró prácticamente a la fuerza. Recordada escena en que la púber, de puntitas y con los ojos más enormes en toda la serie, fue aprisionada de la cintura por el atrevido y seductor inglés, y destellos de luz colorearon el fondo, mientras la huérfana se dejaba llevar entre embobada, sorprendida e indignada, hasta que un intercambio de cachetadas acabó con el ósculo tanto esperado por los fanáticos. Y así, aunque para muchos Candy era una “calentadora”, eran los hombres quienes irremediablemente se enamoraban de ella: Anthony, Archi, Stear —quien murió pilotando un avión en la I Guerra Mundial—, Terry, hasta incluso Neil, quien junto a su malvada hermana Elisa (tanto he aborrecido a esa mujer) la odiaba al inicio, y todos los que se la cruzaban fatalmente en su camino sucumbían a su personalidad de ángel. Candy era el muro contra el que estrellaban sus corazones, una femme fatale envuelta en inocencia.
Por supuesto, tuvieron que pasar más 20 años para darme cuenta de su verdadera personalidad, y descubrir, además, que Clint no era un mapache, sino un coatí albino. Sin embargo, el que siguió igualito a mis recuerdos fue Terry, el malcriado y malogrado hijo del Duque de Grandchester y la actriz de Broadway Eleanor Baker. Francamente hubiera preferido que Candy se quede con el Anthony, o como le decía ella: “Anzzzony”, pero el pobre, como es harto conocido, se cayó del caballo y aunque dibujo animado, era mortal al fin y al cabo y se mató (ese capítulo, a mis 33 años, me hizo llorar más que la muerte de Mufasa en el Rey León).
Pero, por algún motivo, más allá de la muerte de Anthony, las chicas de mi collera —además de Candy White Andry, desde luego— prefirieron al pendenciero que las hizo sufrir que a un tipo elegante, caballeroso, honesto y tranquilo como lo fue Anthony Brower. El chico cultivaba rosas y eran tan atractivo y rico como Terry. Pero la hipótesis de que las mujeres de mi grupo y de mi generación preferían a los ‘sin ley’ tiene cierto asidero, pues ya saliendo del tema de la ficción, busqué alguna información en Google para escribir sobre esta serie, y las páginas webs dedicadas al insolente y rebelde de Terry son abrumadoras, con comentarios fanatizados, y por supuesto, todas lo prefieren a él y olvidan al buen y noble Anzzzzony. (Para mayor abundancia consultar http://terrygrandchester.blogspot.com/, página “Dedicada al análisis social y cultural” de Terry. Una cosa de groupies. Nótese el odio intestino en los comentarios hacia Susana Marlow, quien se interpuso entre Terry y Candy).
Las curiosidades en torno a Candy abundan, como que en Italia tuvieron que hacer un capítulo especial en que la rubia se quedaba con Terry, en oposición al final original, en que el pelucón demostró no ser tan rebelde a fin de cuentas y se quedó con la desbaratadora de amores idílicos Susana Marlow, porque ésta perdió una pierna al salvarle la vida y se aferró al inglés usando aquella tragedia para remarcar que era víctima por amarlo. Lo que me lleva irremediablemente a la escena, cómo no reseñarla, en que Candy se despide para siempre de Terry y este se ofrece a llevarla a la estación, y corre tras ella en esa escalera inacabable, infinita. La abraza por la espalda, y con los ojos enjugados en lágrimas y con la voz más triste que jamás un heredero de los Grandchester se haya permitido, le hace prometer que será feliz, por siempre feliz.
De hecho, existe una fuerte corriente de seguidores en Internet –me incluyo– que aun piden que la serie continúe y hasta que se haga una película, pero esta vez con final feliz. Aunque bien visto, Candy sí tuvo un final de cuento, pues termina con Albert, quien era realmente el Príncipe de la Colina, a quien conoció en los inicios de la historia, cuando el pícaro éste, enfundado en su traje de escocés y gaita en mano, le dijo algo así: “No llores, pecosa. Eres más bonita cuando ríes que cuando lloras”.
Dejando de lado la posterior pelea de las creadoras del manga por el tema del merchandising de la serie, la verdad es que este dibujo colaboró en delinear, en cierta manera, los sentimientos de mi generación. Lo lamentable es que nos duró poco, y mi generación no aprendió nada más allá de acumular dólares y doblar las rodillas ante los poderosos. Aunque sigo siendo un desencantado de la vida, admirador de personalidades imposibles, de tanto en tanto, cuando me asaltan las nostalgias de aquellos primeros amores en el puerto que meció mi infancia, cuando creía que existía esa quimera que llamamos amor, me viene la imagen de la inocente Candy corriendo por la Colina de Ponny. Y entonces abro mi ventana, y muy mariconazo me pongo a cantar bien bajito para que nadie me escuche: “en mi ventana veo brillar / las estrellas muy cerca de mi / cierro los ojos / quiero soñar / con un dulce porvenir…”.
NOTA: Este es un remake algo hepático de un texto simpático que ya había hecho. Lo escribí alrededor de 2012 y debe ser la quinta vez que lo posteo, ahora más resumido y nuevamente retocado.
Por: Eduardo Abusada Franco
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Edu, yo nací en los 70’s.
En mi niñez, siempre veía Candy y me gustaba, te hipnotizaba; Ya cuando crecí, no entendía por qué la gente la trataba de «putona» , » calentona», etc , me parecía muy vulgar ello.
y ahora que leo tu post, confirmo que
éramos inocentes cuando la veíamos, siempre mantendré ello al verla!!
Gracias por leer 🙂