Sobre algo tenía que escribir, porque el editor de la página me apura como si pagara. Hecha la advertencia, y habiendo declinado sendas invitaciones a discotecas estos días, trataré de ser breve en este post, y debo decirles algunas cosas a las chicas —y también chicos— que amablemente me invitan aún a salir a bailar porque creen que soy un chico “duro por fuera, pero blando por dentro” : a) Salgo de mi casa solo si hay un temblor, para trabajar, ir al cine, a comer, hacer deporte y al telo —ahora que lo leo, sí salgo bastante—; b) Yo no bailo, jamás… o cuando estoy de picado para arriba; y c) Sí, soy “duro”, o era, especialmente cuando me juntaba con ciertos amigotes aficionados a la receta mágica de Freud (revisar “Uber Coca”, ya me cansé de hacer los ‘hipervínculos’, tómate el tiempo de abrir una enciclopedia. No obstante, esa época mía ya pasó, y no daré nombres, pues como Cayo Bermúdez, si hay algo que respeto en última instancia en los hombres, son sus vicios).
Aclarados esos puntos, agrego que no bailo porque no sé, no me gusta, y no lo hallo divertido. Además, como alguna vez he hojeado a Mailer, me atrevo a tomar prestado uno de sus títulos: Los hombres duros no bailan, sino, más bien, “escriben poesía” [eso último creo lo dijo Bukowsi o Bolaño, no estoy seguro. Se solicita a los cuatro gatos que leen este blog ilustrarme si saben de dónde viene la cita].
Entiendo que cuando uno va una discoteca se supone que es para bailar. De adolescente fui muchas veces y trataba de estar bien picado para animarme y, lo reconozco, me dejaba presionar por la gavilla esa de amigos que tenía. En realidad, aunque un tiempo me las quería dar de “juerguero”, mismo Julián Legaspi en el Ángel Vengador, lo cierto es que era un niño terriblemente sano e introvertido. Mi invencible miedo a las pistas de baile lo remediaba con unos buenos Cuba Libres (la cerveza la tomo, por supuesto, pero prefiero un buen ron o un pisco sour). De pronto, alguna amiga me sacaba a la fuerza a bailar, pues casi no recuerdo haber sacado yo a alguien, y me sentía como un condenado subiendo al cadalso. Las luces multicolores se empecinaban en perseguirme y en vano trataba huir de ellas. Solo me salvaba aquella luz intermitente y rapidísima, la llamada “cortadora”, que por unos segundos disimulaba mis torpes movimientos haciéndolos parecer en cámara lenta; y entonces pasaba piola mi total y absoluta falta de ritmo, incapaz de seguir siquiera la tonada del triángulo del camión de basura o el silbato del afilador de cuchillos.
Apenas veía que una de mis amigas —que esas sí todo lo ven baile— se acercaba a mi cuando empezaba la Macarena, un golpe espontáneo de sudor abrillantaba mi frente. De pronto estaba allí, en medio de esa jungla de ebrios, y el terror que me embargaba hacía que siempre sienta ganas de orinarme allí mismo, parado como el niño en medio de un charco tibio a mitad del patio del colegio mientras sus compañeritos, con la terrible crueldad que a veces es inherente a la edad, lo apuntaban con sus índices. Por supuesto que nadie se daba cuenta, la procesión iba por dentro. Para disimular, apelaba a contarle mis mejores chistes a mi compañera de baile de turno, si se podía llamar baile a mis movimientos de boa con cólicos; y desde luego, nunca dejaba mi vaso de trago para tener algo de que aferrarme, y mejor aún, me ponía a prender cigarrillos, uno tras otro. Solo quería que termine la canción.
Si acaso no era suficiente mi pavor, un tiempo la torturoa se puso peor. De pronto a los DJ se les ocurrió que las piezas no tenían final y amarraban una canción seguida de otra ad infinitum. Creo que aún es así. Pese a mis intentos por volverme invisible, igual me miraban, igual sentía los dedos acusadores. Todos esos eran unos Ricardo Morán inclementes en Yo soy. Al día siguiente los comentarios burlones. El bullying ha existido desde siempre. ¿Y querían así que me guste el baile, las discotecas, ese circo de ridiculización del prójimo que llaman “juerga”?
Cuando pensé que tenía la cosa controlada con el reggae, porque había que ser un verdadero inútil si no pasabas desapercibido bailando ese ritmo aletargado (además todos estaban en tronchos, y nadie se daba cuenta, todo era paz, amor y chistes de Miguelito Barraza), tuvo que irrumpir el techno. Ahí sí que me la pusieron difícil, pero de eso no ahondaré ahora. Bueno, y la salsa, siempre estuvo presente la hermosa salsa. Para gilear a una chica, si eras buen salsero, tenías varios puntos a favor. Nunca me preocupó mucho, pero reconozco que cuando veía buenos bailarines de salsa sí era un espectáculo interesante.
En los ochenta salió una película que se llamó Salsa, con la canción esa Margarita. Además, luego vi la película de Pedro Navaja (que era anterior), con un imponente Andrés García. Allí descubrí que se podía bailar ese género con arte, un talento que me fue negado antes de solicitarlo. De hecho, hay bailes que me parecen muy atractivos a la vista, con movimientos elegantes y sensuales, como la misma salsa y el tango. Pero ya que nos estamos sincerando, reconozco que hasta contraté a una profesora privada que me daba clases de salsa en la sala de mi casa. El problema es que solo me salían los pasos con ella, y no podía bailar con nadie más; y como era mucho mayor que yo, hubiera resultado complicado tenerla que llevar a la discoteca con mis amigos, además de que me hubiera cobrado mucho más. Un amiga también intentó a enseñarme ritmos brasileros (muchas gracias Mauge por tus ardorosos esfuerzos, pero cual Bolívar, araste en el mar). Finalmente, decidí tirar la esponja.
Sin embargo, cuando fui adquiriendo más voluntad, descubrí que no tenía por qué seguir a la manada. Decidí simplemente no ir. Luego abundaron las discos racistas como The Edge, o The Piano, y posteriormente se hicieron “clubes”, como las de Larcomar; así que como soy un tipo sencillo y ordinario como el polvo, que me pongo zapatos negros con medias blancas, zapatillas en la playa, sandalias con calcetines y uso calzoncillos Boston, simplemente mi decisión de no ir a esos reinos de cimbreantes y arrebatados movimientos se afianzó.
Acá quiero entrar al meollo de esta reflexión. Ya no voy a discos, pero de cuando en vez acepto una invitación a una reunión en casa de alguien. Como decía, en las discos uno va a bailar, o al menos es un sitio para ese fin, entre otros, pero si te invitan a una casa particular a tomar algo y comer, no es necesariamente para andar bailoteando. Sucede que cada vez que voy, empiezan a mover las sillas, las mesas y empieza la danza. De nuevo, uno sentado tratando de pasar desapercibido, y se acercan y a jalones te llevan al medio y acabas de vagón de un alegre trencito, una ‘hora loca’ espontánea. Lo curioso es que muchas de estas señoritas, con novios o no, son ahora gerentes, asesoras, consultoras y tal. Son todas liberales, entusiasta impulsoras del libre mercado. Pues bien, han de saber que sus ideas libertarias se fundan en la libertad del individuo. Si les molesta tanto la economía planificada porque no las deja elegir, les pido, sin el menor de los respetos, que respeten mi decisión libre y soberana de no bailar. ¿Pero muchas personas que gritan “libertad” no lo entienden?
Si me negaba a bailar, era un chupado, un aguafiestas, te dicen “para qué vienes”, “comunista acomplejado” (eso no lo dicen, pero estoy seguro lo piensan), o en el mejor de los casos te hacen ver que eres más pisado que el otrora Cosito y tu pareja no te deja bailar. Sin embargo, a mis amigos no les importaba, e igual te agarraban en mancha y entre todas me hacían un perreo chacalonero insolente, mientras ya no existóian más colores de los que se podía teñir mi cara por la vergüenza. Uno, como es educado, tiene que hacer unos movimientos cojudos y dejarse tomarse fotos para que luego te hagan bullying digital en Facebook. Y si quería irme a las 12 o 1 am –porque a mí me gusta ver Los Simpson antes de dormir— te tildaban de “lorna, ganso o nerd”, como si fuera un desvalor.
Gracias por las invitaciones, pero no voy a sus bailes, sean discos, reuniones particulares, polladas bailables o una yunza. Miento, sí me gustaría mucho ir a una yunza. Por cierto, una vez estaba de visita en Huancayo y me fue a buscar un pata del partido Perú Libre. Me dijo para llevarme a una fiesta. Estaba contento, pues siendo supuestamente el partido que representaba la tradición de los Andes, me llevaría a alguna celebración con arraigo costumbrista. No obstante, acabamos en un concierto de indie rock progresivo… Aún me faltan tanto por conocer del Perú.
Como dice el borrachito al que lo corrieron de una fiesta por escandaloso: “Si ya sabe como me pongo, ¿para qué me invitan?”. No tengo nada en contra a que vayan y hagan harlem shake toda la noche, calatos y calatas si gustan; pero no me inviten, y si voy, no me obliguen a bailar. ¿Las obligo yo, acaso, a ver mis películas de vaqueros, so pena de ponerles la etiqueta de “lornas”?
Como Dios a veces es justo, felizmente existe música que no se baila.
Nota: Lo dicho en el texto anterior lo hago según las costumbres de mi generación. Escribí una versión, en clave de humor, como el 2012. Ahora he actualizado algunas líneas que no sostendría actualmente. Luego de escribirlo, al paso de los años, he ido a un par de fiestas de gente más joven, pasados largamente mis 40 años, y ahora la cosa es más relajada y tolerante. La gente baila como sea, sin mirarse, sin criticarse, sin importar si danzan mal o bien. Uno se siente más en confianza para intentar cualquier tipo de paso, solo tienes que moverte como te salga del forro y todo paso de baile es bien recibido. Sea pues, bienvenida la danza del espíritu.
Por: Eduardo Abusada Franco
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3 comentarios en «Yo no bailo, no insistir, por favor»