¿Qué es la locura, sino aquello que no sabemos? Yo no tengo la más mínima idea. Me invitaron al aniversario de una clínica psiquiátrica. Ignoro si la invitación tuvo una segunda intención soterrada, pero siempre es bueno hacerle una pausa al ostracismo, así que decidí salir de mi cueva. Como buen revolucionario de Starbucks —como me calificaría altivamente cierto columnista huelecaca— y como niño bien de la PUCP, me fui vestido con mi polo del Che Guevara. Regalado, conste. Al atravesar el umbral que separaba la supuesta cuerda realidad del loco mundo de los enfermos mentales, asimilé de golpe las miradas de los internos, que dentro de aquello que llamamos locura (unas buenas, otras malas) percibí que razonaban sobre mi atuendo. “Y quién es este cojudo que viene con un polo de un hippy político subversivo”, pensarían.
No quiero llamarlos locos, nos hicimos muy amigos, y temo faltarles el respeto, pues dicho adjetivo ya se lo ganaron muchos personajes públicos actuales, y sería una bajeza de mi parte ponerlos al mismo despreciable nivel. A fin de cuentas, cada loco con su tema. El hecho es que me miraban con curiosidad y en un momento presentí que profesaban ideas ultra capitalistas y que me había metido a la boca del lobo, o del loco. Como dice el refrán, donde fueres, haz lo que vieres, y comencé a actuar dentro de los márgenes de la locura: no se me ocurrió más estúpida idea que comentar sobre lo bien que se estaba allí y que hasta me gustaría quedarme unos días y, desde luego, comentar sobre el clima. Solo quería ser educado. Ahora sí, este gordito está chiflado, es de los nuestros, creo que pensaron. ¿A quién se le ocurre pensar que se está mejor encerrado que en libertad? Pese a los esmerados cuidados del personal de la visitada clínica, nadie, creo —salvo al que suscribe, que lo hace por decisión propia—, preferiría vivir entre infranqueables paredes, rumiando la insufrible igualdad de los días, amasando miles y miles de horas de lo mismo. A nadie, creo. Bueno, si trata de las cárceles-suite presidenciales de los expresidentes peruanos, tal vez les haría un cambiazo, pero esa es otra historia.
Las actividades por el 45 aniversario de la clínica psiquiátrica de marras empezaron con una ceremonia religiosa llamada “paraliturgia, la cual era dirigida por una entusiasta viejecita de, al ojo, unos 200 años. Pese a las centurias, la señora tenía tremendo vozarrón y mostraba gran don de mando. Al ratito, una escritora o poeta interna, o eso me dijeron, de tristísima estampa, leyó unas líneas. Aunque muy amable la señora, si se decía que era escritora profesional y habiendo escrito párrafos como los que leyó, considero que con justicia la internaron. Es solo una apreciación subjetiva, me desespera la cursilería, peor aún si es de corte religioso. La ancianita siguió llevando la ceremonia con mano de hierro. Media maoísta era la cosa, parecían los videos de las formaciones de los senderistas en Castro Castro. A su sola voz los internos se paraban, sentaban, levantaban los brazos, rezaban, cantaban, etc. Mi polo del Che empezaba a justificarse. Aunque religiosos eran los contenidos, la bicentenaria anfitriona daba verdaderos mensajes de solidaridad, respeto, amor desinteresado, antirracista, sin discriminaciones. Progre había sido la tía, empezaba gustarme.
Como era visitante, y principiante, me hacía repetir las canciones varias veces. “Eso fue ensayo, ahora de nuevo”, me ordenaba. Por cierto, para tener el control total de la situación, ella misma tocaba el órgano (el musical, eh). Lo mejor de todo fue cuando una de las letras de tecnopor pegadas en la pared se desprendió sobre su cabeza. Tuve que contener mi risa, so pena de quedarme dentro de la clínica. En su fundamentalismo católico, la doña estaba a sus anchas. De pronto, la señora hacía una pausa y gritaba “¡Viva el Director fulano!” (no diré nombres). Se refería, evidentemente, al director de la clínica. Y todos: ¡Viva! Segurito que la señora fue aprista allá por 1930, pues alguna vez asistí, en mi viejo Mollendo a una reunión de jubilados del partido de la estrella, y el recurso era similar: de cuando en cuando, alguien levantaba el puño y gritaba “!Víctor Raúl!”, y todos: ¡Presente! Así a cada rato, pues si alguien mencionaba de casualidad el nombre del fundador, o el Jefe, como les gusta llamarlo, automáticamente el chip programado que les insertan, los hacía decir como un acto reflejo “!Presente!”. Lo hicieron como 40 veces hasta que un borrachín de plaza que se metió joder, cuando volvieron a decir “Víctor Raúl”, gritó “¡en el chongo!”. Me cagué de la risa y nunca más regresé. Preferí ir al chongo.
Pero volviendo a la clínica, no aguanté la escena y como en mis viejos tiempos saqué mi libreta de notas, esto tenía que documentarlo. La arenga final que dio la abuelita de Margaret Tatcher era digna de groupie de Justin Bieber: “¡Viva la Clínica, viva su Director y su competente personal. Vivamos todos en esta feliz alegría!” (Por cierto, no vi por ningún lado al mentadísimo Director). Era demasiado divertido, delirante y psicoanalítico. Sólo faltaba Woody Allen.
Luego de la paraliturgia hizo un número musical un tipo ya madurito en casaca de cuero, mismo Fonzie, que no se sacaba los lentes de sol para nada. Era un hombre casi mudo, que resultó ser un exsurfista, según me contaron. Yo no le veía nada raro, salvo que se quedaba mirando la nada horas de horas. Algo, a mi entender, no tan grave. ¿Qué más puedes hacer cuando estás encerrado? La cosa es que el exsurfista se arrancó con un solo de guitarra imparable, empezando por la canción Cuando calienta el sol. Se mandó con varias canciones y el resto de internos y familiares aplaudían a su ritmo o tarareaban. Una parte de mi cretino inconsciente esperaba que cante esa letra del merengue que dice “… y el loco soy yo” de Kinito Méndez.
El caballero de la triste figura
Mientras el extablista se ganaba más fans que los One Direction, —incluido este servidor—, un larguirucho, muy alto, y elegante señor se daba palmaditas en la rodilla. Pero no seguía la tonada de las canciones, con él no era la cosa. Vestía pantalón de buzo y camisa, y se sentaba con las piernas muy cruzadas —a lo Sharon Stone— y el torso muy erguido. Expresaba un semblante indescifrable. Callaba. No lo oí hablar todo ese día (tal vez no sabía, pero falta no le hacía). Solo sus enormes y huesudas manos hacían movimientos involuntarios en el aire. Pelo plateado, rostro angosto, algo achinado. Su figura, aunque lánguida, más no su vestimenta, le daban el aire de un lucífugo conde transilvano; y si no chupaba sangre, era porque chupaba cigarrillos sin descanso. Captó todo mi interés. Me fascinaba y me hacía recordar cierto aire al místico y oscuro pianista del Marcantonio, el legendario e inmortal Coco Sattiu, con un rostro lleno de misterio. El exsurfer seguía cautivando, y otro interno que estaba a mi lado trataba de acompañar los coros, pero solo emitía sonidos guturales. Por su parte, misterioso Conde ahora hacía golpes como de karate en el aire. Ya decía yo, tenía también un aire a Bruce Lee.
Entre los internos, el más participativo era un señor del que diremos simplemente que se llamaba Daniel, de ya cierta edad avanzada. “!Bravo, hermano!”, le gritaba al exsufer guitarrista (luego me enteré de que compartían cuarto). Como cantar nunca ha sido lo mío, y menos bailar, me dediqué a comerme las empanaditas que había llevado para la ocasión.
Carrera arreglada
En esas estaba y así me agarraron con la boca llena para empezar las dinámicas de juegos, y antes de que pudiera tragar y decir “paso”, me emparejaron con Gustavito, el de los sonidos guturales, para hacer carreras de tres piernas (esas que te amarran un pie al de tu compañero). La verdad es que yo, en este tipo de juegos, me había quedado en el que creo se llamaba ‘Siete Pecados’, y en el que siempre hacía trampa. Incluso las enfermeras nos hicieron una demostración del juego y uno de los internos las miraba y de pronto dijo “estas están locas”, y rompió en risas. “¿Alguna duda?”, le preguntaron las chicas al burlón. “No sé”, contestó.
Cuando se dio la partida, descubrí que Gustavito no sólo no podía hablar, sino que también tenía serias deficiencias psicomotoras. Al abrazarlo de lado para correr, sentía todo su cuerpo temblar. Desde luego que, con nuestros diminutos pasitos de geisha, el otro equipo ya había dado tres idas y vueltas, y ya estaba analizando seriamente presentar mi carta de reclamo ante el Comité Olímpico de Juegos Psiquiátricos cuando, de pronto, toda la barra empezó arengar: “¡Gustavo, Gustavo, Gustavo…!”; y el aclamado tan solo decía: “¡Ahhmmm, ahhmmm!” Lo único que quería mi compañero, pude darme cuenta, era agarrar una de las empanaditas que traje y que le dieran su Inca Kola. Él ni sabía por qué lo habían atado a este gordito dizque revolucionario con su polo del Che. Pero la barra continuaba animándolo, y a mí también. De pronto me ubiqué en el filme Atrapado sin salida de Milos Forman. Me sentí como el indio gigante (el mismo de Orca, por si se acuerdan) que rompe la ventana enrejada del manicomio lanzando un bebedero que arrancó desde sus cimientos, y el resto de internos le hacía barra en su loca huida, valga la ironía, hacia la libertad, hacia un mundo más loco, valga doblemente la ironía, que el de adentro. Tras mucho esfuerzo cruzamos la meta y Gustavito tuvo la prometida Inca Kola, pero los dulces se habían acabado y él: ammm, ammm.
Por su parte, imperturbable el Conde Coco Sattui-Bruce Lee seguía con su rutina de sombra en Kung Fu. Como era alto y espigado, el buzo le quedaba a la mitad de la canilla, como pescador. De nuevo entraron a otras dinámicas. Esta vez estuve atento. “Paso, yo ya jugué”, le dije a la enfermera. ¿Qué hacía yo allí entre sorprendentes, y para ese momento, ya queridos y simpáticos personajes? No sabía si ya quería irme, me sentía extrañamente cómodo. Empezaba a darme miedo el mundo exterior. Los versos de Almafuerte se disipaban en mi memoria como un mensaje que recién, tras muchos años, acababa de decodificar, como los pergaminos de Melquiades: “Esta vida mendaz es un estrado / donde todo es estólido y fingido / donde cada anfitrión guarda escondido / su verdadero ser tras el tocado”.
Empezó un juego con globos y el interno más joven, que era el único un poquitín agresivo, se levantó y pincho el globo con el que la enfermera hacía el ejemplo. Sin más, se sentó en su lugar como si cualquier cosa, sin decir nada, contento de su travesura. El entusiasta David reclamó mucho en el juego de los globos, en el que había que llegar a la meta soplándolos por el aire. Lo “loco” era que reclamaba porque él no había ganado, y le dieron el primer lugar. El honesto Daniel (que era el que le hacía barra al exsurfista, su compañero), al enterarse de que este visitante era abogado, se acercó a mi muy sigilosamente y me habló al oído. Sentía su aliento más caliente que tibio en la oreja: “Eduardo, en un rato nos vemos en el jardín, que nadie nos vea”. Lo que faltaba, a la vejez viruelas, me citaba en jardín, como si estuviéramos en Verona de Romeo y Julieta. Shakesperiano o no, accedí a la cita; no quería hacerme el difícil. “Estoy acá secuestrado por mi hermana. Necesito que hables con Alfredo Bullard para que me saque”, me confesó. Me intrigó que conozca a Bullard, y le pregunté qué tenía que ver el reputado abogado. “Nada, es que lo vi en la televisión y quiero contratarte a ti y a él”, me aclaró. Le dije que vería si podía hacer algo. Me intrigo su situación, pues parecía más claro de mente, aunque me decepcionó un poco que la cita no haya sido de amor. Mi ego volvió a su triste nivel. En tanto, la escritora leyó una de sus poesías, de la cual pude escuchar algunas líneas. Gracias a Dios que no escuché todo. Aunque no es justo de mi parte criticar su obra poética: yo también tengo muchos poemas, tan inéditos como malos.
La risa, remedio infalible
Bruce Lee Sattui, Conde de Transilvania, aún no se paraba de su silla. No había dicho palabra alguna, y ahora volvía a la rutina de artes marciales, pero con palmaditas en su frente. Para este momento, el exsurfista-guitarrista improvisaba un stand up comedy con inusitada chispa para alguien que se pasa tardes enteras viendo como caminan las hormigas del jardín de la clínica. La ironía cachacienta era su fuerte. “Quiero celebrar que Karina ya se va”… “ya se va acostumbrando”. Me contaron luego que Karina llevaba como 10 años de internamiento. “Y Gustavito (mi compañero del juego de las tres piernas) ya va a salir”… “ya va a salir de su cuarto”. Es decir, full humor ácido exhibía. Prosiguió con unos chistes un poco colegiales, básicamente sobre “los colmos”, pero dos de otro tipo me sacaron sus buenas risotadas “Un gallo piso a una gallina”. ¿Por qué?, preguntamos todos. “Es que no la había visto”. Todavía no lo entiendo bien, pero aún me da risa. El otro chiste decía: “En una semana perdí 70 kilos… me divorcié”.
El exsurfer-guitarrista-comediante estaba realmente al nivel de Adal Ramones. Salvo que luego de sus números artísticos se quedaba mirando al vacío o a las hormigas del jardín, yo lo veía bastante normal. De muy buena gana me lo hubiera llevado a probarlo en la televisión.
Siguió luego una dinámica de preguntas de cultura general. Ah no, esto sí que no, ya empezaban con el rollo de aquellos programas tipo Combate y Esto es Guerra. Acá ya se iba a acabar mi romance con mis nuevos amiguitos, pero sus respuestas me sorprendieron. El enfermero que dirigía este juego pidió citar lugares turísticos del Perú y todas las respuestas eran coherentes, hasta que mi amigo secuestrado, y ahora mi reciente patrocinado legal, Daniel, citó el nombre de un lugar que nadie conocía. Dejó al enfermero con cara de desconcierto. “¿Eso queda en el Perú”, inquirió. “¡Pero claro! Si sale en la película que hemos visto contigo”, le espetó. Le faltó agregar “so huevón”. El enfermero trató de disimular el ridículo en que lo habían hecho quedar, y pasó a la pregunta de personajes famosos. Tenían que mencionar nombres de personajes de la historia peruana. “Ayar Baca”, dijo el exsurfista, comediante y guitarrista, y ahora historiador. El enfermero quedó más confundido que con la otra respuesta. “Es la esposa de Túpac Yupanqui”, explicó el exsurfer. Lo cierto es que, según la Wikipedia, la firme fue Mama Ocllo —homónima de la gila del inca fundacional, Manco Cápac—, aunque cabe la posibilidad de que haya sido el nombre de una las concubinas; sin embargo, el enfermero no quiso indagar más y pasó a preguntar por nombres de frutas. “En esta no me la hacen”, pensaría, pues ya lo estaban agarrando como a la profesora de Jaimito. Ahora pidió que le dijeran nombres de frutas que conocían. “Ciruela chilena”, mencionó un interno, y le pasó el turno al exsurfer-guitarrista-comediante-historiador, sabiendo que ya no quedaban muchas opciones. “Ciruela peruana”, contestó a boca de jarro. Listo, el enfermero era más huevón que el Chavo… y fumando grifa, como decían en el barrio.
La hora del lonchecito en la clínica psiquiátrica
Alguien se había tirado un pedo, y ya estaba bueno de juegos. Me disponía a partir. Había hecho muy buenos amigos, y me emocionaba el cariño y dedicación con que el personal trataba de hacer felices a los internos, sustraerlos del encierro y la rutina, y volverlos a la realidad cancelada. Había socializado mucho más con ellos que gente supuestamente sana, la que me produce pánico y hasta asco en muchos casos. Sin embargo, mi invencible vicio por la soledad y mi incipiente agorafobia me pedían que regrese a la seguridad de mi cueva, a la irrestricta libertad de mis cuatro paredes.
En esas estaba cuando un argumento inapelable me retuvo un poco más: “Nos van a dar pollito a la brasa”, me dijo Daniel, el anciano secuestrado. Y, además, quiso darme 300 soles como adelante por mis servicios legales para iniciar su proceso. Aunque estaba un pococorto de fondos, le expliqué que no era necesario, que ya luego le pasaría mis honorarios. “No quieres que te dé aunque 100 soles para que contrates a Alfredo Bullard”, insistió. Si este inocente hombre supiera lo que cobra el buen Alfredo, pensaría que el loco es el abogado. De ahí pasó a contarme que quería registrar un invento con el que se haría rico, y cuando me lo explicó comprendí entonces que, en efecto, algo en su cabeza no andaba como la sociedad espera de nosotros que anden las mentes. Y cuando eso pasa, cuando le quieres dar la contra a ese ente que se llama “sistema”, dos caminos te esperan: la cárcel o el manicomio; o en el mejor de los casos, el aislamiento voluntario, el que yo escogí por la época en que visité esta clínica. Cuidado, pues, con los sueños, que aunque no cuestan nada valen mucho más (como el slogan del Trome). Con todo, Daniel me pidió mi libreta de notas y me hizo la anotación, a manera de declaración para algún juez.
Así, con el argumento del pollo a la brasa y mandando al diablo a la dieta del Dr. Dukan —que hacía por esos años con un libro que compré—, me quedé para el almuerzo. Una silla quedó vacía a mi lado, y en la siguiente se sentó nada menos que el Conde Sattui Bruce Lee. Brazos cruzados, espalda recta, cara angulosa. Pese a la elegancia de sus facciones —bastante simétricas—, que lo hacen un hombre apuesto, la seriedad general de su rostro compite con la del ruso que peleó con Rocky. Por seguridad, supongo, los cubiertos eran de plástico, por lo que más bien temí que agarre mi lápiz y lo introduzca en mi ojo. Tan solo prejuicios míos. En el fondo aquel tipo debía ser un buen hombre. Más allá de sus movimientos de karateca imaginario, no tenía por qué sospechar y temer de él más de lo que podría hacerlo de un cura cubierto por la Iglesia (con muchos mayores elementos de juicio y evidencia para temerlos).
Estaba comiendo mis papas fritas con verdadera pasión cuando escucho con mi oído siniestro un alarido de muerte. “¡Maaaaa!” Era Bruce Lee. Ahora sí, hasta acá llegó mi gorda existencia. Mi vida entera pasó ante mis ojos (dormir, comer, ver Los Simpson y harto porno). Me imaginé acabando con el cuello roto como Chuck Norris contra Lee en El regreso del dragón.
Ya había cerrado los ojos para aguantar el golpe, cuando una elegante dama entró al comedor. Caminaba con garbo en dirección hacia el Conde Sattui Bruce Lee. Era su madre, a la que había llamado con su grito. Se le veía mucho más joven que él. Se sentó entre nosotros. Cada movimiento de la señora era muy calculado, con modales refinadísimos. Qué dedo meñique ni qué vaina, de casta le viene al galgo, no se aprende leyendo. Bruce Lee, en cambio, empezó a comer un poco como niño travieso y subió un pie en la silla. Su madre le llamó la atención, y el conde karateca dijo “pero maaa…” y se quedó largo rato con la jeta estirada. Sensible había sido. Mis modales para comer tampoco eran de las mejores que digamos, creo que era yo el que peor comía. Mi escasa vida en sociedad ha hecho que pierda ciertas maneras. Hasta casi me atrevo a pedirle su alita a la brasa a la señora del costado, que la había dejado, por las que tengo un vicio enfermizo, y la verdad que estaban bien crocantitas.
Es más, al ver como dejé pelados los huesos del pollo, la elegante señora me hizo la conversa. “Horacio también los deja así cascados”, me comentó. Así que Bruce Lee se llamaba Horacio. Me contó que ya llevaba 25 años internado. Que toda la infancia fue un chico normal, y recién en la adolescencia empezó a manifestar reacciones irracionales. Horacio balbucea, como Gustavito. No comprendo qué dice, pero su madre le entiende a la perfección y le da las galletas del postre a la boca. La elegante dama no lo dice, pero carga alguna culpa. “Así son estas cosas, señor. Nació con el cordón umbilical enrollado en el cuello y eso lo afecto y se manifestó con los años”, me explica sin que se lo pregunte. ¿Quiere excusarse?, ¿quiere justificar a Horacio?, ¿quiere asumir ella alguna culpa? No sé qué decirle.
Sigue la señora, sigue sin que yo se le pregunte: “Hace un tiempo lo quise sacar. En el carro empezó a gritar que quería irse a casa. Pero cuando llegamos a mi casa decía que allí no era, quería volver a la clínica. Esta es su casa”. Tan solo asiento. Esto es como dar un pésame, uno no halla las palabras precisas. “Sabe, señor, él es bien tranquilo, solo me pide su cigarrito”, y le alcanzó a Horacio uno para que se vaya a fumar. Como poder decirle que era eso lo que llaman amor de madre, 25 años ininterrumpidamente visitando a su hijo a diario, decenas de años buscando una razón, inculpando a ese maldito cordón umbilical. Cómo poder decirle que tal vez Horacio no comprenda nada lo que ella hace. Me acordé de un relato de Capote sobre Marilyn Monroe cuando ésta le pregunta que diría sobre ella, y Truman contesta “diría que eres una adorable criatura”. Sí, era una gran respuesta, precisa, decirle que Horacio es una adorable criatura. “Sabe, señor, hay que aceptar lo que Dios ha querido”, hace una pausa, “quisiera tenerlo en casa, pero esta su casa”. Ahora es cuando: “Sí pues, una vaina seño”. No me salió la planeada respuesta. Pero en honor a la verdad, una vaina lo del malhadado cordón. Y Horacio, que tiene un apetito de naúfrago, se come un pedazo enorme de torta en tres bocados y se refriega las manos maniáticamente. Busca aplanar sus nudillos, que el reverso de sus palmas quede al ras. Como estoy ante una dama elegante, pido permiso para retirarme, no tengo más que hacer ahí. Es mejor que madre e hijo aprovechen la visita.
Me puse de nuevo la casaca para irme y oculté al Che Guevara. Antes de partir, Daniel, mi nuevo cliente, me recordó su caso, y me adelantó la sentencia: “Hey, Eduardo, yo no estoy acá por loco, estoy por imbécil”. Hoy que escribo esto y que han pasado algunas semanas de esa visita, prendo la tele para ponerme al día con los noticieros dominicales: narcoindultos, repartija, ejecuciones extrajudiciales, el asesinato de Myriam Fefer, audios chuponeados, pandemia de gripe mortal, médicos en huelga… el Perú, en suma. También, lo bueno, lo que no sale, pero que nosotros sabemos. ¿Quién, finalmente, está loco? Una celebérrima definición sobre la locura, adjudicada supuestamente a Einstein, señala que ésta es hacer siempre lo mismo y esperar resultados diferentes. Apago la tele y me pongo a rematar este texto. Seguimos haciendo lo mismo, Perú. Seguimos estando locos. Quiero regresar con Daniel, Gustavito, Horacio-Bruce Lee, el exsurfer, la escritora terrible… Extraño estar cuerdo, los extraño a ellos.
Por: Eduardo Abusada Franco
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