Rainer María Rilke, el gran poeta que nació en 1875 en Praga, en los tiempos del Imperio Austrohúngaro, y que murió de leucemia, en 1926, tributó a la rosa el homenaje de su propia vida. Cuenta la leyenda que su estado de salud —estaba enfermo de leucemia— se agravó por el pinchazo de una espina de alguna rosa que había cortado del jardín para regalar a una amiga. Era un hombre hipocondriaco, pero al mismo tiempo aventurero, itinerante. Hizo paradas en donde pudo y en donde alguna mujer se dejó amar y lo amó: San Petersburgo, Estocolmo, Florencia, Roma, París, Ginebra, Capri, Duino,Toledo …
A los 21 años se enamoró de Lou Salomé de 31. Ya antes lo habían hecho Nietzche, Freud y Mahler. Con él, ella tocó el cielo que, con sus brillantes contemporáneos, sólo había divisado desde lejos. Equívoco e irreverente escribió: “El amor vive en la palabra y muere en las acciones». Al lado de Marie von Thurn und Taxis escribió sus famosas Elegías del Duino.
Pero la rosa era su símbolo, su amada, su cenit, su nadir. A ella le dedicó los más hermosos versos de la lírica alemana, un conjunto de poemas en los que logra que, como Paracelso en su atanor, esa rosa, la única, resurja de las cenizas. “Una sola rosa es todas las rosas/ y es ésta: el irreemplazable, / el perfecto, el dócil vocablo, / que encuadra el texto de las cosas. /Cómo lograr decir sin ella / lo que fueron nuestras esperanzas, / y las tiernas intermitencias/ en nuestro incesante partir.”
Rilke se casó con la escultora Clara Wethoff pero su matrimonio duró muy poco. Pasó sus últimos años en el castillo de Muzot. Murió de leucemia el 29 de septiembre de 1926, a los 51 años. Lo enterraron en un cementerio cercano y en su lápida pusieron el epitafio que él mismo había entregado: “Rosa, oh contradicción pura en el deleite / de ser el sueño de nadie bajo tantos / párpados». La rosa de sus desvelos e ilusiones lo acompañó hasta el fin sin marchitarse.
Y lo hizo porque estuvo predestinado para ella. “Amiga de las horas en las que nadie queda, / en que todo se niega al corazón amargo; / consoladora cuya presencia atestigua / tantas caricias que flotan en el aire. / Si renunciamos a vivir, si renegamos / de lo que era y de lo por venir, / ¿pensamos, acaso, lo bastante en la insistente amiga / que a nuestro lado cumple con su labor de hada?”
A esa hada, el poeta le escribió: “Todos cuantos te buscan te tientan. / Y quienes te encuentran te atan / al gesto y a la imagen / Yo, en cambio, quiero comprenderte / como te comprende la tierra / con mi madurar madura tu reino”.
A las rosas de las casas y de los escaparates les escribió: “Te ponen en un simple jarrón / y he aquí que todo cambia.” Como cambian los muertos de mi vida, cuando miro ahora esa rosa blanca en el centro de mi mesa.
Por: Jorge Alania Vera
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