Son famosos y admirados. Los niños quieren ser como ellos. Escriben libros sobre sus vidas para un pueblo que los quiere e idolatra (a los que juegan excepcionalmente bien), y a algunos, hasta se los endiosa. Los futbolistas geniales son capaces de poner de pie a naciones enteras. Sin embargo, en muchos casos, no es solo su juego lo que nos maravilla, sino sus vidas de vértigo fuera de las canchas. Y se les perdona todo. La impunidad de los dioses de carne, hueso y fútbol. Garrincha, George Best y Paolo Rossi.
Por: Eduardo Abusada Franco
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Garrincha, la alegría de pueblo
Su documento de identidad ―cuando lo tenía, pues no era raro que lo empeñara― decía que se llamaba Manuel Francisco dos Santos; pero como todo brasileño, se lo conocía por su sobrenombre, Garrincha, nombre de un ave fea y veloz, aunque la gente que lo adoraba gustaba llamarlo Mané o La alegría del pueblo. Este hombre vino fallado de fábrica. Nació con una distrofia física: tenía la pierna derecha seis centímetros más larga que la izquierda. Sin embargo, la otra, no la izquierda, sino la del medio, medía, según su biografía Estrella solitaria escrita por Ruy Castro ―libro de cabecera del presidente Lula―, la enormidad de 25 centímetros. El dato fue corroborado por un juez cuando sus herederos demandaron al biógrafo. Será por eso que tuvo 14 hijos, aunque según la wiki, que a veces acierta, llegó a tener 30 hijos a lo largo y ancho del Brasil, nación que lo idolatró en los mundiales de Suecia 58 y Chile 62, y luego lo olvidó.
Lo suyo era un endiablado pique corto, la finta, la gambeta. La pierna corta colaboraba con la sana para realizar esa maniobra “extraña” que hacía tan complicado marcarlo. Con la misma velocidad que lucía en las canchas consumió su vida: murió a los 49 años destruido por el alcohol, las juergas ―era un habitué del Carnaval del Río, que solía cerrar― y las mujeres con las que derrochó torrentes de dinero. Ya en la pobreza, en una entrevista, le pidió dinero prestado a Pelé, con quien nunca se llevó bien.
Y sin más se fue, tan rápido como su dribling.
Los pecados de Paolo Rossi
Nació con el estigma del gol. A los 11 años ya era delantero profesional. Era uno de esos hombres de área a los no se le pasaba una: pelota que le llegaba bien servida, pelota que iba a parar a las mallas. Tampoco se le pasó una que le puso una mafia de apuestas mientras jugaba en el Perugia en 1980, luego de haber participado en el Mundial de Argentina ‘78, en lo que se conoció como el celebérrimo Caso Totonero. Aunque de mente ágil en el área, no pudo pensar con claridad y, según la policía italiana, aceptó “echarse” en algunos partidos arreglados por la mafia de apuestas clandestinas. Fue suspendido 3 años del futbol profesional, pero apeló y la sanción se le redujo a dos, sino se quedaba sin jugar el Mundial de España 82.
Se le creía acabado tras esa para, pero el legendario entrenador Enzo Bearzot lo convocó contra un mar de críticas. El zorro pierde el pelo, pero no las mañas; y el cazador Rossi, pese a un estado físico deplorable, le encajó tres dianas al Brasil de Sócrates. Ese año el escándalo le tocó otra vez la puerta al atribuírsele una relación amorosa con su compañero de equipo de sugerente nombre, dado el caso: Antonio Cabrini. Sea por amor o por talento, igual salió campeón y resulto escogido el mejor jugador de la Copa. En su biografía He hecho llorar a Brasil narró que jamás cometió ningún delito y presentó testigos diciendo que se le acusó falsamente. Luego tuvo un negocio inmobiliario, fue comentarista deportivo, y de tarde en tarde lo visitaba la nostalgia de la gloria.
George Best, una botella en las manos y una pelota en los pies.
Una vez le preguntaron qué había hecho con la fortuna que ganó al encontrarse sin dinero, una vez más enfermo por el alcoholismo, y George Best contestó: “Gasté mucho dinero en licores caros, autos veloces, y mujeres hermosas. El resto lo derroché”. Así resumió su vida el chico de Belfast. Y en verdad así fue.
Rebelde desde su infancia en una Irlanda del Norte católica, sacaba ronchas a los mayores enarbolando símbolos protestantes. Jamás le importaron las normas, vivía su manera y así murió a los 59 años. Su hígado, azotado por el alcohol pidió cambió antes de que acabe el partido, y le hicieron un trasplante en 2001. Cuatro años después, su cuerpo, maltratado por las drogas, acabó el partido pidiendo la hora.
Nunca jugó un mundial, pues cuando su país clasificó para el Mundial de España 82, el habilidoso Best, con tan solo 36 años, ya estaba muy agotado. Sin embargo, fue venerado en el Manchester United, formando junto a Sir Bobby Charlton y Denis Law la llamada Santísima Trinidad del fútbol.
Muchos criticaban su vida, pero el mundo entero adoraba su juego. Incluso las mujeres, quienes sucumbían ante sus ojos celestes, su sonrisa de la palomilla y ese hoyuelo en la barbilla que le daba aires de niño bueno, llenaban los estadios para ver al Quinto Beatle, como también lo conocían por su estilo desaliñado. Es más, se le adjudican en su palmarés romances con siete Miss Mundo, pero él, caballero al fin y al cabo, sólo reconoció tres. “No mueran como yo”, fue el mensaje que escribió al irse.
Por: Eduardo Abusada Franco
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