Para Víctor Patiño
1.
De Coco Sattui nunca supe si vivía o era un cadáver exquisito. En realidad, jamás descubrí si era un ser de este mundo, pero en aquel tiempo, quienes lo observaban rondar, casi levitando, por las sendas del barrio de Santa Beatriz —hermético y enigmático— como una auténtica criatura poseída, no dudaban de aquella advocación: es un guardián de las tinieblas, decían.
Una crónica de Eloy Jáuregui
Coco Sattui o Jacques Satui, libre en el tiempo y en la edad, era el ser más extraño que vi en mi vida. Y ahí, frente al negro piano de cola del recordado bar Marcantonio de la avenida Arequipa, con sus largos dedos como un manojo de claveles brillando en los orificios de la noche, Satui, con sus ojos ardientes y sus cabellos de osadía, se amancebaba con los infortunios de la virtud cual albacea de la eternidad y casi como un cancerbero del caudal sagrado del misterio.
Era todo un personaje limeño, y así lo entendió Guillermo Thorndike, el director del periódico Página Libre donde trabajaba ese 1990. Y que también de la nada exigió que me deje de cuatro cosas y cojudeces y que lo entrevistara aunque me llevase el demonio. Uno que no creía en fantasmas ni en aparecidos, de pronto estaba frente a ese guardián del espanto. Yo sabía su bitácora de viaje, sus estaciones y anclajes. Por eso orando a todos los santos, llegué pasada la medianoche al sitio. En una mesa del Marcantionio, contra el surtidor de su mirada abismal y profunda, Coco —o Jacques para sus íntimos— Sattui, sin aviso me esperaba todo él abstraído en su hermético dispensario estelar. Luego, su presencia y sus luces malignas me obligaron a suplicar urgente a Torcuato —el mozo que jamás tuvo perfil— un vodka tonic.
“Maestro, estoy terriblemente solo frente a un horizonte privado, sencillamente impenetrable”, recuerdo que le dije aferrado a un diente de ajo debajo de la mesa. Satui aspiró el humo de su extraño cigarrillo que le otorgaba una grandeza siniestra, observó tenso el techo gótico y volvió a su eterna contemplación.
Estaba fastidiado, lo noté en sus pestañas como flechas disparadas al más allá. Clavó su mirada sobre mis anteojos de carey y sus labios conchoevino se alargaron efímeros para luego sentenciar con su voz inconfundible en los ecos del más allá: “Cuando niño, una de mis abuelas —cierto, él desgarraba las frases—, aquella que se casó cuatro veces y hasta tuvo amores a porfía con un diplomático húngaro, una noche de verano me alzó para el beso de la despedida a la fría tía Margaritte que se hallaba depositada en su ataúd pirograbado. Ella dijo que era perentorio besarla para que su alma ligue sus goznes con el gel de la perpetuidad. Cuando me acercaron para el último beso, la tía Margaritte abrió los ojos y mi abuela quedó perennizada ahí mismo, pegando tal grito que se le ablandaron sus dedos y me dejó caer sobre el cadáver. En realidad quedé atrapado para siempre de la muerte. En los ojos de mi tía descubrí dos abismos profundos, los más oscuros, los más sombríos. Eran evidentemente los ojos del infinito”.
2.
Sattui lucía un collar, la tabla esmeralda del dios Osiris y un impresionante anillo de una madera extraña. Los parroquianos lo saludaban con reverencias y oblaciones, sólo así murmuraban sus pasiones subterráneas. Así también lo recordaban aquellos que lo vieron en el Negro-Negro, en el Versailles, en el Viena, antros de la Lima decadentosa y almibarada en el lugar sin límites. Y era rosacruz y mantenía correspondencia con sectas de California. ¿Y su relación con las sectas satánicas?, le pregunté agarrando por lo bajo mi crucifijo de plata. No se inmutó. “De eso no se habla”, me rechazó de plano, y agregó: “¿Sabe una cosa? El demonio está en la persona. Somos ángeles y demonios según uno quiera hacerse eterno”.
Sin solemnidad yo apuré un largo trago. ¡Qué diablos¡, me dije, estoy frente al enigma nacional, el gran misterio del país, un tipo solitario y final. Satui pidió un café y sal y habló simplemente para la perennidad. Había conocido el Palais Concert, aquel templo santa sanctorum limeño de los locos años veinte. Dice que era grandioso, que las meriendas eran divinas, ¡Qué canapés! ¡Qué de elegancias almidonadas a las hebras de la eternidad!
Dijo que le interesaba más Confucio que Wolfang Goethe. “Recuerde que Confucio —me dijo— enseñaba con esmero: No olvides de enviar mi espíritu a través del infinito, para el misterio de la vida descifrar”. Hizo un silencio cómplice con los vidrios sin tiempo y, al retornar lentamente su idea insistió: “soy por igual infierno y cielo”. Yo lo imaginé correctamente en una mesa de aquella taberna de la república de Weimar, leyéndole la palma de la mano al mismísimo doctor Fausto en presencia de Asmodeo, desafiando las leyes universales del espíritu inmarchitable.
De pronto abrió en extremo sus ojos amoratados y confesó que “los elementales” habían infectado su casa por un periodo sin días. ¿Los elementales?, me pregunté yo cada vez más acojudado. “Sí —me dijo—, son larvas astrales que jamás han nacido y pugnan por salir a la luz”.
Después Satui se explayó y dijo que cierta vez les hizo creer que se hallaba dormido. Y fue más allá: “Son como unas caritas con un crespón en la cabeza y unas aletas en los costados”. En otras oportunidades, de pronto sentía que lo solicitaban, pero que lamentablemente no tenían lenguaje, aunque sabían interferir ciertas comunicaciones con otros “iniciados”.
3.
Sattui era un hombre delgado de enorme estatura, y cuando hablaba era más alto todavía. Vivía solo en un segundo piso de una casa de la Avenida Arenales que bien podía ser un museo y donde apenas las cortinas dejaban pasar la luz de la mañanas. Un piano lo acompañaba por los brumosos senderos del destino, también adosada a las paredes enchapadas en un hollín de sepulcro pendían pinturas de extraña factura y objetos que el tiempo había grabado en las bóvedas sonoras del sentido profundo. Eso lo supe después, cuando me inicié en las sendas oscuras de la luz.
Con frecuencia realizaba sesiones de ocultismo en su casa y convivía con ‘los elementales’. Aseguraba que ellos se alimentaban de su energía, de sus fuerzas vegetales, animales, minerales y humanas. “Los elementales —contaba— tienen divisiones y subdivisiones y pueden ocupar con facilidad el plano físico; además, tienen fijaciones sexuales, es lo que más les atrae”. Satui poseía incluso un enorme repertorio de literatura sobre la materia y sabidurías colaterales que le otorgaban una jerarquía inexpugnable propia del averno. “¿Usted vio El bebé de Rosmery? —me preguntó—. Bueno pues, ahí con claridad de detalles se explica la influencia de los elementales”.
Aquel mundo de la magia y el ocultismo descubría en la voz de Satui un conjunto de fenómenos que bien podrían llamarse iluminismo, esoterismo o teosofía; ideas que desde la noche de los tiempos atraían a tirios y troyanos. Ora el maestro hablaba de las logias herméticas, ora de los cometas que vienen en ayuda de las almas rezagadas y ayudan a impulsarlas hacia la luna donde se realizaba su reencarnación ardorosa, simétrica e impostergable.
Las ceremonias que organizaba Coco Sattui eran famosas en todo Lima. Extraño para todos aquello de ser iniciado en las artes del misterio. Fue guía de una pléyade de selectos fieles a los cultos secretos de las revelaciones. La mántica, la magia y hasta la alquimia. De repente, Satui, inspirado, se levantaba y avanzaba hacia el piano, luego interpretaba el Vals Brillante de Chopin y se quedaba quieto, como un poseso.
4.
“Soy adorador de la Luna –me explicaba- y del signo Tauro, que es un signo catalizador, muy seguro; estoy pegado a la Tierra y a sus objetos, los de Tauro vivimos tiranizados por Venus”. Pero a Coco lo tiranizaban también otros asuntos: los enigmas del mundo, las profecías, la cábala, la parapsicología, la telepatía, las pirámides, las líneas de Nasca, las profecías de San Malaquías, el libro de San Cipriano, el Rig-Veda, los upanishads, el conocimiento de Zoroastro, de Hermes Trimegisto y,por supuesto, el Libro de los muertos.
Y vivió por temporadas en Barranco, en Miraflores. Fue amigo de Raúl Porras Barrenechea, quien frecuentaba su casa, del mismo Martín Adán, admirador de su técnica en el piano, y fue testigo de largos paseos por la alameda José Pardo en Miraflores, de almuerzos en el Solari. Sattui jamás confesaba su edad y sus íntimos contaban que para mantenerse joven tomaba baños de leche con flores y ruda, y como el conde de Saint Germain, a quien nadie vio jamás comer, era el hombre que nunca había nacido y, por lo tanto, era absurdo que muriera.
–¿Y usted le teme a los muertos? –le pregunté desde el mundo de los vivos.
“Nunca —respondió fastidiado—, aunque hay espíritus fantasmas que te producen terror. Uno siente que de pronto te aprisionan, que te hacen girar en tu cama, que te anulan las facultades. Entonces hay que invocar a tus padres, que siempre son espíritus superiores. Esas emociones intensas quedan plasmadas en los objetos, en los ambientes. A quienes somos terriblemente sensibles, estos ‘accidentes’ nos marcan para siempre”.
–Por qué hablar de otra vida, si sólo hay una, se preguntaba Louis-Claude de San Martín —dijo Satui y añadió— sin este fondo no es válido, pues el fondo, como la tiniebla divina, no tiene fin.
La otra noche, frente a lo que fue el Marcantonio del ahora Centro Comercial Risso en Lince, en el umbral dorado de la leyenda del sueño, esa fianza del hombre cargado de astros, ahí lo recordaba correctamente solo. Lo cierto es que nadie sabe si sigue vivo o está muerto. Ahora ya no importa. Yo pongo el silencio de su dignidad con óleos quemantes y su punto final. Y en ese instante y desde las brumas apareció, me hizo una reverencia y se esfumó elegante sin tiempo y sin edad de donde vino, del más allá.
Una crónica de Eloy Jáuregui
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