En el texto El Milagro Secreto de Borges, Dios le da un regalo al dramaturgo checo Jaromir Hladík, arrestado por las tropas alemanas después de la caída de Praga y condenado a muerte. “Un año entero había solicitado de Dios para terminar el más importante de sus dramas; un año entero le otorgaba su omnipotencia. Dios operaba para él, un milagro secreto: lo mataría el plomo alemán a la hora determinada, pero en su mente un año transcurriría entre la orden y la ejecución de la orden.”
Nadia Kimorov era una mujer un tanto extraña. Nació y vivió en Novosibirk, en donde llegó a pertenecer a su ballet considerado el más grande de Rusia, superando, incluso, al famoso teatro Bolshoi de Moscú. El poeta Alexander Izquisencko la conoció en esa época y tras unos meses de charlar y pasear juntos, se enamoró profundamente de ella.
El amor no era recíproco. Ella por cierto lo admiraba y apreciaba, pero no sentía la más mínima atracción por él. Izquisencko, en cambio, vivía feliz pero sin duda atormentado por ese amor aciago. Aunque el poeta frisaba por ese entonces los 50 años, Nadia era, en verdad, su primer amor. La esperaba todas las noches en las afueras del gran teatro, a veces apenas para saludarla. Ella, que intuía lo que pasaba, solía mirarlo no con ternura sino con compasión. Decidida a ser la mejor bailarina, en ocasiones salía muy tarde y en esas circunstancias aceptaba que la acompañara a su casa y recibía con gratitud chocolates y en alguna oportunidad flores. Faltando dos cuadras para llegar lo despedía con amabilidad pero sin afecto evidente.
Abochornada por ese amor, Nadia decidió, con el tiempo, regalarle un día entero como el Dios omnipotente había hecho con Jaromir Hladík en el texto de Borges. No le permitiría tocarla pero sí decirle lo que quisiera. Él se explayó en declaraciones y logró que ella lo acompañara en el tren durante varias horas, mientras le escribía poemas en un cuadernillo que llevaba expresamente para el caso. Al llegar la noche, Nadia lo despidió diciéndole que podía soñar con ella.
En su casa, Izquisencko, se propuso hacerlo. La vería bailando con sus ballerinas escarlata y después pidiéndole que le hiciera el amor y lo acariciara con ternura infinita. Estaba por conciliar el sueño, cuando dos certezas lo removieron de pies a cabeza: nadie puede soñar con lo que quiera y no hay amor verdadero que no se crea inmortal. La primera lo persuadió de que los sueños no son de nadie sino de Dios. La segunda, que para probarlo debía hacer algo fatal.
Así como Jehová le regaló un año entero a Jaromir Hladík, Nadia Kimorov, una semidiosa trigueña de las estepas siberianas, le regaló un día entero al poeta ruso Alexander Izquisencko. Ambos sin duda fueron felices, como nunca antes, en ese lapso. Al cabo del año, las balas alemanas acabaron con la vida de Hladík, al igual que al cabo del día, una sola bala pero disparada por mano propia, lo hizo con la de Izquisencko, que se mató la mañana del 19 de agosto de 1929.
Por: Jorge Alania Vera
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