Creo que fue en una entrevista a Alfredo Bryce, en que el escritor dijo: “Escribir me salvó de la locura”. Aunque no recuerdo exactamente quién dijo ello, con el tiempo he hecho mía la idea, adaptándola a mi vida. Así, puedo decir, con bastante seguridad: “El cine me salvó de la locura”.
Terminaba atrasado mi carrera de Derecho, pero no tenía título ni trabajo ni prácticas pre profesionales. Mi papá batallaba contra un largo cáncer, producto de fumador impenitente. Yo lo cuidaba, llevaba al hospital, veía el tema de su seguro, análisis y todo eso mientras, supuestamente, hacía mi tesis. Una tesis siempre inconclusa. Tenía casa y comida, pero ningún ingreso significativo; solamente, a veces, recibía algo por un artículo pagado como freelance en alguna revista. Con las monedas contadas, haciéndose inacabable la tesis, viendo el deterioro progresivo de la figura paterna, mi vida iba sin mayor derrotero. Tampoco me gustaba mucho mi carrera de Derecho en ese entonces.
La fluoxetina se convirtió en parte de mi dieta diaria. La depresión iba ganando mi espíritu. Pero algo la contuvo o le dio pelea. Mi alicaído bolsillo solo me permitía una diversión, una distracción muy constante. Como tiempo libre sí tenía, empecé a ir al cine casi a diario. Como iba tanto a los cines comerciales, empezando por los martes que era más barato, acumulaba puntos, descuentos y entradas gratis. También iba a los cines más económicos, cineclubes o funciones gratuitas. El cine del Centro Cultural PUCP, el cineclub La Ventana Indiscreta de la Universidad de Lima, el cineclub del CAFAE, el del Centro Cultural de España, el Cine Ricardo Palma de la Municipalidad de Miraflores, etc. Entre el circuito comercial al que más acudía era al Cine Pacífico, que me queda a unos minutos a pie.
No le hacía ascos a ninguna película: de animación, comercial, terror, cine arte, cine independiente, mis amados westerns, el inolvidable cine italiano (Cinema Paradiso y Nos habíamos amado tanto siguen proyectándose en el écran de mi memoria). Adquirí un vicio. Ya no podía ver películas por televisión, solo en una sala de cine; siempre que no implique sentarme demasiado adelante. Mi otra norma era mirar las películas peruanas en su primera semana de estreno, y tratar de no hablar mal de ellas, por malas que fueran. Y las había varias malas; como también algunas muy notables, como Contracorriente y Paraíso, que merecen mayor recordación.
A su vez, guardo un especial cariño por el cineclub que más me gustaba, el Cinematógrafo de Barranco, en la calle Pérez Roca, con sus butacas y pisos de madera, reteniendo el polvo de los años y de los viejos cinéfilos. Era como si las escenas bailaran en el aire de ese viejo lugar. Ya no funciona. Solo queda el bonito letrero y la fachada. Allí me enamoré de los autos deportivos clásicos como el Dodge Charger viendo ‘Vanishing Point’ y tuve los pelos de punta siguiendo el trabajo suicida de unos viejos camioneros franceses en ‘Le salaire de la peur’. Conocí también el cine de terror italiano y el existencialismo alemán.
Al paso de los años, mirando el camino curvado y recorrido, caigo en la cuenta que esa, aún con solo unos soles en la billetera, se convirtió en una de las épocas más felices de mi vida. Tenía abrigo y comida, no necesitaba más. Dormía sin mayores preocupaciones que el recuerdo de los films que veía. Dormir tranquilo, sin pesos en la conciencia, era otra fórmula para ser feliz.
El cáncer se llevó a papá cuando ya logré titularme y a poco de ser un abogado oficinista estresado en el sector público. Ya no había tiempo para ir al cine. Pero al final, siempre nos quedó París (y Polvos Azules… y ahora las plataformas de Internet).
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