La semana pasada fui al teatro a ver la obra de teatro Monstruo de Arméndáriz, bajo la dirección de Malcom Malca. Él, junto a Sebastián Eddowes, y con la colaboración del famoso abogado Alfredo Bullard, adaptaron este célebre caso judicial-policial para el teatro. No quiero referirme tanto a la dramaturgia en sí, de la que conozco poco; sino que quiero recordar un poco este celebérrimo proceso, que ilustra muchas de las injusticias que aún se mantienen vivamente en nuestro país. En tal sentido, la puesta en escena recrea con bastante acierto las arbitrariedades que se cometieron en este juicio o, para ser sinceros, ejecución de inocente entre la prensa y el Estado.
Las cosas claras. Nunca hubo crimen. Jorge Villanueva Torres, un ladronzuelo de poca monta, habitaba una covacha por la quebrada de Armendáriz, entre Miraflores y Barranco, por donde fue encontrado el cuerpo maltratado de un niño de menos de 4 años de edad en 1954. Al tipo, conocido por su mala vida, se le acusó con celeridad de ser el autor del crimen. Supuestamente el niño también había sido violado. El caso prendió sin demora en las páginas policiales y portadas de la época, con lo que Villanueva fue conocido para el resto de la poca vida que le quedaba y para siempre en la muerte, como ‘el monstruo de Armendáriz’.
Hoy sabemos, al paso de los años, y apaciguada la sed de sangre de los personajes de la época, que no existió violación sexual ni que el niño fue asesinado. Lo más probable es que haya sido atropellado por algún auto que se dio a la fuga. No obstante, la pacata sociedad de Lima necesitaba un culpable. Villanueva Torres, un hombre de raza negra, violento, y con antecedentes poco santos, conocido como ‘Negro torpedo’ en el bajo mundo, era la cabeza de turco perfecta para una sociedad racista y clasista.
Las pruebas con que se le acusaron a Jorge Villanueva hoy no resistirían el menor análisis jurídico. El juicio se volvió muy mediático. Grupos de señoras católicas, congregadas en una asociación llamada ‘Acción Católica’, marchaban pidiendo —“extraño” cristianismo piadoso— la pena de muerte para el pobre hombre. Como suele suceder, el fanatismo religioso, aquel que no requiere de pruebas ni evidencias —»dichosos los que creen sin ver»— se impuso sobre los hechos. El miserable acusado solo tenía defensor de oficio. Las únicas pruebas en su contra eran: 1) la circunstancia de que el cadáver fue encontrado cerca de donde vivía Villanueva y, 2) el testimonio brumoso de un turronero, de nombre Uldarico Salazar, quien dijo que vio a Villanueva con el niño y que le compró un turrón. Y lo probaba con una moneda de 20 centavos que le habría dado Villanueva, como si fuera la única moneda de 20 centavos que existía en Lima. Empero, Salazar se contradijo hasta 30 veces durante el proceso.
La campaña en los medios contra Villanueva, capitaneada principalmente por el diario El Comercio, fue feroz. Así, al despuntar las primeras luces del sol de una mañana de 1957, Jorge Villanueva Torres, a.k.a. ‘Negro torpedo’, habitante de una covacha, ladrón, y hombre pobre, se paró frente ocho guardias en el patio de la penitenciaria conocida como El Panóptico. Siguiendo la tradición, solo un rifle, al azar, no estaba cargado; para que ninguno del pelotón de fusilamiento retenga en su conciencia el peso total del crimen. Apuntaron contra una escarapela colocada en el pecho de Villanueva, allí, donde estaba el corazón de un inocente, y dispararon. Agonizante, el jefe del pelotón le dio un tiro de gracia para acabar con su vida y su suplicio.
[Columna escrita en mayo de 2022]
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