Desde hace más de 70 años de invasión, las madres palestinas resisten y ponen el cuerpo por sus hijos ante los bombardeos de Israel. Ellas llevan al cuello las llaves de sus casas de las fueron despojadas a fuerza de fusiles.
Hace años me vinculé a la justa causa palestina contra el genocidio cometido por Israel. Si bien yo vengo de una familia palestina migrante, ya era 100% peruano y muchas cosas no sabía respecto a las costumbres de mis ancestros. Conocía apenas que varios de mis parientes venían del pueblo de Beit Jala, una de los lugares más antiguos de la Tierra Santa, cerca a Belén. Y, por allí, aprendí alguna que otra palabra suelta en árabe. Por supuesto, no faltan hasta ahora platos de la comida palestina que preparaban en casa y que me sigue gustando con devoción.
Alguna vez vi fotos y a la mamá, que vivía en Palestina, de uno de mis primos que saludas en algún encuentro familiar grande. “Primo” es un decir, pues todos en la colonia árabe nos tratamos de primos. La señora atesoraba como un amuleto una vetusta llave, algo herrumbrada por la humedad limeña. Enorme llave, como las llaves del Cielo de San Pedro en el imaginario popular. Era la llave de la casa de sus padres en Palestina, hogar en el que nació. La cargaba con ella con la esperanza de algún día regresar. Fueron despojados de su hogar y largados al ancho mundo. Al menos resultaron vivos.
En fotos e historias vi más llaves como esas. Las llevan muchas mujeres mayores, corajudas madres palestinas que, víctimas del despojo, lograron huir del vaho de la muerte. Se llevaron las llaves de sus casas. Pensando que la justicia, que el Derecho Internacional, les restituiría lo que es suyo. Pero los ojos indiferentes del mundo, en especial los de Occidente, siguen mirando hacia otro lado. Esas llaves hoy ya no abrirán puertas. Sus casas están destruidas y sus tierras robadas a sangre y fuego por el Estado de Israel. Pero, colgadas al cuello, siguen siendo un símbolo poderoso de tenacidad.
Son la señal de las mujeres que se aferraron a la esperanza, a la vida. Vieron a sus hombres morir en los bombardeos, en los asesinatos selectivos; otros cayeron en las resistencias, se hicieron milicianos. Soportaron las noticias de las indecibles torturas de sus hijos adolescentes en prisiones injustas, las descargas eléctricas, los ahogamientos… muchachos que levantaron su mano con una piedra contra un tanque blindado.
Esas mujeres hoy día les siguen cantando canciones a sus niños para que olviden el hambre en la Franja de Gaza. En sus brazos calientan a sus pequeños del frío ante las paredes derruidas por los bombardeos, entre los escombros de sus sueños rotos por los misiles israelís. Esas madres cubren con sus mantos y sus propios cuerpos a sus hijos de las bombas incendiarias y del fósforo blanco; arma química prohibida internacionalmente, pero usada por Israel contra población civil; maldita creación del hombre que quema la piel hasta los huesos.
Esas mujeres, esas madres palestinas, siguen poniendo el pecho contra los armados matarifes de la invasión. Solo con sus gritos, sus lágrimas, y el coraje de su mirada enfrentan a los cañones de los fusiles de asalto. Muchas han sido encarceladas por defender a sus hijos e hijas, por colgarse de sus ropas como fieras, siendo arrastradas, para evitar que se lleven a sus familias. A este año hay 31 mujeres presas en las cárceles de Israel, esas antesalas del infierno. Diez son madres, privadas de abrazar a sus hijos. Ellas celebran el Día de la Madre los 21 de marzo; pero todos los días, desde hace más 70 años de invasión, conocen la resistencia. Dios las cuide.
[Columna escrita en 2022]
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