En jirón Angaraes con Emancipación esparce su ahora encantador el pescado frito al carbón del Tío Candela. Antiguo huarique nocturno. Esta es su historia.
La rebelde época de 1960. Tiempos de cambios en el mundo. En los alrededores del cruce de jirón Angaraes con Emancipación, en ese entonces llamado jirón Arequipa, un hechizante aroma a pescado frito se mezclaba con la neblina limeña. La cambiante Lima de esos años iba construyendo, tal vez a la deriva, nuevas tradiciones y expresiones urbanas que habrían de perdurar en las décadas por venir. Los escenarios de los cuentos de Ribeyro se acababan de dibujar. La Ciudad de los Reyes (o de los virreyes, para ser precisos) en ese entonces tenía apenas el 10% de los habitantes que tiene actualmente y la primera oleada de migraciones comenzaba a tomar forma y echar raíces sobre los cerros y arenales irredentos. La Lima señorial de la primera mitad del siglo XX fue abriéndose paso para esta Lima abigarrada, de múltiples gamas y colores. También la Lima de huariques al paso, de la comida de la calle en una esquina cualquiera. Una esquina en la estaba la mano bendita de doña Petita cuidando la candela de un pequeño fogón.
“Esto lo inició mi abuelita doña Petita en la calle con su braserito, con su canastita de pescado, así sin más. Ella servía la comida en panca de choclo, no la servía en plato; ahí ponía el pescado”, recuerda Rossana.
Doña Petita, quien había venido a la capital desde Cajamarca, vivía en una antigua quinta en la cuadra 4 del jirón Angaraes. Allí nació, Juana Miranda, la madre de Rossana, nuestra anfitriona esta noche tibia. Esta es una historia de mujeres, como muchísimas en la comida peruana. “Mi mamá comenzó en el mercado Aurora como negocio ambulatorio. El mercado Aurora es a una cuadra. Como éramos familia grande de siete hermanos, nos dividíamos las tareas. Uno agarraba el balde, otro hacía una cosa y otro otra cosa. Mi papá, al inicio, como que no quería, pero después se unió”. Con los recuerdos siempre a flote es imposible que Rossana pueda ocultar sus emociones. Ríe, voltea la mirada hacia el pasado, su pasado, uno que está a la vuelta de la esquina. Fue ese, entonces, su primer contacto con este mundo marino sobre la superficie y centro de una inmensa ciudad.
LO QUE SE HEREDA NO SE HURTA
Así las cosas, Ivonne Rossana Saravia empezó a cocinar desde muy temprano. Como lo hizo su abuela, como lo hizo su madre, quienes habían dedicado su vida a los peroles. Preparar pescados fritos era su especialidad y su modo de vivir. Transmitieron la técnica de generación en generación. Alcanzaron tal maestría con los pescados, que su restaurante ya es uno de los huariques emblemáticos de la comida al paso nocturna de esta parte de la ciudad. La cuadra 4 de jirón Angaraes, conocida por aún albergar viejos solares coloniales, ha encontrado un nuevo escudo distintivo gracias al “Tío Candela”. Aquí, en esta misma manzana, Rossana, a base de esfuerzo y sazón, ha podido abrir ya tres salones distintos para poder complacer los paladares rigurosos de sus clientes habituales, visitantes y amigos. Incluso varios chefs de la llamada “alta cocina” han llegado a este lugar atraídos por la leyenda y el misterio de un pescado frito que sale de noche para reconfortar el hambre, los antojos y las cuitas del corazón.
El pescado se sirve entero. Con cabeza y cola, como Dios lo puso en los mares. Cachemas, cabrillas, chiri, lornas, chitas y hasta hueveras. Uno solo tiene que escoger qué tipo de pescado quiere comer y listo. Al instante, uno de los cocineros saca de la nevera el pescado indicado, le hace unas pequeñas incisiones en el lomo en forma de diamante para que la cocción sea más profunda y el pescado quede más jugoso, un poco de sal y nada más.
Nosotros pedimos una cabrilla y unos chicharrones de huevera. Al llegar a la mesa el plato parece cobrar vida y se impone visualmente. El pescado, protagonista de esta puesta en escena, es acompañado en el reparto por unas poderosas yucas fritas, mote —cual patasca— y una fresca ensalada de cebolla roja, lechuga, tomate, rabanito y culantro, aderezada con limón. La combinación con el pescado queda tan exacta como las piezas de un rompecabezas milimétrico. La ensalada logra balancear la sal con el fresco sabor de su sazón ligeramente ácida.
Desde el primer bocado se percibe la suavidad del pescado una vez sobrepasada la capa de piel. Gracias al tiempo de cocción preciso, la piel se ha transformado en galleta: cruje. Tan es así que las pequeñas aletas de las branquias y la cola han agarrado esa textura y se pueden comer como bocadito con un poco de mayonesa. Por cierto, la mayonesa es casera, preparada a la antigua: licuando con paciencia, huevos, aceite, pimienta, sal y limón… y su buen toque de cariño.
El plato de chicharrón de huevera es indudablemente para compartir. Bondadosos trozos uniformemente dorados sobre la misma base de yuca y mote es la dosis más que razonable para terminar lo suficientemente satisfecho. No hay inicio ni final en la circularidad de las hueveras. Redondez dentro de redondez y uno pica sin parar, hueva tras hueva, como las huevas. El plato viene también salpicado por uno que otro chicharroncito de tierno pescado, como para no correr el riesgo de aburrirse.
A estas alturas se hace necesario algo de tomar para enfriar la garganta y que resbale con suavidad el pescado. Unas garrafas son pedidas en casi todas las mesas. Una especialidad del Tío Candela. Es un refresco de piña con membrillo, el cual ha sido hervido con bastante cáscara de la fruta para tomar ese sabor parejo, frutado y dulzón que ha conseguido. Se puede distinguir también el sabor de la canela y del clavo de olor. Para darle cuerpo, la jarra contiene trocitos de piña que parecen haberse almibarado en el concentrado. Hay que sacarlos con cucharita al final del líquido y hasta pueden servir de postrecito.
AQUEL VIEJO FOGÓN
Hasta hace unos años Rossana colocaba en la puerta de una cochera al frente de su local principal, unos barrilles que, llenos de carbón ardiente, servían para dorar los pescados. Hoy, aunque el Tío Candela ya en un local estable, aún suele desempolvar los viejos barrilles y cocinar al carbón. Por esos tiempos, Rossana abría solo de noche y el lugar había ganado la fama de ser un huarique lechucero para un antojo marino de altas horas. Pero como la voz del pueblo es la voz de Dios, ahora abren a partir del mediodía, a solicitud de sus clientes.
Del saque se respira el ambiente de barrio. Las chicas salen en mancha a chacotear. Al paso van dejando saludos desperdigados por ahí. Y es que hay mucha gente a la que saludar en el recorrido de una sola cuadra. Acá en el barrio la vida privada pareciera ser un tanto pública. La gente opta por sacar sus sillones a la calle, una mesita y cervecita para amenizar la noche. Para calentar o enfriar el cuerpo según lo demande la estación. Los chiquillos pelotean contra una pared pintada con estampas de futbolistas populares.
EL FUEGO INEXTINGUIBLE DEL TÍO CANDELA
La historia del Tío Candela es la historia del empuje femenino. Del aguerrido impulso por sacar a sus familias adelante. En épocas en que las políticas públicas y los derechos de las mujeres no encontraban luz, un grupo de mujeres, como tantas otras miles en el país, empujaban su propio destino hacia el añorado progreso. Sin embargo, ¿por qué no entonces la Tía Candela?
Rossana interrumpe la conversación y nos responde sin antes haberle preguntado. “Muchos se preguntan por el nombre, por qué es el Tío Candela. Te cuento: tiene una relación con el fuego, la candela, pero también con mi papá. Mi padre se llamaba Candelario. Acá en el barrio toda la gente le decía ‘El tío Candela’, Candela para aquí, Candela por allá. ‘Habla, tío Candela’. Bien conocido era mi papá, él era bien alegre, bien jovial”.
Tal fue el origen del ígneo nombre. Empero, no todo fue tan jovial. Cuando el amargo sabor de la escasez económica llegó, la angustia de los desprotegidos le recorrió sin pausa las venas. Rossana es de una familia muy amplia. El dinero en una familia con siete hijos es agua que se diluye entre los dedos. Nacida bajo una tradición de cocineras de calle, imaginó que algún día habría de instalar en un local estable el negocio que empezó su abuelita y que tenazmente continuaron sus padres. Sin embargo, hizo más. Pero por aquellos tiempos, Rossana no habría de imaginar que, muchas décadas después, sentada en un sillón en la puerta de su casa y con una cerveza en mano, vería a sus espaldas tres locales llenos de gente impaciente por sumergirse en su universo tan comentado de pescados fritos.
Ahora puede mirar con merecido respeto el caminado andado. Las asperezas de la vida y el barrio le enseñaron a forjar un carácter a prueba de balas. El éxito y la tranquilidad económica que ha podido conseguir con su negocio no es para creerse más que los demás. Es nostálgica. Siempre está recordando cómo empezó todo, en aquel viejo fogón. De hecho, dos veces interrumpió la conversación para que no les falte nada a ninguno de sus trabajadores. Era la hora de la cena. Indicaciones por aquí, indicaciones por allá. Ninguno pude quedarse sin comer.
Rossana, la de la alegría y la melancolía, creo en el viejo aforismo de que todo tiempo pasado fue mejor: “Yo recuerdo que antiguamente los pescados eran mejor que en la actualidad. En esa época eran así de grandes [hace un gesto abriendo las manos], una cosa tan rica. Todo ha cambiado, hasta la papa ya no tiene el mismo gusto que antes”. Es cierto, las cosas han cambiado, pero aún ello y contra ello, nuestra cocinera se las ingenia para llevar el pescado de la más alta calidad y frescura a cada uno de sus clientes.
“Hasta ahora recuerdo que a la gente le llamaba la atención y hacían cola. En Emancipación mi mamá y mi papá habrán vendido como 30 años en esa esquina. Ello hasta que el difunto alcalde Andrade desalojó a los ambulantes, pues, y se vinieron a vender a esta quinta donde yo he nacido. Y ahí he trabajado. Pero en la quinta nunca falta la gente y yo busqué este localcito acá al costado, en la misma cuadra, con la gracia de Dios. Vienen de todos lados. Hay veces que los chicos se olvidan de poner el letrero e igual llega la gente”, nos explica mientras ya estamos cascando las espinas.
Antes de irnos, llega al local el único hijo de Rossana. Pronto se integra a la conversación y con gran orgullo agarra su celular y nos enseña un video. Es un TikTok de su nuevo emprendimiento: El tío Candela en Mirones. Aunque lleva consigo el nombre que construyó la tradición, nos cuenta que quiere construir su propio camino siempre guiado con la sazón de su madre, cocinera desde siempre; de su abuela, criadora de peces aderezados; y de su bisabuela, hechicera del fuego de un brasero callejero. “¿Les puedo dar mi dirección?”, pregunta. La respuesta es obvia: Avenida Saavedra Piñón 2519, frente a la unidad vecinal de Mirones. He allí otro punto donde vivirá para siempre la memoria del Tío Candela, en los paladares de los noctívagos hambrientos, en los antojos de los lucífugos impenitentes. En la húmeda noche limeña, alumbrada por las brasas y la candela de un barril ennegrecido con aroma a mar.
DATOS ÚTILTES
Dirección: Jr Angaraes 468 / 482 / 444 Cercado de Lima
Horario: de 12 mediodía a 11 de la noche
Precio: Cabrilla S/40, Hueveras S/40, Refresco de piña con membrillo S/ 10
Lima, marzo de 2023
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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