‘Todo tiene su final, nada dura para siempre. Tenemos que recordar que no existe eternidad’, cantaba el recordado Héctor Lavoe. Aunque en estos momentos nos pueda costar creerlo, esta pandemia también llegará a su fin. Entonces la guerra habrá terminado. Al menos será una tregua. Enterraremos a nuestros muertos y curaremos a nuestros heridos. Y tocará escribir la historia de los tiempos de la peste. Se contarán las bajas, se analizarán las causas y se juzgarán a los traidores. Reconstruiremos el mundo y nuestros mundos personales. Y, como al final de toda guerra, también habrá espacio para rememorar los actos de heroísmo, para los hombres y mujeres que se hicieron leyenda, esos que dieron más allá del deber. Los que nunca subieron el precio del oxígeno; los médicos que trabajaron sin descanso en turnos de vértigo, arrebatándole víctimas al virus ya en sus garras; las enfermeras y enfermeros que cruzaban la ciudad entera para atender a los pacientes en casa; los voluntarios que no supieron decir que no; los científicos que descifraron el misterio y la vulnerabilidad del poderoso virus; aquellos que atendieron a los suyos, sosteniéndoles la mano, a riesgo de contagiarse, para que no partieran solos de este mundo. Habrá, pues, un espacio para todos los que pensaron en los otros en medio de la tragedia. Como dije, para el heroísmo.
Si acaso la posteridad se acomete a la improbable tarea de nombrar a aquellas personas, muchos nombrarán un nombre. Digo muchos, pues fueron varios los testigos de su suplicio. Sus alumnos. Su nombre: don Jorge Jesús Gavilán Izaguirre, catedrático de la Facultad de Ciencias Contables de la Universidad de San Marcos.
Yo no lo conocía, no fui su alumno; pero me conmovió hasta los huesos su sacrificio, su labor infatigable, los mares de dignidad con que inundó su oficio de profesor. En medio del escándalo de las “vacunas vip”, se supo que el rector de San Marcos, el rechazado Orestes Cachay, aprovechando las gollerías de su cargo, también fue vacunado, salvando así su pellejo, ya resguardado en la seguridad de sus cuatro paredes, antes que el personal de primera línea que en estos momentos se sigue fajando cara a cara contra el virus. En tal polémica, uno de los alumnos del profesor Gavelán posteó una foto de sus clases por zoom. En la imagen se ve al viejo profesor dictando clases, su cabello blanco perfectamente peinado, con ojos muy curiosos, aparentemente ensimismado en su labor, a la vez que a su rostro se sujetaba una máscara de oxígeno. «Jorge Jesús Gavelán Izaguirre, profesor de la Facultad de Ciencias Contables, seguía brindando clases, a pesar de su mal estado de salud. Lamentablemente, el profesor falleció hace tres días», decía el post.
La escena, por supuesto, me erizó la piel. La valentía de este hombre, puesta aprueba hasta el último suspiro, merecía ser escrita. Sin embargo, ¿puede la última acción de nuestra vida definir toda nuestra existencia o simplemente es nada más que eso: la última acción?
Puse la foto en mi tuiter y tuvo varios miles de reacciones, incluso gente de otros países se emocionó ante la imagen. De pronto, sucedió lo que tenía que ser. Decenas de personas me contaron que lo conocieron. Todos y cada uno testimoniaron el don de gentes del profesor Gavelán. Un chico que me dijo que su mamá fue su compañera de clases y lo recordaba con una enorme humanidad. Una exalumna, Luyeva Yangali, hizo notar no solo que era un gran catedrático; estricto, además; sino que cultivaba también una súper puntualidad (y para mí, la puntualidad es una de las virtudes más raras en este país). Reproduciré un par de las anécdotas que recibí:
“El profe era súper buena onda. Cuando le comenté una iniciativa para que, por medio de capacitaciones específicas llamadas «gratitos» (ratitos gratis), compartiendo nociones fundamentales de educación financiera y generación de valor agregado, a un grupo de escolares de últimos años que, por la precariedad de la economía familiar sí o sí tendrían que generarse ingresos, él al toque puso manos a la obra y me dio toda su cooperación. ¡Un verdadero crack! Súper solidario y muy amable. Realmente una pérdida nacional su partida por el COVID. La primera vez me preguntó por qué un escultor estaba pensando en eso y yo le respondí que en coles pitucos a los chibolos ya les daban esa preparación y se sorprendió justo de saber formación laboral / educación para el trabajo, psicología, filosofía, lógica, educación cívica, economía política y geopolítica ya no se enseñaban en los coles público. Me dijo “no perdamos tiempo, entonces”. Y eso que yo era de otra facultad”. (Carlos Enrique Pedreros)
“Lo conocí hace años atrás en una conferencia en San Marcos. No fui alumno de él directamente, pero nos encontramos en varias ocasiones, hasta en una charla en el Congreso. Recuerdo que una vez estaba yo ensayando unos cursos de sicus en la sede de folklore que está en el Parque Universitario. Había una exposición por aniversario y fueron rectores profesores de la San Marcos. Me acuerdo que se me acercó, me hizo a un lado y me dijo “oye, flaco (era flaco en esa época), qué tales pulmones para el cuerpo que tienes, ¿de dónde sacas tanto aire?” y le salió una sonrisa bastante contagiante y tierna a la vez, y me regaló una botella de agua mineral. Me lo crucé varias veces. Tenía un porte bastante pacífico a pesar de su seriedad. Inspiraba paz”, (Freddy Batiffora)
Respondiendo a la pregunta que hice párrafos arriba: sí, una sola acción puede ser un acto de redención ante la vida. Como Fouché quemando todos sus archivos secretos cuando ya agonizaba, tal vez queriendo hacer las paces con el mundo que manipuló una y otra vez. Pero también, como es el caso del profesor Gavelán, nuestro acto final es solo una conducta más de una vida llevada (con errores, incluso, como cualquier humano) a la bondad, al respeto y solidaridad con el prójimo, una existencia con pasión hacia la enseñanza y sus alumnos. Hasta la última bocanada del hoy escaso oxígeno.
Ferdinand de Saussure, uno de los padres de la lingüística moderna, no dejó mucha producción bibliográfica. Fue a través de sus alumnos que su nombre se inmortalizó. Con los cuadernos y anotaciones de sus clases, se hicieron las obras que darían forma a la lingüística como ciencia. Seguramente ninguna calle o placita sea bautizada con el nombre del buen sanmarquino, pero como el profesor Saussure, de tal manera, don Jorge Gavelán ha de perdurar en sus alumnos y alumnas, en aquellos que marcó en su camino, tanto por su ciencia como por su humanidad. Dios lo salve, don Jorge. Gran honor es morir en nuestra propia ley. En su caso, siendo profesor.
Por: Eduardo Abusada Franco
[Nota: Columna escrita en 2021, en plena segunda ola de la pandemia, mientras Martín Vizcarra, Málaga, Pilar Mazzetti y otros se vacunaban a escondidas con las vacunas que debían ser usadas por la gente de primera línea]
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