Semanas previas a la pelea con George Foreman, su manager interrumpió el entrenamiento ante un visitante de los tantos que iban a su rancho. «Hey, Muhammad, quiero que conozcas a este hombre», le dijo. Era un hombre blanco, cuyo hijo se encontraba enfermo de cáncer en un hospital a algunas horas de distancia.
Terminado el entrenamiento. Muhammad se duchó y le dijo a su entrenador que harían una visita. Manejaron varias horas y llegaron donde el niño enfermo. El pequeño, un rubio pre púber, no podía dejar de llorar de lo contento. El enorme Ali, la leyenda viviente, estaba visitándolo. Con la resolución de quién no conoció imposibles, le dijo: «Escucha, muchacho: yo voy a derrotar a Foreman y tú vas a derrotar al cáncer. Te prometo que así será. ¿Está claro?». El chico asintió.
Muhammad Ali, nacido bajo el nombre de Cassius Marcellus Clay, Jr., recordaría acaso en ese niño al pequeño que él mismo fue en Kentucky, cuando le robaron su bicicleta. Tenía 12 años. Corrió y corrió para atrapar al ladrón; hasta que un policía le dijo que debía aprender a boxear si quería lograr justicia. Y así lo hizo. Antes de esa edad ya había conocido el racismo, cuando le negaron un vaso de agua en un restaurante por ser negro. Al crecer la vida le pondría gruesos muros. Tomando el nombre de Muhammad Ali, dejando el que le dieron sus padres —no lo consideraba el nombre de una persona libre y ya se había convertido al Islam—, el boxeador tumbó cada muralla que se le puso al frente. Allí estaba ahora, preparándose para pelear por tercera vez por la corona máxima de los pesos pesados, contra un rival invencible y brutalmente fuerte. Nadie le duraba más de tres rounds a Foreman.
Días previos a la pelea, el padre del muchachito llama al equipo de Ali. Su hijo había empeorado. Ali fue donde el chico. «¿Acaso no te dije que ibas a vencer al cáncer y yo a Foreman?», le increpó. El pequeño, pálido y con la piel en los huesos, le contestó desde el fondo de sus ojos enfermos: «No, Muhammad. Pronto voy a conocer a Dios, y le diré que soy amigo de Muhammad Ali«.
El boxeador cumplió en parte su promesa. En épico combate en Zaire derrotó al gigante George Foreman. Pero el niño murió antes de la pelea. Solo Dios sabe que logró hacerse amigo del gran Muhammad Ali.
Ese fue Ali. No solo se inscribió en la historia como el boxeador más grande de todos los tiempos, sino que dejó un legado de lucha, rebeldía y coraje. Se enfrentó en carne propia al racismo, le dijo no a la guerra y apoyó causas justas como la soberanía del pueblo Palestino. ‘Assalam Aleikum’, Muhammad, donde quiera que estés.
Por: Eduardo Abusada Franco
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