Hay un sonido bronco y arrastrado que emana de su pecho al respirar. Como si estuviera roncando despierta. Susurró algo, y con miedo acerqué mi oído a sus labios. “Siento sueño”, me dijo con una vocecilla tenue. Está echada en la sala y aún es temprano; pero ya quiere acostarse. Belkis, su enfermera, la ayuda a subir al segundo piso. Belkis, en su acento venezolano, le dice “Sra. Ruúú”; pero yo la llamo “mamá Ruthy”. Es mi abuela.
Tiene unos 90 años aproximadamente. No sabemos su edad exacta, pues en ese tiempo, en Mollendo, los nacimientos no se registraban muy puntualmente. Lleva un tumor grande creciendo en un seno, por ahora encapsulado, y el corazón muy agitado. El doctor me dijo hace como un año que es peor operar, que le calculaba un año más o menos; que antes que el tumor, fallaría su trajinado corazón. Ha pasado un año y seguimos. Hasta la llevé de ida y vuelta a Mollendo este verano, a que vea la casa antigua, su casa. Sabe que ya no se puede quedar allí, que no puede valerse por sí misma; y hace buen tiempo ha aceptado vivir en Lima con nosotros.
Es muy frustrante para alguien de su edad y su tiempo desarraigarla de su tierra, de su casa, de sus costumbres, de lo único que sabe hacer por décadas. Me propuse en este tiempo que le queda tratar de darle una buena calidad de vida. Los domingos la sacaba a pasear en el auto. Le gusta ver el mar. Luego vamos a comer algo. Come apenas como pajarito, aunque le encanta el chifa; y se echa cantidades industriales de sal. Cada vez escucha menos, pero cuando alguien critica al Apra, allí sí que escucha. Es aprista de la vieja guardia. Nadie es perfecto.
Necesita caminar con andador, a duras penas; pero a veces se queda todo el día en cama. Como la llama de una vela que se va apagando lentamente. Otros días la llevaba al cementerio El Ángel a visitar a mi abuelo, o a ver a la Sarita, al cementerio Baquíjano en el Callao, de la cual soy devoto y ella también. A su edad, ha aprendido a serlo: yo la inicié en la feligresía de la santa porteña. Es una creyente muy ferviente. Le reza a la Virgen de Chapi, María Auxiliadora, al Papa Juan Pablo II, y a muchos otros que la acercan al alma de sus padres —el papá Eduardo y la mamá Pina—, a quienes siempre adora, aunque hayan partido hace más de 40 años. Nunca fue una mujer de carácter, como lo fue la bisabuela.
Su virtud fue esa docilidad con que sirvió a sus padres y hermanos y estuvo siempre junto a ellos, por sobre todo compromiso. Es por eso que aún va a visitarlos al mausoleo del Cementerio General de Mollendo, en silla de ruedas (pese a que no la gusta que la vean en la silla… cierto orgullo y vanidad, supongo). A la salida del cementerio siempre nos comemos nuestros buñuelos de zapallo que venden en la puerta con harta miel de caña.
Hasta que llegó la pandemia. Los tiempos de la peste. Los paseos cesaron de golpe. Y decía que me le acerco con miedo, pues temo haber cogido el virus en una de esas y contagiarla. Recomiendan los expertos mantener un metro y medio. 150 centímetros. No parece mucho. Pero es una distancia inabarcable cuando ves que un ser querido se tiene que ir y no puedes acercarte a abrazarlo, coger sus manos, acomodarle el cabello, cortarle la comida. Apenas metro y medio que separan tantos años de vidas vinculadas, cuando me mandaba a alimentar los patos en el gallinero que había en la huerta de la centenaria casona; cuando me llenaba globos de agua en carnavales y los embadurnaba en harina. Era su “secreto” para que no se revienten mientras los llevaba al parque. Mis amigos se preguntaban por qué mis globos tenían esa masa blanquecina.
¿Pensará acaso que estoy molesto con ella, qué no me lo quiero acercar? La saludo desde la puerta del cuarto, sin acercarme. No sé si me escucha del todo. Sonríe, mueve la cabeza ligeramente.
No son los planes qué tenía para la recta final. Pero es lo que es. Casi ajenos en mi propia casa. Un virus ingrávido que nos distancia y nos acerca en el torrente de recuerdos sin tiempo.
Después de todo, no hay mal que por bien no venga. Nunca le ha gustado estar sola. Por lo menos mi mamá y el resto de mi familia (que no salen a la calle; yo sí lo hago a veces para algunas gestiones) están a su lado 24 horas al día. Nos reclama siempre, vernos cerca. Ven juntas la tv muchas horas. Quizás sea también un buen final. A fin de cuentas, como dice el vals, “si todos los sueños que soñamos juntos no se realizaron, se quedaron truncos; no hay que hacer un drama. Se acabó y punto”. Sí, juntos, es un buen final. Acá te esperamos, el virus o la muerte. Fue una buena vida. Reímos, lloramos, amamos, creímos. Estamos juntos. Hasta el final.
Por: Eduardo Abusada Franco
[Nota: Columna escrita en 2020, en plena pandemia]
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