Cayó por estos días en mis manos una revista antigua de El Gráfico. Una nota me llamó inmediatamente la atención. Estaba escrita por Robinson, que era el seudónimo de Ernesto Cherquis Bialo —histórico periodista deportivo uruguayo, quien tomó ese apelativo por el boxeador Sugar Ray Robinson—. La crónica es sobre un tema que me encanta y del que he escuchado mil veces: la famosa partida entre el campeón soviético indiscutido Boris Spassky y el campeón americano más joven en el ajedrez de los EE.UU., niño prodigio de Brooklyn, y excéntrico genio y estrella Bobby Fischer. Se jugaba el título mundial. Era 1972 y Bialo fue de corresponsal a Reikiavik, capital de Islandia.
Fischer, sin duda, es el gran maestro internacional de ajedrez más llamativo de la historia. Hay documentales, series de televisión, libros, películas sobre él y aquel titánico match. No solo se jugaba el campeonato mundial, sino también la Guerra Fría. En los 70 la geopolítica internacional movía también con intensidad sus fichas. El mismísimo Henry Kissinger, entonces Secretario de Estado de USA, llamó a Fischer para que juegue. El mundo entero observaba expectante esa partida.
Entre las exigencias de Fischer, la nota cuenta que prohibió el ingreso de niños menores de 10 al recinto, y que los mayores de esa edad debían ser revisados para que no lleven golosinas envueltas en papel de aluminio, cuyo ruido podía perturbar su concentración. También prohibió cámaras de televisión (lo que le valió un juicio millonario), flashes y filmadoras. Apenas permitía respirar. Por su parte, el equipo de Spassky, ante la inminente derrota y las extravagancias del americano, denunció que el americano usaba una suerte de impulsos eléctricos mentales y demás tácticas ocultas.
Como decía, hay un montón de literatura sobre esta partida y, más aún, sobre la errante y fascinante figura de Bobby Fischer. En la cima de su carrera no quiso volver a jugar. Ya estaba convertido en un mito de la cultura popular. A temprana edad su salud mental empezó a verse afectada. Se le veía alguna vez con larguísima barba, con pinta de vagabundo. Daba declaraciones controvertidas y de franco contenido racista, siendo un rendido admirador de Hitler, a pesar de ser él mismo de origen judío.
Como sea, aquejado por el peso de la gloria y quizás la locura, y pedido por la justicia del país al que llevó al Olimpo máximo del deporte ciencia, murió a los 64 años. Se desgastó física y mentalmente de manera apresurada. Está enterrado en Islandia, donde jugó la batalla más famosa que el ajedrez haya conocido.
Por: Eduardo Abusada Franco
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