Expectantes lo escuchaban cientos de miles o tal vez millones de cubanos por el programa de radio que dirigía. El temple de su voz emocionaba hasta a las piedras. Un verbo que inspiraba y le daba don de mando; y como tal, era líder del Partido Ortodoxo. Desde ese encendido micrófono denunció constantemente las corruptelas de gran y poca escala del entonces gobierno cubano de Prío Socarrás. Furioso y emocionado, dijo aquel 5 de agosto de 1951, o mejor dicho, casi gritó: “¡Pueblo de Cuba, levántate y anda! ¡Pueblo cubano, despierta! ¡Este es mi último aldabonazo!”.
Luego, sin ningún temblor en la mano, Eduardo René Chibás y Ribas, con solo 44 años, cogió la cacha de su revólver, dobló su muñeca, y se disparó en el estómago. Tras 11 días de agonía falleció a causa de la herida. El balazo sigue retumbando en la conciencia de los cubanos y de los grandes políticos de América Latina.
Eduardo Chibás se suicidó en vivo y en directo. Lo tenía decidido, su muerte sería su último acto político. Fue infatigable en denunciar la corrupción administrativa. Sin embargo, para aquellos días, había prometido las pruebas físicas que finalmente darían piso palpable a sus denuncias y pondrían bajo la sombra a sus enemigos. Algunas versiones aseguran que a Chibás le tendieron una trampa y le ofrecieron pruebas inexistentes para hacerlo quedar en ridículo. Ante la ausencia de las pruebas ofrecidas, Chibás sintió una enorme vergüenza, una que le costó la vida. Saben pues, los hombres de honor, que eso pasa cuando tienes sangre en la cara. Eduardo Chibás se suicidó en un acto de honor con un tiro en las tripas, recordando acaso el seppuku, la autoeliminación japonesa abriéndose las vísceras con un sable corto en defensa del honor que a su vez practicó el mítico escritor Yukio Mishima (también tras un acto político fallido: una revolución que no prendió).
Tomé conocimiento de la muerte de Chibás leyendo las descarnadas memorias del escritor cubano Reynaldo Arenas. Recordé que, pese a todo, en la política, tan venido a menos en el mundo y en nuestro país el Perú, existieron hombres que tuvieron el honor como divisa. Personas que a los que no enfermaba la sed de poder, sino que sabían renunciar, incluso a su propia vida, para morir en consonancia como vivieron: con honor. Eso que tanta falta hace en estos tiempos, plagado de personajillos angurrientos que un día juran por su madre una cosa y al siguiente hacen lo opuesto, traicionándose a sí mismo. Pequeños seres que jamás entendieron en valor de una promesa, de la palabra empeñada, del honor.
ESTE FUE EL ÚLTIMO DISCURSO DE EDUARDO CHIBÁS
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