Muy probablemente el nombre de Alberto Juscamayta Páucar pueda pasar desapercibido incluso para quienes lo ven todos los días en su huarique en el jirón Luna Pizarro, en La Victoria. La identidad de las personas no es algo inamovible. Como los 99 nombres de Dios, las personas van mutando la forma en que se les conoce según el uso popular. Es la gente quien los bautiza y rebautiza. Nuestro personaje tiene 53 años bien llevados, mediana estatura, limeño, de robusto porte y ojos verdes. El nombre que la gente le ha otorgado por unanimidad, debido a sus verdosos ojos, es El Gato. Así es como lo llaman todos los que alguna vez quedaron subyugados por el perfume de su idolatrada parihuela.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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A un par de cuadras está la unidad vecinal Matute y el estadio Alejandro Villanueva. Estamos en la cuadra 12 del jirón Luna Pizarro. Es una zona de mucho comercio y ambulantes. De mucha identidad «grone» y de tradición religiosa. Del Señor de los Milagros y de murales en honor a las viejas glorias de Alianza Lima. Allí, en medio del bullicio, una larga fila de unas 25 o 30 personas podría llamar la atención de un curioso caminante. Son los hinchas de la famosa parihuela victoriana de El Gato.
En esta parte del distrito la fama de este señor ha cobrado tal magnitud que preguntar por él o por el equipo del pueblo genera el mismo grado de reconocimiento. No hay quien ignore su chapa. Lleva instalado aquí desde el año 2004, pero su vínculo con la zona se remonta hacia fines de la década de los 80.
EL GATO Y LA IDENTIDAD VICTORIANA
Parte de la memoria callejera de La Victoria está compuesta de fragmentos de vida de los amigos que partieron antes de tiempo en batallas que, bajo las reglas del juego de la calle, se perdieron en una madrugada para el olvido. Del moretón firmado por la vara de un policía furioso. Del gol arrastrado a ras del suelo, debajo de la rodilla, como mandan las reglas no escritas del fulbito de pista. De los contrasuelazos de los palomillas resbalando en los carnavales de agua turbia y pintura roja. Del lamento del gol que el fin de semana no fue bajo el arco Sur de Matute. Del gol que sí fue. De las matemáticas para un nuevo título del Alianza Lima. En cada una de las mesas de este huarique se siente algo de ello o quizá todo. Acá es el barrio y tras las paredes color verde limón de esta cebichería todo lo que simboliza La Victoria se encuentra resumido con la simpleza perfecta de un haiku. El Gato es parte del ADN de La Victoria.
Es conocido que las colas para entrar a este huarique son relativamente largas. Hay que tener algo de paciencia. Para tener un sitio en El Gato hay que estar atento. Actualmente lo han remodelado y el sistema ha cambiado. Hace unos 6 años fui y al desesperarme por agarrar una mesa me quejé con uno de los que atienden. Me contestó mirándome de arriba para bajo como si fuera un turista perdido: “Tienes que guerrearle, pe”. El que se dormía, perdía y se quedaba sin mesa. Aunque ese ambiente también tenía su encanto. Compartías mesa con cualquier desconocido, que de pronto se convertía en un hermano de parihuela. Bajo el provocativo humo de este caldo —que antes costaba tres soles—, obreros, peloteros, y hasta policías y ladrones se convertían en amigos ocasionales.
Sin embargo, hogaño, la cosa ha mejorado bastante en cuanto la atención. Ahora primero se hace una cola para pagar y luego otra cola para esperar tu turno a ser atendido.
La entrada al local tiene dos flancos. Uno da al comedor principal y en el otro se forma la gente que pide para llevar. Allí, comandando la escena, vigilando con sus ojos de olivo, está el popular Gato. Atento. Felino. Tomando nota de cada pedido. El ojo del amo engorda el caballo, y este hombre lo sabe y ejerce el refrán. Atrás, una gigantesca olla, de incontables litros (ni el mismo Gato sabe cuál es su capacidad), va surtiendo a todos de su milagroso contenido. Él mismo las mandó a hacer dos con planchas de acero que tenía un cliente. Parece ser una fuente inacabable. No se terminan nunca.
Todo avanza en orden. Los tiempos en los que había que guerrear por una mesa parecen haber quedado en el pasado.
UN MISTERIOSO CALDO
«A este caldo la gente lo ha bautizado como parihuela; pero la parihuela viene con mariscos, con todo», nos cuenta El Gato. Hace una pausa. Le da misterio al relato. Si no es una parihuela, entonces ¿qué es? «Primero le decían caldo de pantano, otros le decían caldo de gato… tú sabes cómo es de ocurrente la gente en La Victoria. Nadie sabe qué es. Ya lo dejamos como parihuela», confiesa su autor.
El Gato lanza una risotada. Está orgulloso de su creación. Es la fórmula mágica que lo ha llevado a la estabilidad económica, tener un negocio andante y a convertirse en el símbolo de un barrio poblado de símbolos. De pronto, aunque parece introvertido y calculador como un real gato, suelta la lengua, maúlla: «Para que realce el sabor, la hacemos con el aderezo normal: cebolla, ajo, paprika, pimiento en polvo, caldo de cabeza [de pescado] que colamos, le echamos el cangrejo, chicha de jora y lo espesamos. La olla está prendida todo el día para que se mantenga caliente. A fuego lento todo el día. Ahí lo servimos con su chicharrón de pota y su ceviche. Su cancha calentita recién preparada. Todo lo hacemos allí, al momento».
LOS PRIMEROS AÑOS CON PAPÁ
El aprendizaje del cebiche, en el caso de la familia Juscamayta, fue un asunto de transmisión de tribu. El entonces jovencito Alberto, junto a su hermano, aprendieron al lado de su padre, quien vendía cebiche con chicharrón de pota en el mercadito de Elio, en la Avenida Venezuela, al lado de la fábrica de D’Onofrio.
Alberto, un minino recién por esos años, alistaba todas las cosas desde muy temprano:
«Mi papá compraba los ingredientes y yo lo habilitaba. Sancochaba el camote, fileteaba el pescado al costado de mi único hermano».
Llegado el momento, Alberto, como es ley de la vida, tendría que abrirse del ala paterna y levantar su propio vuelto para construir su propio nombre, que lo encontraría en un apodo. Su padre ya le había enseñado revelado el enigma de la sazón que lo hizo conocido en el barrio de Elio. Pero aún faltaba lo principal, aconsejarlo para la vida dura, para la real. «Cuando empecé a tener mi pareja, mi papá me dijo que haga mi negocio. Que lo haga por mi cuenta. Yo ya tenía nociones de cocina. A mí me gustaba cocinar. Siempre me gustó», recuerda. Mientras habla la nostalgia se asoma transfigurada en los recuerdos de su mamá preparando la comida en el hogar. El pequeño Alberto miraba atentamente. En su esponjosa mente todo se iba absorbiendo. Las manos de su madre picando la cebolla, su pulso calculando el fuego, los secretos caseros si acaso hay una quemadura. Viendo también se aprende. Pero practicando se logra la maestría: «A veces había recetas en los sobres de caldos Maggi. Venían recetas. Esas las guardaba y cocinaba en casa». Fueron las primeras veces que entró en contacto con las ollas y sartenes.
… Y LA VICTORIA ES LA REINA DE LA QUE SE ENAMORÓ
“Después se fue haciendo grande / el pueblo ya lo adoptó / y La Victoria es la reina / de la que se enamoró”, dice la letra de la canción de Raúl Vásquez, convertida en himno aliancista. Vásquez, recientemente fallecido este año, vivió un tiempo en el representativo barrio de El Porvenir. De allí su amor por el club grone y La Victoria. A este mismo variopinto distrito llegó Alberto en 1989 y de este lugar también se enamoró. Faltaba poco para convertirse en el afamado Gato.
Buscando un lugar en donde continuar la tradición cebichera de su padre decidió probar suerte en La Victoria. Empezó vendiendo cebiche en la calle, como ambulante, a una cuadra de donde está actualmente, específicamente en el jirón Bélgica. Allí se quedó por nueve años. Sin embargo, los ambulantes comenzaron a ser desalojados. El Gato, sin muchos ahorros en el banco, se vio en la obligación de alquilar un espacio a tres puertas del Mercado de Matute en compañía de otros dos compañeros. La tragicomedia se entrometería seis meses después.
«Las dos personas con las que alquilé al poco tiempo me pidieron que me vaya porque yo vendía y ellos no. O sea, por la incomodidad que les generaba me dijeron eso. «Tú no más estás vendiendo», afirmaban. Y eso que ellos vendían otra cosa. Lo que pasa es que mis clientes abarrotaban toda la entrada y no había espacio para compararles a ellos. Entonces me dijeron que tenía que salir. Ellos vendían abarrotes y pollo. Opté por irme a otro sitio. Eso era a tres puertas del mercado de Matute». No hay mal que por bien no venga. Ese hecho convenció al Gato de que tenía un infalible as bajo la manga. Solo en aquellas manos gatunas estaba la llave de su destino.
Tuvo que buscarse otro lugar y lo encontró. Allí nació como tal su actual y popular parihuela: “Todo comenzó con el chilcano qué ofrecíamos de cortesía. Luego seguimos con la parihuelita y vimos que a la gente le gustaba. Así que nos mandamos con todo con eso”. El resto de la historia ya es de dominio popular.
En el año 2024 cumplirá 20 años desde que se instaló en su actual local del Jr. Luna Pizarro. Parece toda una vida, pero se le ve con la energía de quien tiene la emoción de haber inaugurado en la víspera. Nara parece detenerlo.
UNA PARIHUELA DE CAMPEONATO
Dejamos para el final lo mejor, la ansiada sopa marina, el caldo del mar, la sangre de Poseidón. Esta parihuela está a 10 soles al momento de nuestra visita, y viene en un plato hondo de enormes dimensiones. De un color naranja intenso, te la sirven hirviendo, humeante, seduciendo así con sus aromas. Entre los vapores de la sopa, como aferrándose a la vida, las fornidas pinzas de un rojizo cangrejo sobresalen. Sus cocidas espaldas impregnan de sabor al caldo desde las profundidades del plato y del mar.
Una maraña de yuyos, algunos trocitos de pulpo y una buena rodaja de papa redondean el banquete. El caldo es bien espeso, pareciera haber sido espolvoreado con las magias que brinda la maicena o el chuño a los chupes salvadores.
Flanquean a este barco de parihuela dos medianos pocillos. Uno lleva consigo un picante y sabroso ceviche y el otro un crujiente chicharrón de pota. Se puede mezclar a gusto cebiche, chicharrón y parihuela… en cualquier orden. El maridaje siempre se dará a la perfección. Los trozos de pescado, al entrar en el hechizo del anaranjado caldo, comienzan a deshacerse. Es mejor darle prisa al gusto, pues al ser el plato tan amplio corre el riesgo de enfriarse. Al igual que un amor de verano, a esta parihuela hay que consumirla rápida e intensamente. Como escribió el poeta Watanabe, “… Ama rápido, me dijo el sol”.
Es quizás, por esa razón, que de en un simple vistazo al comedor repleto de comensales pareciera ser que la adicción a los celulares del tiempo actual está suspendida en este huarique. Todos están atentos a su plato. Comiendo. Con las narices apuntando hacia sus respectivas parihuelas. Disfrutando de su embriagante olor y apurando las cucharadas antes de que se enfríe.
Alberto Juscamayta Paucar, a.k. a., El Gato, sin saberlo y aún sin bautizarlo, ha creado un nuevo plato. Por ahora sus seguidores lo siguen nombrando parihuela, sin necesariamente serlo. De esta manera, este hombre que aprendió a cocinar junto a su padre picándole la cebolla, se ha incardinado por muchos años más en las tradiciones del populoso distrito de La Victoria.
DATOS ÚTILES
Dirección: Jirón Luna Pizarro 1252, La Victoria.
Precio: 10 soles
Medios de pago: Yape, Plin, efectivo y tarjetas.
Horarios: 10.30 am a 4.30 pm (menos jueves).
La Victoria, octubre de 2023
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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