Antes de pegarse un tiro la mañana del 28 de noviembre de 1969, José María Arguedas había dispuesto todo para que su decisión no contraria a nadie, ni siquiera a quienes iban a ocuparse de los más mínimos detalles de sus pompas fúnebres. En el oficio diurno de su muerte guardó un lugar para la indecible letanía de la música. Mientras el féretro era introducido en el nicho perpetuo y polvoriento, la multitud llorosa cantaba a viva voz los huainos que él mismo había escogido —Warma kuyay— y que acompañaron a su corazón de niño hasta el jardín del Edén de Dios y de los huérfanos.
Su depresión era tan honda como permanente. Cierto día uno de sus amigos le preguntó: “¿Qué podemos hacer para que no te mates?”. Y él respondió sin titubear: “Impidan la llegada de los españoles”. Pero los españoles llegaron como la muerte de su mamá y los atropellos del hermanastro. Y él sin saber qué hacer corrió y corrió despavorido hasta alcanzar el riachuelo y luego la chacra y luego el vasto páramo de la literatura y del silencio hasta que un día más triste que otros días todas las sangres le latieron demasiado fuerte dentro del pecho y los ríos profundos de su heredad y de su vida desembocaron con inimaginable furor en el encrespado mar de sus angustias y el zorro de arriba y el zorro de abajo aullaron en su derredor como jamás lo habían hecho y él —“un animal de los llanos fríos perdido en tierras calenturientas y extrañas”— sintió, como Vallejo, que “no poseía nada para expresar su vida sino su muerte”, y entonces la expresó sin decir palabra ni silencio.
Por: Jorge Alania Vera
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