Cada noche, en una esquina atrás del Mercado N°1 de Surquillo, el puesto de pescado frito de Cuchita se convierte en el faro de los antojados nocturnos.
El inconfundible sonido del aceite hirviendo, la visión hipnótica de una trucha abierta en canal sumergiéndose en él. El fogón ardiendo. Las llamas rojizas que encandilan la mirada de los hombres desde que la especie dominó el fuego. A un lado, unas yucas ya fritas esperan quietas, en la tibieza de la noche, la llegada de la reina de los ríos ya transfigurada en provocativo y caliente encanto. En este ritual nocturno todo en la trucha va encontrando perfecta armonía. Al salir de las altas temperaturas, la pulpa de la carne es una tierna caricia que suaviza hasta a los que se creen los más rudos del barrio. Las espinas e incluso el propio espinazo de la trucha de pronto se tornan masticables.
Un chamo de Rappi ya estaba sentado cuando llegamos. No deja de hablar. Lo acompaña otro joven que casi no pronuncia palabra alguna, por lo que no podemos deducir la nacionalidad de su acento. Solo escucha, sonríe y come. Pide un café para calentarse. Ambos ya terminaron su jornada laboral de hoy hace un par de horas. Cae también una vecina ya conocida por las cocineras —son dos—. Pide su pescado frito, como cada noche. Conversan con familiaridad, se conocen de años. Entramos en la conversación. De pronto hemos formado un grupo de amigos ocasionales en un puesto callejero de pescado frito, a cerca de las once de la noche bajo la luz amarillenta de poste de alumbrado público.
Quien está al mando de este puesto de pescado frito nocturno de Surquillo, es María Cristina Valdez Quispe; pero todo el barrio a espaldas del Mercado N°1 la conoce como Cuchita. A partir de las 7 de la noche está ya acomodando ya sus bártulos, sea invierno o verano, llueve o truene. “Cuchita, qué tal”; “Cuchita, más tarde regreso”; “Cuchita, Cuchita, Cuchita”. Su nombre es de dominio público por estas calles. Y es que esta risueña señora, además de ser vecina de la cuadra, prepara un pescado frito a la vieja usanza, un pescadito que ya se tatuó en la memoria —y también en los corazones— de sus comensales, vecinos, amigos, y demás visitantes noctívagos y otras especies víctimas del insomnio, el hambre y los antojos.
La trucha frita acá se sirve entera. Con un elegante movimiento y comprobada maestría Geraldine —amiga, vecina y ayudante de Cuchita— parte en dos el pescado sin llegar a dividirlo. Enciende el fogón y lo lanza con cuidado, sin salpicar aceite. Gerald, como todos la llaman, tiene los brazos adornados con sendos tatuajes solo en tonos negros y sólidos. Pelo al rape y los ojos de un intenso celeste en los que se refleja el fuego que va dorando todo lo que toca.
Al pescado aquí solo se le echa un poco de sal y se le apana con harina y huevo. Luego se cocina en abundante aceite hirviente, lo que permite que el crocante penetre hasta la osamenta del animal. Pasados cinco minutos el pescado es colocado en un plato respaldado por una buena cantidad de arroz blanco y un poco de ensalada de cebolla y lechuga con limón. Yuca frita, cortada en bastones medianos, completan la figura.
EN EL BARRIO SE COMPARTE AMISTAD Y PESCADO FRITO
Al costado de la vitrina en donde Cuchita tiene los pescados listos para entrar al perol (además de trucha hay tilapias, merluzas y otros según la pesca del día) hay una mesa redonda de madera. Una botella de lo que en algún momento contuvo Pisco Portón guarda la esencia del café pasado gota a gota, el amargo sabor que solo la mezcla de caracolillo con café especial puede dar. Junto al café, en la misma mesa, está termo con agua caliente; y, al lado, un bol de aluminio reposa el arma secreta de este huarique: su ají. “Es un ají acevichado. Lo licuamos así purito y lo mezclamos con la cebollita. La gente se confunde con la cocona, pero no es”, nos cuenta Cuchita mientras da un ojo al pocillo para ver si necesita su merecido refill.
El joven venezolano de Rappi pronto es capturado por el aroma del mejunje picante y para la oreja cuando Cuchita nos contó su secreto. “¿Pica mucho?”, pregunta. La verdad es que tiene un picor moderado. Una joven vecina ya está instalada en la conversación y dice: “Hay ajíes más picantes”. El chamo se sirve, como los bravos. Las orejas se le ponen coloradas y se sirve café de la botella de Pisco Portón, la esencia sola. Apura un amargo trago para contrarrestar el picante. El chico que estaba desde el inicio, que casi no habla, ríe discretamente. El chamo aún tiene que acostumbrarse. Aún así, se sirve de nuevo un poquito más de ají.
El espíritu del barrio se siente en esta divertida conversación sobre los ajíes del Perú en la que todos empiezan a participar. Tal vez engatusado por el sabor, quizás absorto en la amena la conversación o simplemente herido en su orgullo de macho, el joven venezolano se ha bajado ya cerca de la mitad del bol con ají. Las orejas se le siguen poniendo coloradas, y entre cada cuchara de arroz con pescado sazonada de este ají, le mete un sorbito de café. A fin de cuentas, si bien el ají de Cuchita no pica mucho, su sabor de un ácido tenue lo hace tremendamente adictivo.
Y CUCHITA MULTIPLICÓ LOS PECES
Cuchita es un buen ejemplo de persistencia. De no rendirse a la primera zancadilla que la vida pone a los mortales. Huancaína de nacimiento, séptima hija de una extensa familia y madre de una sola criatura. En un momento de su vida decidió emprender un negocio para conseguir la prosperidad para su familia. Era todo un reto para ella. Hasta entonces, nunca había sido muy cercana a la cocina; es más, se podría decir que le rehuía. Fue la dureza de la calle la que le enseñó a cocinar. “La vida me enseñó. Yo no sabía cocinar hasta que me casé. Mi mamá me decía anda cocina, se enojaba. Yo me iba, regresaba y ya estaba lista la comida”.
Desde que llego a Lima, a los 18 años, andaba solo con su mamá. Al casarse y teniendo una hija pequeña, vio que debía generar más ingresos, que los de su esposo no eran suficientes. Fue así que su marido le comentó que estaban haciendo un boulevard por el mercado y le sugirió vender comida, a ella, que nunca quiso aprender a cocinar… hasta ese momento. “Sí, pero yo no sé cocinar. ¿Tú crees que es fácil?”, le contestaba. Pero la necesidad enseña. “Comencé haciendo pachamanca —rememora—, escabeche de pato, cuy chactado, todo comida típica. Llamaba a mis tíos, mis cuñados y preguntaba la receta [recodemos que es de familia de Huancayo]. Yo preparo la pachamanca a la olla y sale rico. Eso hago los sábados y los domingos en el mercado. Si mi mamá viviera y se vuelve a morir de la sorpresa porque yo no sabía cocinar. Ahora cocino hasta chicharrones, sopa seca, carapulcra”.
Sin saberlo, en su sangre corría la sazón huancaína. Era cuestión de tiempo y un empujoncito para que aflore. Así llegó otro empujón. El del puesto fijo. “Un día una vecina me dijo que acá la gente quería buscar comida de noche y no había muchas ofertas. Ella vende hace años cachanga de noche así que sabe. Entonces, un día me animé y salí a la esquina del mercado a vender comida criolla”, recuerda nuestra cocinera.
Las primeras noches se la pasó en vela casi hasta el final. Se emocionaba con cada automóvil que parecía que iba a estacionarse en busca de algún bocadillo y nada. “Al inicio no salía; supongo que también era porque no tenía esta iluminación que tengo ahora… como uno empieza de a poquitos… Entonces un día dije «me voy al pesquero y vendo pescado frito». Claro, fui con miedo porque sabes que con el pescado hay que tener más cuidado, hay que conocer porque allá te meten caña [te engañan]. Un kilito llevaré, pensé; y me encontré con una señora y me dijo «llévate diez kilos de frente vas a ver, con fe, con fe». ¡Diez kilos! Se acabó. Compré merluza en esa ocasión, después ya empecé a traer más pescados.”
Al poco tiempo la mujer conoció las mañas y trucos del oficio. Un día vio en el terminal pesquero que estaban fileteando el pescado y vino un muchacho que dijo “oye, traéme las agallas del bonito, como tienen que estar con sangre”. Aprendió en la cancha como algunos filetereros usan las agallas con más sangre para enrojecer las de las piezas que ya no están tan frescas. “Entonces tú abres y ves rojito y piensas que está fresco. Hay que tocarlos y ver que están duritos. A veces te venden tilapia como chita y saben ellos. «!Ay, me confundí» te responden”, nos explica Cuchita, ya curtida en contra esas vivezas.
Ese fue el punto de partida de una larga travesía que comenzó hace más 7 años y que hoy ya es tradición nocturna en los alrededores del Mercado N° 1 de Surquillo, donde es el faro de luz para sonámbulos y lucífugos andantes; también para los famosos taxistas lechuceros y hasta sus pasajeros. “Entre ellos [los taxistas] se pasaban la voz. Vienen de Barranco, Surco, Magdalena”, recuerda Cuchita, y agrega casi inflando el pecho: “Una señora venía de Vitarte y me decía «!ay, Cuchita, me gustaría que tú fueras a trabajar por allá! Búscate un lugar por allá»”.
Nada como irse al sobre con la barriga llena y el corazón contento. Para eso está Cuchita y sus pescados fritos. En las noches de antojos, con luna o sin ella, Cuchita y Gerald nos darán espacio en su pequeña mesa. El lugar es pequeño, pero el alma es grande y el café caliente. Provecho y buenas noches.
DATOS IMPORTANTES
Horario: Lunes a Viernes de 5 pm a 11:30 pm
Medios de pago: Yape o Plin y Efectivo
Dirección: Cuadra 2 de Jr. Varela y Orbegoso, Surquillo, atrás del boulevard al lado del Mercado N°1.
Precios: S/. 18 la trucha con arroz, yuca y ensalada. Precios varían según el pescado. El bonito desde S/ 10.
Café pasado: S/3 (caracolillo y exportación)
Lima, Surquillo, abril de 2023
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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1 comentario en «El pescado frito sale de noche»