En unas horas partiré nuevamente a Mollendo. Casi mil kilómetros (hace unos 4 años eran como 1,100). Como lo hemos hecho tantas veces, iremos por tierra, manejando. Este será mi último viaje con mi abuela Ruthy. Llevaré sus cenizas a descansar en el mausoleo familiar, junto a sus papás: la mamá Pina y el papá Eduardo; y su querida hermana Lily. Así lo quiso ella, para el resto de la eternidad con las personas a las que quiso en cada segundo de su larga vida, pues no sabía querer de otra manera.
Aunque tus cenizas están aún a mi lado, ya estás junto a tu hermanita. Incluso ya la viste antes, cuando ya había cruzado el umbral de la vida y de la muerte. Tú llorabas mucho, Ruthy, ¿recuerdas? Y sentiste el crujir de tu lecho, el cubrecama arrugarse, el peso que hundía tu cama y que no era el tuyo. Ella te dijo: “Hermanita, ¿por qué lloras? Yo estoy feliz en el cielo, ya no quiero que llores”. Fue así como se te presentó y fue así como me lo contaste y tal cual lo recuerdo y creí. Fue así, también, con tus historias, como conocí al papá Eduardo, que leía diarios en inglés y vestía de traje aún bajo los veranos sureños; y a la mamá Pina, la mujer de indomeñable carácter que mandaba en la vieja casona de madera, la matriarca inapelable, cuya voz tenía todas las señas del mando. Todo eso me lo contaste y sentí que también los conocí.
Viajaremos una vez más, Ruthy. Será divertido. Como la vez que íbamos solo los dos y nos agarró una huelga de algodoneros en La Venta Baja. Casi me agarran a pedradas cuando intenté mover las tranqueras del camino. Tuvimos que cruzar el desierto de Ica en un triciclo y ya tenías tus buenos años encima. Siempre nos gustó esa ruta.
En unas horas ya estaremos atravesando una vez más la inacabable pampa de Nasca, sudaremos bajo el quemante sol del valle de Palpa, desafiaremos los furiosos vientos de arena de Tanaka, cruzaremos los desbordes del valle de Pescadores, se nos hará agua la boca con los camarones de Ocoña. Por su supuesto, habrá un espacio para la fe, en que tanto creíste, y nos detendremos un rato en el Santuario de Calaveritas, para que las ánimas de los niños santitos que murieron peleando en la guerra nos cuiden en la carretera. Es promesa de ellos cuidar a los viajeros y juramento nuestro el prenderles velas, como siempre lo hemos hecho. Y, cómo no, pararemos un rato por aceitunas en Llauca. Siempre te gustan las verdes, y prefieres las machacadas de Arequipa; pero las de Llauca también son muy buenas.
Al llegar al puerto de Chala, recordarás acaso aquellos tiempos cuando viajabas con la bisabuela Pina. Interminable viaje de tres días en esas épocas en el auto Morris. Las tenía que llevar el chofer y dormían en el Hotel de Turistas de Chala, cuyas casas de madera, también de pino oregon, tanto se parecen a las de nuestro viejo Mollendo. No iba el papá Eduardo, me contabas, porque no era aficionado a los autos.
Será nuestro último viaje, y será una buena aventura. Con mano firme y mirada atenta, me acompañarás de copiloto, advirtiéndome de los camiones que se vienen en contra. Siempre te ponías muy nerviosa, y gritabas hasta por el paso de una tortuga “¡Ay, Jesús, Jesús, Jesús!”. Pero me servirá para estar despierto y atravesar las sinuosidades de los letales acantilados junto al mar entre Camaná y Atico, donde el corredor Esteban Quispitupa estrelló su auto y su vida en su última carrera.
Esta vez no cruzaremos la temida Quebraba del Toro, con sus historias de aparecidos que se llevó la carretera y sus insondables abismos; y también esquivaremos la maldita y mortal Quebrada de Guerreros, donde hemos perdido a tantos paisanos y gente querida. QEPD. Han hecho ya hace pocos años vías alternas.
Y así, llegaremos al viejo Mollendo, donde todo empezó y todo terminará. El círculo se ha cerrado. Como estaba escrito desde los tiempos de la guerra, cuando el Blanco Encalada cañoneó nuestro puerto de madera transfigurado por el fuego. No tenían ni fusiles para defenderse, según relataría el bisabuelo.
Al sur, siempre al sur. Donde aún ruge el corazón sangrante del león. Allí, donde se detuvo el tiempo y quedó inmóvil en tu memoria de pitonisa silente el recuerdo de tus años felices en la huerta de la casa, entre los patillos y los árboles de granadas, entre el olor de las bugambilias. A Mollendo, donde el legendario Huáscar se escondía tras sus correrías contra toda la Armada chilena y saciaba la sed de sus calderas. Tu querido puerto bravo te extraña.
Este será nuestro último viaje juntos, Ruthy. Duerme ya, una larga ruta nos espera.
[Escrita en Lima, febrero de 2022]
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