Tan incierta fue su raza como lo fue su nombre para los que no tuvimos el honor de conocerla. Se llamaba ‘Olga’, pero miles la conocían con chanza, cariño y hasta amor, como Perrovaca. Porque en el caso de los seres humanos, uno trata de dar lo que recibe; y eso fue lo que esta perrita dio: amor.
En su Ensayo sobre el don, Marcel Mauss teorizaba que en las sociedades antiguas, cuando uno recibía un presente, se creaba en ese receptor la obligación principista de también regalar algo y hasta aumentado. En el mundo perruno, ello es diferente. Las mascotas nos dan su compañía y cariño sin que les demos nada a cambio. Incluso, hay quienes, aún tratando mal a sus perros, reciben de ellas un aprecio inmerecido. No obstante, Perrovaca era bastante peculiar y también podía darte solo aquello que sí merecías, como cuando intentó darle una buena mordida al congresista Carlos Bruce.
Como todos saben, la célebre mascota de San Marcos se fue hace unos días enlutando a la comunidad universitaria. Durante 12 años se ganó a pulso el respeto de alumnos y alumnas. Tal cual le cantó Alberto Cortez (otro grande que se nos adelantó por estas fechas) al perro de su barrio: “… aunque fue de todos nunca tuvo dueño, que condicionara su razón de ser; libre como el viento era nuestro perro, nuestro y de la calle que lo vio nacer”. Peluda, amable cuando quería, furiosa si le colmaban la paciencia, ‘tirapiedra’ cuando había que levantarse en la lucha, glotona según delataba su redondez, y terriblemente irredenta. Así me contaron que era, y así fue como escuché y leí sus historia y anécdotas las últimas semanas.
A lo largo de mi vida ha tenido una relación muy marcada con los perros. Recién hace unos ocho meses tengo gato, por vez primera a mis 39. Siempre preferí a los canes (salvo a ese desquiciado perro salchicha llamado ‘Chicho’ que vive a una cuadra de mi casa y ya me va correteando tres veces). Como manda la ley de la vida perruna, ellos suelen irse antes del mundo. Rex, al que poco conocí; Braco, el que no tenía oreja y era callejero; Saddam, el bruto, fiero y noble rottweiler; Napoleón, nuestro cocker de la triste figura; Samantha, la gringa, altiva y estirada shih tzu, atropellada por un bocho escarabajo; Lucas, ido pronto por una enfermedad, pero increíblemente fiel; Samanta 2, y su indomable temperamento de pekinesa más enana de lo normal. Y los tres que aún están a mi lado: la gorda Clota, la bulliciosa Michel, y el añoso García (por Alan; el nombre se lo puso mi hermano, pero es injusto: es el perro más honesto que he conocido).
No conocí a Perrovaca, pero puedo adivinar el cariño que le tenían los sanmarquinos mediante el que le tuve a mis perros. De todos, al que más nostalgia le tengo es al Braco. Tal vez porque fue con el que más jugué o disfruté, siendo yo entonces un niño. Era mi perro de la casa de Mollendo, y cada verano era al primero de los amigos que quería ver. Lo trajeron de la chacra junto al otro perrito, el Rex, al que le vino una enfermedad y se murió apenas lo estaba conociendo. El Braco vino sin una oreja. Me dijeron que una rata se la mordió y se la tuvieron que cortar porque se le infectó. Así que se imaginarán que era muy tierno verlo parar su única oreja cuando lo llamaba “Braco, braco, bracoooo…”. Dueño de una inteligencia intensa, y de una libertad irredimible. Me iba a la playa, a algunos kilómetros de casa, y de pronto aparecía el perro y se acercaba a jugar con mis amigos. “Hey, Braco, te veo en la casa”, y el perro regresaba más tarde. Se paseaba solo. A veces llegaba medio golpeado, pues era medio “pinga loca” y se metía en problemas. Astuto él, aunque cerrábamos las salidas, el perro siempre se las ingeniaba para escapar. Era noctívago, y alguna vez tuvo una buena descarga de electricidad intentando escapar por las calaminas.
Cuando murió Rex, lo enterramos en el jardín de la vieja casona, donde alguna vez tuvimos patos, gallinero y árboles de granadas (hoy es cochera de estacionamiento alquilada a un hotel). Creo que fue un error (el enterrarlo allí y el hacer cochera). Encima mi abuela puso una cruz sobre la tierra apisonada. Era desgarrador cada noche sentir los aullidos del Braco sobre la tumba de Rex y sus garras escarbando la tierra, buscando rescatar a su amigo. Todo el verano. Pusimos tablas encima, y seguía el leal animal. En las noches, a lo lejos, sentías el rumor de las broncas olas, y entre tumbo y tumbo, el llanto del perro entristecido. Finalmente, pusimos cal. Poco a poco el Braco dejó de buscar a Rex.
En años perrunos, Perrovaca debió de vivir algo así como más de 80 años. El Braco tuvo más. Yo no creo tan fanáticamente en Dios, pero si acaso hay un cielo para mascotas, me gustaría que Perrovaca y Braco se encuentren. Se llevarían bien. Amaban la libertad.
* [Esta columna fue escrita en 2019]
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Muy bueno y sentido artículo 🐶👏🏼
Gracias por leer 🙂