Una sonrisa enmarca su rostro. Camina con cautela, con un ligero balanceo, como eligiendo juiciosamente la baldosa donde colocará el pie en cada paso. Al vuelo saludó a dos o tres personas que salían de su restaurante. No hay persona que en estos predios no la conozca. Jaló una silla alrededor de la mesa en la que estábamos y sin perdonar al tiempo, comenzó: «Mi nombre es Gladys Castro Zeballos y tengo 28 años preparando conchas negras. Esta es mi historia».
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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Una historia que en parte ya la conocía. Conocí el huarique de Gladys en los años 90, cuando el cebiche de conchas lo vendía con almeja y pulpo si lo querías, y costaba siete soles el plato. Por aquella década aún conservaba la carretilla con la que empezó a vender en la calle. La colocaron dentro de un local a la vuelta de Plaza Butters, en Barranco. La vereda era de tierra. Con los años el huarique fue mudando de un local a otro. Siempre cerca, entre Barranco y Chorrillos. A cada local donde se iban, los seguía. Eran los tiempos en que mi equipo, el Alianza Lima, iba a campeonar luego de 18 años sin títulos; y los jugadores de esa temporada acudían con frecuencia a reponer energías con las conchas de Gladys. Tuve una anécdota graciosa. Pues un día fui hasta allá con mi polo manga cero de una barra del Alianza. Quedé con unos amigos del colegio en encontrarnos en el huarique de Gladys, pero para hacer deporte fui trotando y llegué antes. Tenía el pelo largo y una vincha. Allí justamente estaban ya comiendo las estrellas del equipo de La Victoria. Me recosté con pie sobre la pared exterior para esperar a mis amigos. De pronto sale José Soto, uno de los más representativos del equipo. Yo estaba, al azar, frente a su auto deportivo. Me vio y me dio ¡10 soles! de propina. Aún hoy es una excelente propina por cuidar un carro. En ese año el cebiche costaba 7 soles. Pensó, pues, que yo le estaba cuidando el auto.
Pero volviendo al 2023, minutos antes de sentarnos a conversar con la ya histórica Gladys nos encontrábamos frente al tridente estelar de este lugar: cebiche, sudado y arroz… todo de conchas negras. Ya no hacen las preparaciones mixtas con pulpo y almejas. El ambiente festivo en el patio del huarique lo daba la alegría de la gente y un repertorio que combinaba la salsa clásica de Willie Colón, la salva brava de Frankie Ruiz y la salsa sensual de Eddie Santiago.
Solo en el patio de su restaurante hay alrededor de veinte mesas. Adentro unas diez más. Todas llenas de gente. Llegada hora punta, un ayudante apunta los nombres de quienes van a formar la cola. La paciencia es una virtud que el paladar agradecerá. Alonso, el menor de los cinco hijos de Gladys es quien nos atiende. Es un muchacho vigoroso y robusto. Acaso concebido al fragor y poder de la leyenda afrodisiaca del molusco estrella.
Gladys sabe que no hay más secreto que el gusto. Se da el tiempo de atender cada pedido según el capricho de cada cliente. A muchos ya los conoce de años. Unos gustan sentir el sabor penetrante del ajo, otros prefieren que el ácido limón se imponga desde el primer disparo. Nuestra curtida cocinera tiene muchos repertorios en sus manos benditas para interpretar los antojos de sus comensales.
Vamos a la carga. Rompimos fuegos con el cebiche de conchas negras, la joya de la corona de este huarique. Bien cargado y teñido de su oscura potencia. A diferencia de otros lados, no tienes que “pescar” las conchitas: acá te las ponen por montones, en buena cantidad. Pedimos el cebiche tal cual, clásico. Sin preferencias específicas más allá del recuerdo de su sazón. Al llegar a la mesa despierta los sentidos con su sola estampa. Advertimos que viene picantito de frente. De todos modos, hay crema picante en cada mesa si deseas ponerlo más caliente. En mis épocas colegiales que contábamos al inicio, llegue a comer hasta siete cucharaditas de rocoto de este huarique en una sola porción de conchas negras. Según Gladys, llegué a la segunda marca; pues la primera la tenía una profesora de aeróbicos que pudo pasar hasta nueve cucharaditas.
El poder del ajo también está presente en cada bocado. Hay también ají limo picadito adicional para servirte al gusto. El plato —hondo— lleva un sutil salpicado de perejil entre las frescas conchas negras. Choclito desgranado, canchita tostada y chifles son los ingredientes finales.
La leyenda popular cuenta que una vez saboreado y digerido el cebiche de conchas negras de Gladys puede ejercer uno de estos dos influjos en sus consumidores: por un lado, es capaz de gatillar los más primarios instintos de pasión, incluso en los amantes desmotivados—no necesariamente amor, que eso es otra cosa—; y, por el contrario, puede tumbar a los glotones en un largo, relajado y reparador sueño.
LOS ORÍGENES
“Con las conchas negras ya tengo 28 años. Comencé con una carretita en el parque Butters. En ese momento las conchas negras costaban tres soles con cincuenta centavos. Yo vendía pulpo, almejas y machitas en esa época. En ese tiempo la machita con almejas se vendía a un sol cincuenta. Yo estaba por el Banco de la Nación de Barranco, luego estaba por el colegio Rázuri. La gente comía. Los chicos que no tenían mucho dinero comían lo más cómodo y la chicha costaba cincuenta centavos. Los que tenían su platita compraban las conchas negras. Así fue el inicio”, recuerda Gladys. Parece saber ya de antemano todas las preguntas que le haremos. Habla con pocas pausas. Es un torrente verbal y memorioso.
Un refrán popular dice que la suerte no existe, sino que la suerte es cuando la oportunidad y la habilidad se juntan. La oportunidad de Gladys fue que la gerente de aquel banco era de Piura y, como tal, amante de las conchas negras, oriundas de los manglares piuranos. Sabía reconocer si eran en verdad conchas negras. Lo eran y la sazón de Gladys —la habilidad, el otro componente de esta suerte— la flechó. Le suministró agua del local del banco para el carrito de Gladys. Pronto los jubilados, trabajadores y tramitadores que hacían largas colas afuera de la agencia comenzaron a encontrar sosiego a la larga espera en los brazos de su bendecida sazón. Su figura fue convirtiéndose en sello infaltable de ese panorama urbano y de la identidad de ese lado del distrito barranquino.
El carrito con el que empezó tiene su propia gran historia. Fue el mismo que conocí en al menos dos de sus ubicaciones, que lo seguía conservando y preparando en él incluso cuando ya llegó a alquilar local. “La carreta con la que empecé la adquirí en la avenida 2 de mayo, por el Hospital. Esa carretita ya tenía un futuro. Me costó 80 soles. Me enamoré de esa carretita desde el principio. Como no me alcanzaba para el camión, me fui caminando. Vino empujándose hasta Barranco. Yo miraba como salían chispas de las ruedas. Yo no podía agarrar esa plata que era para inversión de mis conchas. Tendré que empujar. Salimos como a las 6 de la tarde y llegamos a las 9 de la noche. Empuja que empuja. Cómo es la vida, ¿no?”, dice ahora Gladys, paladeando sus palabras.
Casi tres décadas después su memoria retrocede peldaño a peldaño, reconstruyendo el relato de su propia vida, de su paciente éxito, de las penurias que tuvo que escamotear. De pronto, en esa arqueología de sus recuerdos una ráfaga de nostalgia la hace callar. Suspira como el náufrago que tras días de flotar a la deriva avista tierra, tierra de verdad. Ancla entonces en las arenas de su ya lejana infancia y soltó una respuesta a una pregunta que aún nadie había hecho: “Yo le agradezco mucho a mis antepasados, de donde vengo, de donde soy. Mi mamá tenía una picantería donde vendía rocoto relleno. Mi madre me dejó ese don en el paladar y en la mano. Yo nací en Lima, pero mis padres son del Cusco. Yo le agradezco mucho a mis padres. Saca tu cuenta. De esa picantería salía el olor. Un adobo de chancho que sale y el olor entra al segundo piso es porque sabes cocinar. Mi madre se llamaba Fortunata. Dios me ha dicho «deja de sufrir, te voy a bendecir tus manos porque tu padre y tu madre sabían del buen comer»».
EL PRIMER SALTO DE GLADYS
Doña Gladys Castro Zeballos llevaba ya más de un año como vendedora ambulante. Eran los turbios años 90. Década de poco orden y ausencias paternales que empujaban a la ciudad a la deriva de su suerte y a muchos a emprender por necesidad. Llegó entonces a la alcaldía de Lima el recordado Alberto Andrade Carmona y con él, su plan de ordenar una capital que ya estaba cercenada por el caos. Los ambulantes tenían que reubicarse. Gladys lo hizo y fue en ese suceso que encontró un escalón para seguir subiendo hacia su destino.
“Cuando Andrade entró dijo que no quería ambulantes. Él me obligó a entrar a una casita a trabajar porque yo no podía detenerme. Era una casita de una mamá soltera a la que le alquilaba el espacio y yo vendía ahí. Ahí metí mi carreta», recuerda Gladys. Y ahí es donde empezó a hacerse conocida en serio.
Los enamorados de su poderoso cebiche la siguieron allí. La casita a la que mudó su carretita era a tan solo unas cuadras. Su sazón se hacía extrañar. La gente compraba su clásico cebiche y paraditos en algún espacio de la calle daban curso a sus platos. Gladys sintió que un futuro mejor podía llegar. Habló con sus hijos. Vendrían decisiones y sacrificios difíciles. Momentos en que los seres humanos se la juegan al todo o nada. Al colegio, de momento, los niños no podían ir: “Mis hijos dejaron de estudiar tres años para sacar adelante este negocio. Les dije que no podía mandarles al colegio porque si no el negocio iba a morir. Ellos llorando me dijeron que ya. Ellos se pusieron a picar cebolla. Mi vida era bien dura. Mis hijos pusieron el hombro y con ellos fui creciendo».
Luego de mucho bregar vino el siguiente paso, convertirse en un restaurante a toda ley. Habló con la dueña de la casa y se propuso acondicionar los espacios del interior. Compró mesas y sillas de fiado, solo con la promesa de pagar con su venta de conchas, que para ese momento eran ya conocidas en Chorrillos y Barranco. Sin letrero que la anuncie, de a pocos empezó a acondicionar los cuartos de la casa. De pronto, no se sabe exactamente cómo, el lugar comenzó a ser visitado por las estrellas del fútbol peruano vigente. Jugadores de la U, Cristal, y en especial los del Alianza Lima se volvieron habitúes.
Luego de ello no hubo vuelta atrás. Sus hijos pudieron regresar al colegio y la economía del hogar comenzó a prosperar.
LA FAMA
El boca a boca que esparció el rumor de un bien balanceado cebiche de conchas negras recorrió el submundo de los huariqueros. Llegaron, entonces, también personajes de la televisión y las primeras entrevistas.
La fama de Gladys coincidió con la irrupción del celebérrimo Gastón Acurio en la escena nacional. Todo aquel que era poseedor de los dotes sagradas de la buena sazón de la comida peruana y cuya fama trascendía las fronteras del barrio era candidato a ser ungido con la gracia de Acurio. Los rumores del recio cebiche de conchas negras de Gladys llegaron a Gastón, entonces el Zeus del Olimpo gastronómico peruano. Él mismo lo comprobó y tal fue su sorpresa que meses después llamaría a Gladys para darle un sitio estelar en un festival que estaba organizando.
El efecto ya se sentía. La cola en el puesto de nuestra cocinera ya se estaba formando desde muy temprano. Aquel molusco norteño se había vuelto, para siempre, en parte indesligable de su nombre: las conchas negras de Gladys.
LA REVOLUCIÓN DE LAS CONCHAS NEGRAS: EL ARROZ CON CONCHAS NEGRAS Y El SUDADO
Un amigo de Gastón Acurio le contó que había probado sudado y arroz de conchas en el norte y le preguntó si ella lo hacía. No lo hacía, pero sabía que podía. Lo improvisó y el hombre quedó encantando. Y el arroz con conchas negras se quedó en la carta. Lo perfeccionó en un solo día, sin más estudio de mercado que el que le decía su instinto de cocinera callejera. Gladys decidió invitarle un poco de aquella preparación a los clientes que estaban sentados en las mesas: «Yo misma les di a la boca uno por uno. Eran como 15 mesas. ¿Cuándo vas a lanzar?, me preguntaban. Yo por habladora decía ‘el sábado’. Ya estaba con los nervios. ¿Por qué dije eso? Si solo hacía para mis hijos y para mí no más. Ya fue. Lo comencé a hacer. La gente empezó a pasarse la voz».
Las semanas siguientes la mayoría de clientes comenzaron a pedir el plato. El éxito fue tal que al poco tiempo y con el dinero que ya tenía ahorrado, Gladys optó por mudarse a Chorrillos a un lugar mucho más grande.
Ese mismo lugar es en el que hoy estamos y ante el mismo plato. La salsa no dejaba de sonar y los clientes siguen entrando y saliendo, saludando y despidiéndose de la matriarca de la casa. No faltan las cervecitas. Gente con camisetas del Alianza Lima, familias completas en amenas tertulias alrededor de las mesas, parejas de enamorados esperando la promesa viril del molusco idolatrado. Allí, inocente de su fantástico embrujo, estaba humeante el arroz con conchas negras frente a nosotros.
De textura arrisotada y agarrando un tono oscuro oscuro, como resulta previsible. Resaltan algunas conchas negras que llegan hasta la superficie del cerrito de arroz. Lo sirven bien caliente, al igual que el sudado de conchas… y es mejor comerlos así, suelta más sabor con la temperatura alta. Si bien se llega a captar el gusto al ajo, parece haber de fondo un ingrediente cuyo enigma guardan con recelo las manos morenas de Gladys y su progenie. Lo sirven acompañado de sarza criolla de cebolla, con la que calza muy bien.
¿Y el sudado? También surgió sobre la marcha en el contexto de un programa de televisión. Ya era la reina de las conchas negras, pero tenía que mostrar más. Se mandó a inventar sobre el pucho un sudado de conchas negras. “Yo hago el mejunje como yo lo sé hacer. Luego de prepararlo, la reportera no sabía qué hacer, cómo se comía… era algo nuevo. Este es un caldito. Me entraron los muñecos. Le echó su ají, canchita y limón y rico con su yuquita. Uy, la china dijo: ‘yo nunca he comido una sopa de conchas negras’. Todos quedaron maravillados ¡Qué rico! Por ella se hizo conocido este plato», relata traviesa y sonriente.
Probamos si será verdad tanta belleza. Y como bien señala nuestra amiga, el sudado es la sangre de las conchas, la savia del sacrificio a los Dioses del placer sensual, los efluvios de los corazones que saben querer y, también, de los que se casan sin amor, la secreta poción capaz de levantar a Lázaro. Que para todo hay arreglo en esta vida con un poco de conchitas negras.
La universidad de las conchas negras está ahora en Chorrillos. Su fundadora y maestra se ha titulado en la calle y doctorado en la adversidad. Sus diplomas son los paladares agradecidos que regresan una y otra vez hasta que nace la amistad.
Va cayendo la tarde y los comensales ya no son tantos. Gladys Castro camina bamboleante, de vuelta, entre los pasadizos ahora sin gente. Nos besa y abraza, nos pide que regresemos. Voltea una vez más antes de desparecer en la seguridad de su cocina y nos hace adiós con su mano de demiurgo, creadora del universo de las conchas negras.
DATOS IMPORTANTES
Horario: Atención de 12 a 4:30 pm de Lunes a domingo
Dirección: Daniel Velez 187, Chorrillos. Al lado del Parque Fátima.
Fono: 998880707
Medios de pago: Efectivo, Yape, Plin, Transferencias
Precios: S/35 cualquier plato
Chorrillos, octubre de 2023
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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