En Venezuela, en Lara, recuerdan los chamos un lugar similar, que han querido reproducir en San Juan de Miraflores. Lo llaman allá ‘La calle del hambre’, acá también. Porque el hambre y los antojos no tienen nacionalidad.
Unas cachapas de maíz amarillo, sutilmente endulzadas con azúcar y rellenas de queso, jamón y rebosantes trozos de chancho pueden ser la clarinada de alerta de la revolución de la comida callejera en Lima. Esa misma cocina abigarrada, pujante, contra viento y llovizna, que hegemónicamente ha reinado desde los años 90 hasta la luna de hoy. En esa década los “carritos sangucheros” se convirtieron en el boleto para salir de la marginalidad. La tierra prometida por los programas televisivos masivos, como el de Laura Bozzo, que regalaban carritos por doquier. Era la profecía del emprendedor que anunció la doctrina Fujimori. Muchos sucumbieron en el intento, varios se dejaron llevar felices por los cantos de sirenas; más otros —no pocos— capearon el temporal del fujishock. Al margen de los esbozos socioeconómicos, los cierto es que lo pollitos bróster, las salchipapas, las hamburguesas con todas las cremas y papitas al hilo dominaron por más de 30 años la comida urbana limeña; particularmente la nocturna.
Tal género de comida callejera tenía la cancha libre, nadie le salía al frente. No obstante, con la migración venezolana de la última década, la competencia ha llegado.
Para la mayoría de limeños aun suena como una exótica opción para calmar los rugidos del estómago; pero en Venezuela, específicamente en el Estado de Lara son una forma contundente, sabrosa y hasta elaborada de darse un gustito —o sustanciosa cena— antes de regresar a casa. Para los venezolanos, así como para los peruanos el pollo a la brasa, el asunto de su comida callejera es un tema de Estado. Hoy, en uno de los distritos más populosos de Lima, podemos encontrar una gran variedad de aquellos sabores llaneros.
En mi viejo San Juan…
En San Juan de Miraflores un extenso corredor gastronómico ofrece las más identitarias sazones de la comida venezolana. En el frontis del colegio Maristas Manuel Ramírez Barinaga, en la Avenida Billinghurst, una parte de la cultura venezolana recorre la vía como un torrente incontrolable. Los colores rojo, amarillo y azul, adornado de estrellas, abundan en cuanto letrero oferta algún bocadillo. Mesas y sillas por aquí y por allá, en las veredas, frente a los carritos multicolores, adornan el panorama. Acá se come en la calle. Compartiendo la compañía al paso de otros parroquianos, que tras un “buenas noches” o un “feliz noche” —como se escucha más por estas comarcas— se vuelven en inseparables amigos de una hora; amigos anónimos que acaso jamás recordarán sus nombres. Las palabras, por un momento, parecen perder la marcada quietud del dejo limeño. El habla, de pronto, se entona al son de un cántico acompasado. Los sonidos de «chamo o chama», «un momentico» o «mi amol» empapan de cariño las formas de comunicación salpimentando la nublada noche. Entre pepitos, arepas, cachapas, tizanas y papelones la gente construye comunidad.
En Venezuela, en Lara, recuerdan los chamos un lugar similar, que han querido reproducir en San Juan de Miraflores. Lo llaman allá ‘La calle del hambre’, acá también. Porque el hambre y los antojos no tienen nacionalidad.
El ritual de las cachapas
Un fornido joven va sacando grandes trozos de chancho de una olla acondicionada en uno de los foodtrack llamado «Cachapa Los guaros». Los coloca sobre una plancha caliente y ayudado de una pinza y un filudo cuchillo los va trozando. La plancha es amplia. Estos “carritos sangucheros” son mucho más grandes a los que estamos habituados. Son más complejos, con varios compartimentos. De pronto el chancho (o cochino, como le llaman a esta hora acá) es cocinado con su pellejo para imprimirle ese toque sabroso que minutos después se percibirá desde el primer bocado. Para los conocedores de la gastronomía nacional y de paladar memorioso les traerá a la mente el frito chiclayano, en el cual el chancho es cocinado de tal forma encuentra en el abrazo del fuego lento la suave textura que doma las pieles de la carne y las melcocha para imprimirse en la memoria a largo a plazo.
En ese mismo instante, otra joven venezolana saca de un gran balde un poco de masa de maíz. Siete de la noche, el balde de aproximadamente 14 litros, aún rebosa de contenido; al caer la medianoche, invariablemente cada jornada, habrá que raspar los fondos para sacarle el máximo provecho. Poco a poco, sobre la plancha enmantequillada, va dándole forma hasta lograr un círculo perfecto. El proceso de preparación de las famosas cachapas está encaminado, ya no hay vuelta atrás. Una vez dorada la masa, un molde entero de «queso de mano» es colocado sobre la masa. El queso de mano se parece al queso fresco pero agarra la textura de un mozzarella. Una lámina de jamón encima y otra con cuantiosos trozos del chanchito que ya está frito. Un poco de queso rallado en la cima para mayor gula, y directo a la mesa.
A la primera mordida se siente el dulce de la tortilla. Un ojo perezoso podría confundirla con un panqueque. No es así. En la cachapa el rol de la tortilla es estelar. Mantiene en su esencia la textura del maíz amarillo molido de forma artesanal. No se usa choclo, se usa maíz amarillo; ese de color incandescente y de pequeños granos. La cáscara del maíz merodea la boca, deja un rezago salado/dulce difícil de catalogar en palabras que aún no pueden dibujar el universo de las sensaciones (cuando a Eguren se le agotaron las palabras de la poesía para expresarse, cultivó entonces el inabarcable lenguaje de las artes plásticas. No todo se puede expresar en palabras. La complejidad de los sabores, frecuentemente, es inefable).
«El maíz amarillo lo mezclamos con un cachito de azúcar», nos explica Rosemary Rodríguez, una joven venezolana que está al mando de este carrito de comida. Es ese mismo dulce que encuentra rápido contraste con el queso derretido que inunda hasta los rincones olvidados del paladar. Lo ponen en cantidades industriales. Se desborda de la tortilla, cobrando un rol protagónico en esta película de sabores intensos. Para enfrentarse a esta cachapa hay que venir con mucho apetito. Una sola podría ser suficiente para calmar el apetito de dos personas. «Aunque incluso hay personas que se comen una tras otras», confiesa entre risas Rosemary.
La gente ya se va formando, haciendo cola o conversando con el de al lado. De pronto las cachangas de cochino van saliendo una tras otra. aquí sale una tras otra. Los mototaxistas también esperan su turno agazapados en sus vehículos. Algunos vienen en compañía de sus novias, y acurrucados en sus mototaxis, novia van disfrutando y compartiendo de las mieles venezolanas. Sin embargo, nos cuenta Rosemary, la cachapa rellena de cochino no es la más popular en Venezuela: “En Venezuela lo hacemos con carne mechada y pollo. Acá es más económico hacerlo con chancho”. La carne mechada es la carne de res deshilachada. Hay una parte de la vaca que se puede deshilachar a la perfección y tras marinarla y someterla a la olla de presión quedan hilachitas largas, tiernas y suaves. En Lara, el lugar de donde proviene Rosemary y en donde las cachapas son pan de cada día, los terrenos ganaderos proliferan, las carnes son de gran calidad y el precio es más accesible que acá en el Perú.
LA IMPORTANCIA DEL MAÍZ AMARILLO EN SU PUNTO
“Para empezar —nos explica Rosemary—, la tortilla se hace con el maíz amarillo. El maíz no puede estar muy duro. Tiene que estar del momento en que ellos [los hombres y mujeres del campo] recogen. Tiene que estar entre tiernito y durito para que se pueda hacer la cachapa”. Es así que la textura juega un rol muy importante. El tacto se va entrenando para seleccionar los granos perfectos. Según nos va contando Rosemary, si el maíz es cosechado un poco más o un poco menos del tiempo ideal, la tortilla sale muy dura y la cachapa se echaría a perder: “La soltura de la cachapa no tiene ese mismo sabor si no es con el maíz perfecto. Con el maíz cuesta mucho para agarrar esa textura”
Para lograr la cocción adecuada que tienen sus cachapas, Rosemary ha tenido que, durante un tiempo previo al montaje de su negocio, encontrar a los proveedores ideales. La búsqueda no fue fácil. Los encontró en el Mercado de Santa Anita, lugar al que constantemente tiene que ir para estoquearse de este producto y también del queso de mano. “Todo lo traen por encargo. El queso de mano también. Nosotros para emprender este negocio tuvimos que buscar de dónde podíamos conseguir los insumos, los ingredientes. No en todos lados hay maíz amarillo acá”.
Es tal vez está dedicación en encontrar los mejores insumos lo hacen que las cachapas de este lugar trasciendan al simple antojo. El viene por primera vez, de curioso, suele regresar. ¿Acaso uno no regresa a los lugares donde fue feliz? “A los clientes que vienen les llama la atención. Es que es algo natural, no tiene mucha salsa. Entonces empiezan a preguntar qué lleva, de qué están hechos. Luego se sientan y empiezan a comer para probar. La prueban y regresan y dicen ahora vengo a probar otra”, narra orgullosa nuestra anfitriona.
La feria constante de ‘La calle del hambre’
Al puesto de cachapas de Rosemary lo anteceden aproximadamente 10 o 12 puestos de comida. Todos estacionados a lo largo de dos muy largas cuadras de la Avenida Billinghurst, en un costado del colegio Maristas. Como si se tratase de una feria gastronómica como Mistura, Perú Mucho Gusto o tantas otras, aquí el universo de sabores y olores trasciende cualquier expectativa.
Al inicio del recorrido que empieza casi en la intersección de Billinghurst con la Avenida San Juan, uno puede encontrar desde arepas rellenas de queso y pollo hasta los típicos hornos verticales de los shawarmas, de origen árabe, pero adoptados con amor por la gastronomía popular venezolana. Las opciones salen al encuentro: humeantes parrillas al carbón, en cuyo interior y ante las brasas fulgurantes se van cociendo chorizos y grandes y jugosos trozos de carne de res que son un anzuelo difícil de no morder para todo huariquero. El olfato se sensibiliza en cada paso.
No pueden faltar los clásicos sánguches llaneros, los enormes pepitos. Aun pidiendo solo la mitad pueden vencer a cualquier glotón. La versión completa es en un extenso pan que supera tranquilamente los 30 centímetros y es rellenado de diversos tipos de carne e ingredientes: res, pollo, chancho, jamones, quesos, tocino, papitas al hilo y sus infaltables cremas al estilo venezolano. Es un sánguche ciertamente hiperbólico.
DULCE PAPELÓN
Un discreto brebaje de color marrón/caramelo es el que hace el maridaje natural con las cachapas. Se llama papelón. Un solo sorbito es suficiente para que delate su alma: !chancaca! Es este dulce refresco es pura chancaca.
Bien heladita esta bebida puede resultar un vicio. A la chanca la matiza un toque de limón, con lo que no solo da gusto, sino que calma la sed. Su consistencia es ligera, no espesa; puesto que el bloque de chancaca ha sido soltado con bastante agua para para que no se haga tan empalagoso como para convertirse en un anticipado postre.
El papelón tiene otras virtudes, además de su sabor. En Venezuela, además de encontrarlo en cualquier esquina al paso y en las jarras de cualquier hogar, se usa como terapia para los males respiratorios. Un buen sorbo de esta bebida hirviendo promete curar y limpiar hasta las más tercas de las gripes.
Empero, el papelón en nuestro país aún no ha logrado construir la popularidad de la tisana, ese rojizo y frutado refresco que suele acompañar las arepas. Francamente, luego de probarlo, creemos que es cuestión de tiempo que se coloque en el imaginario peruano al lado de la tisana como bebida bandera venezolana. Algo así como nuestra chicha morada. No hay que tenerle miedo a lo desconocido. En lo «extraño» vive la diversidad, la construcción de universos de colores y formas que desconocemos. Enfrentarse a lo oculto es descubrir al mundo. Descubrirse a sí mismo. La felicidad puede estar a la vuelta de la esquina.
LA TRAVESÍA DE ROSEMARY
Dos semanas, catorce días, 336 horas por tierra para llegar al milenario Perú. “Yo, para llegar al Perú, tuve que pasar la parte de Colombia, lo que llaman la parte de trocha. No tenía pasaporte para sellar mi salida ni nada. Fuimos una ‘masividad’ de venezolanos y todas las fronteras estaban colapsadas. Yo tardé 14 días en llegar”, recuerda Rosemary, quien estudió informática cuando terminó el colegio.
Pasó en Colombia algunos días y sus noches; luego, solo con su cédula de identificación venezolana, unas cuántas monedas en el bolsillo y un abrazo familiar esperándola en Lima, siguió su aventura incierta rumbo al sur. Hubo noches en que tuvo que dormir en alguna plaza, cobijada por un árbol en el mejor de los casos, hasta que a mediados de agosto de 2018 pisó suelo peruano. El éxodo parecía haber terminado, pero lo más difícil recién empezaba. “Caminante, son tus huellas / el camino y nada más…”, escribió Machado. Pero para Rosemary era más, mucho más, lo que dejaba atrás era todo. Del otro lado del sendero había quedado Roxelys, su pequeña hijita, que había quedado a cargo de los abuelos maternos. Empezó entonces, en el Perú, a andar un nuevo camino, el de la incertidumbre y los sueños por cumplir.
Ya para entonces le hubiera bastado con encontrar un empleo con el que pudiera enviar mensualmente algún dinerito a Venezuela. Pero cuando al calle está dura, tú mismo la ablandas. Montó su propio pequeño negocio de comidas. En las cálidas tierras del norte, como en muchos lugares de Sudamérica, las mujeres aprenden las artes de la cocina casi al tiempo que aprenden a caminar. Rosemary, nacida en el Estado de Lara, tierra de robustas vacas y basta vegetación; pero tierra también de las cachapas y una sazón de conocida tradición, recordó las enseñanzas entre las ollas, fogones y cucharones. Puso al canto su estudios de informática. Primero había que comer; pero para ello comprendió que tenía que hacer comer a otros, a clientes. Pronto averiguó cómo podía hacer para conseguir maíz amarillo y lo que ellos llaman queso de mano, ingredientes base para el plato de marras. Luego de mucho bregar consiguió el dato: el mercado mayorista de Santa Anita.
Para el año 2018, año en que Rosemary llegó a Lima, la población venezolana en nuestra capital llegaba a casi 40,000 personas, número que en el indómito caudal de la historia de las migraciones masivas seguiría creciendo. Cifra oficial, cifra falible. Lo cierto es que son muchos más. La mayoría llegó caminando, trayendo sus sufrimientos y sueños rotos; pero también sus esperanzas y su popular gastronomía. Fue un atronador choque cultural y de comidas. Pero es así como se han formado las grandes gestas culinarias; como el día en que los chinos cantoneses llegaron en condiciones infrahumanas a recoger el guano de las Islas y conocieron nuestros insumos. Nació el chifa, nació el chaufa.
Las arepas y tisanas, con los primeros grupos que arribaron, fueron las puntas de lanza que se incrustaron en la gruesa coraza de nuestra nacionalista comida criolla. Sin embargo, eso solo era la punta del iceberg de una inmensa variedad de sabores y sensaciones que irían coloreando nuestras calles. Pepitos, pabellones, patacones y, por supuesto, las sustanciosas cachapas llegaban como una ráfaga a nuestras vidas y costumbres. Rosemary, en silencio, desde un carrito sanguchero que más parece un foodtruck, en un rincón de Lima Sur, comenzaba a ser testigo y protagonista de este fenómeno social, tal vez sin saberlo, quizás sin darse cuenta de la impronta que está construyendo para la posteridad. Para el análisis de los científicos sociales que disertarán sobre intercambios culturales. En su mente solo estaba su hijita Roxelys y sus papás. Ya puede mandarles dinero. El camino que empezó en Lara a más de 4 mil kilómetros de carretera lo hará de vuelta para traer a su nena. Ya tiene 15 años y la no la abraza desde que partió en 2018. Ya juntó el dinero y en julio de este año irá por ella para seguir caminando… a donde las lleve el destino, juntas… esta vez juntas.
DATOS ÚTILES
Precio: Cachanga de chancho: S/20 / Vaso de papelón: S/2
Medios de pago: Efectivo
Dirección: Avenida Billinghurst (frontis del colegio Maristas) San Juan de Miraflores
Horario: De 6:30 om a 1:00 am
Lima, San Juan de Miraflores, abril de 2023.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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