La Victoria es un lugar de tradiciones. Es un lugar de morenas manos, que sibaritas, incardinan en la inmortalidad las memorias culinarias de la cultura afroperuana. Es un lugar de niños pateando una pelota en la pista con dos ladrillos como arco; soñando algún día inflar las redes del arco sur de Matute. Allí donde el Comando Sur “deja la garganta y también el corazón”; y las caras de Baylón, Cueto, Cubillas y otros brillan día y noche en las paredes y los recuerdos de aquellos que los vieron jugar. La Victoria, para la mayoría, es un distrito; pero para otros es una fuente inagotable de sucesos y experiencias. De historias como las simbólicas raspadillas D’Garibay. Una aventura que empezó en 1960 en el barrio de Balconcillo, donde se le da, por igual, al balón de trapo y a la cuchara de palo.
Lúcuma, fresa, tamarindo, coco con leche y mango son los 5 sabores que llenan de gusto y color el pálido picadillo de hielo que se desprende de una antigua máquina de hierro dotada de filosas cuchillas que funcionan al empuje de una manivela. Unas vueltas siguiendo la orientación de las manecillas del reloj, los engranajes calzando con perfección, y ¡zas!: la nieve está lista para que la magia de los jarabes la convierta en dulce raspadilla. Así, la savia de la vida de este huarique son esos jarabes. Preparados con un concentrado natural de las frutas, son la piedra filosofal que, a lo largo de los años, ha construido la indeleble identidad de las Raspadillas D’Garibay. Algunos han intentado copiarlas, pero hay cosas irrepetibles como el primer amor.
Desde el primer bocado se siente que estamos ante un sabor sincero, sin aditivos artificiales. El hielo, aunque picado y luego compactado con la presión de una cuchara, da la sensación de ser bastante sólido. Cada cucharadita llega al paladar con la consistencia necesaria que prolonga un poco más la sensación fría antes de derretirse al calor de la lengua. La lúcuma, por ejemplo, se percibe espesa, como si la pulpa hubiera salido de las más profundas arterias del fruto. El coco rallado, por su parte, es la prueba palmaria de la condición “natural” de estas raspadillas.
Graciela Doria Garibay es la actual heredera de esta tradición. Pertenece a la tercera generación de la familia. La encargada de mantener a flote una dinastía que ya es muy conocida en La Victoria. Antes de ella estuvieron al mando su padre José y su abuela Graciela Garibay. Ya no están físicamente con ella, pero desde algún lugar del firmamento guían las decisiones de la que fuera su pequeña Gaby.
La última de los Garibay
Para lograr el éxito de los jarabes, Graciela, cada mañana de verano, tiene que madrugar. Estar al tanto de la calidad de los frutos que se utilizarán es fundamental para sacar lo más sabroso de ellos al momento de preparar los almíbares.
“(Lograr esa calidad en) los jarabes, aunque muchos no lo crean, es muy sencillo. Es levantarte en la madrugada y buscar la mejor fruta. Hay personas que me dicen «deberías conseguir un proveedor que te lleve la fruta directo a la cocina». Yo digo que no, porque él te va a llevar la fruta que encuentra. No se va a dar el tiempo de darte la que tú necesitas, de ir a buscar. Verificar si no es muy chica ni muy grande. Que sea de primera”. Cuenta Graciela que “esfuerzo y dedicación” son las dos palabras clave que le dejó su abuela como consejo antes de partir. Y ella las aprendió muy bien.
El hielo, desde luego, es otra de las patas de la mesa en este negocio. Todos los días Graciela consigue de una fábrica de hielo bloques de 16 kilos que se cortan en seis cubos para luego entrar a la centenaria máquina trituradora. “Es una máquina manual… Siempre tenemos que darle mantenimiento a las cuchillas para que se conserve”, nos cuenta, al mismo tiempo que uno de sus tíos, con quienes trabaja toda la vida, convierte los bloques en picadillo de hielo de blanquísimo tono. Todo queda en familia en D’Garibay. Tanto así que Graciela ha rechazado asociarse con empresas más grandes que pretendían industrializar su marca. Es más, a su padre nunca le gustó usar máquinas eléctricas para triturar el hielo. Lo siguen haciendo a mano. Ahí también está el toque de Garibay.
“Yo recuerdo que mi abuela, en la temporada de verano hacía venir de Ayacucho a mis dos tíos con los que actualmente trabajo. Ellos trabajaban con mi abuela cuando eran chibolos”, nos cuenta.
La era del hielo
Años 60 en El Porvenir. Cruce de Lucanas con Unánue. Allí, con una pelota de jebe y dos piedras como arco, un grupo de victorianos comenzó, al más fiel estilo de las favelas brasileras, lo que hoy conocemos como el Mundialito del Porvenir. Al eco de los vítores de la bulliciosa hinchada de aquellos conjuntos de barrio, la abuela descendiente de italianos, Graciela Garibay, comenzaba a escribir una larga tradición que llegaría hasta el sol de nuestros días.
“La fundadora es mi abuela Graciela Garibay, ella es originaria de Ayacucho. Ella viene a la capital en busca de oportunidades. Ella, que era madre soltera, decide emprender”, recuerda Graciela. “La mejor inversión para iniciar un negocio —nos explica— son las ganas que tienes. Yo creo que mi abuela tenía eso. Lo que ella hace es sacar su mesa del comedor para iniciar su negocio de raspadillas y empieza con su mesa, su bloque de hielo y una cuchilla para rasparlo a mano. Pero, sobre todo, tenía la receta de los jarabes que hasta ahora usamos”.
Sin embargo, la historia de las raspadillas D’Garibay también es la historia de la persistencia. Lo que ahora es un espacioso lugar en Balconcillo, alguna vez fue el esfuerzo del peregrino que anda por los senderos buscando clientes: “Mi abuela y mi papá (quien heredó el negocio) fueron ambulantes durante muchos años. Recién hace unos 15 años es que estamos en un local”, recuerda Graciela, quien tiene aún en el reflejo de sus pupilas la imagen de los fiscalizadores municipales persiguiéndolos. No muy diferente a como sucede actualmente: fornidos agentes duros con los humildes que salen de abajo y cabizbajos con las grandes corporaciones que nos los dejan ni pisar el felpudo de la entrada.
Nuestra anfitriona es risueña y habla claro. Comunica bien. Aunque tiene dos carreras —comunicación audiovisual y marketing—, se hizo entender en la calle. Hay niños y niñas que prefieren jugar con carritos de juguete; otros, a las muñecas. Graciela, con seis añitos, se paraba al frente de la máquina del puesto ambulante con el que empezó todo, y jugaba a preparar raspadillas y luego se las ofrecía a los caminantes a cambio de una moneda que luego guardaba en una caja. Aquellos años, en el picante El Porvenir, la buena Gaby aprendió a tratarse con los palomillas.
Es verano, ardiente verano. De hecho, este huarique solo funciona desde fines de diciembre hasta fines de abril. El húmedo calor limeño apremia con fuerza. Gabriela está atenta a todo, mientras conversamos sigue dando indicaciones. Viste de rojo, el color que domina su local. Una larga hilera de calurosos clientes se va formando en cola. Una gota de sudor deja un rastro brilloso en los mofletes de uno de ellos, un abultado comensal. Al finalizar la temporada estival Gaby regresará a sus otras profesiones. El legado de los Garibay quedará en buenas manos hasta el verano siguiente.
DATOS ÚTILES
Dirección: Av. Las Américas 151, Balconcillo, La Victoria
Precio: Vaso S/5 Taper S/7 Litro S/12
Horario: 10 am a 6pm
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
Comenta aquí