En la esquina de la cuadra 50 de la Av. Arequipa, en el cruce con la calle Gonzáles Prada, un pequeño puestito de churros se ha convertido, desde algunas décadas, en sello indiscutible del paraje urbano en esta zona de Miraflores. Vecinos, trabajadores de la zona y hasta los gamers que van a arreglar sus computadoras al conocido Compupalace hacen una pausa impostergable en sus quehaceres para calmar las demandas dulces del deseo.
Al mando, como empresario, cocinero, cobrador y vendedor, un solo señor, uno al que llaman don Claudio. Apellidado Balbín. Simplemente ‘Don Claudio’ para los amigos, que a estas alturas de la vida y luego de haber cumplido 82 años, son muchos. Aquí, desde su pequeño bastión, este veterano de corto hablar y cálida sonrisa, desborda de dulce y enviciante sensación a todos sus clientes. “Por si acaso he comido mucho churro. Es la receta para larga vida. ¿Sí o no? [Ríe]. Bastante churro da fuerza”, se adelanta y comienza la danza.
Ahí vamos a darle una probada a la fuente de la eterna juventud. Desde el primer mordisco se siente el impacto. Para empezar, siempre están calientitos, o tibios cuando menos. Don Claudio va cocinándolos de uno en uno para que no se peguen, para que no pierdan ese delineado perfecto que solo le puede dar a la masa una máquina prensadora que él mismo mandó a hacer. Una breve pasada por la freidora con aceite hirviendo y listo: el dorado perfecto encandila los ojos. En horas de mucho flujo entran hasta 18 churritos por freída. Los churros le quedan con una crocante capa exterior que va diluyéndose en el paladar. Suaves por dentro, se siente el sabor a camote de la masa en cada bocado. Esto se debe a la harina con la que los prepara. Don Claudio, para llegar a la receta que conquistó a muchos, tuvo que experimentar bastante. Al final, los churros ya listos son colocados en una bolsita de papel y son espolvoreados con una copiosa lluvia de azúcar blanca mezclada con canela en polvo para endulzar hasta a los días más mustios. Si estás con problemas, con un día para el tacho; tal vez acá encuentros un poquito de felicidad. En suma, buenos hasta para la depresión.
La magia esta en la mano de quien lo prepara y, claro está, en la receta misteriosa de la cual solo nos puede decir que lleva harina con camote. El resto de ingredientes solo los sabe él mismo y aún no está dispuesto a compartirlos. Ni la fórmula de la Coca Cola ni la receta de la cangreburguer son guardadas con tanto celo. “Influye mucho la mano de uno, todo es al pulso. Ahí en la prensa entra la masa y le voy dando vueltas y vueltas, y ya cuando va bajando para ir a la sartén tiene la forma necesaria. Esta máquina la mandé hacer con un amigo que reparaba refrigeradoras. Le pregunté si podía hacer y me dijo que sí”, se anima a revelar don Claudio, nada más. Y acá estamos 50 años después parados frente a una de las leyendas de los churros en Lima.
Nos cuenta que al inicio comenzó a preparar los churros con harina de trigo, como lo dictan las recetas tradicionales, como los preparaba su amigo español que vendía churros en el Jirón de la Unión y de quien tomó el envión inicial. “Yo no vendía churros al inicio. Había un español al que solamente lo veía preparar [le llamaba mucho la atención]. En el Jirón de la Unión trabajaba. Yo me fui ganando su confianza y me decía «esto es así, así», qué tanto hay que ponerle. Dije un día «comenzaré a hacer» y comenzó a salir. Con el tiempo le fui cambiando la receta. Ahora ya hago con harina de camote. Me di cuenta que con harina de trigo el problema era que a veces salían duros; ahora con harina de camote suavecito salen”, recuerda risueño, sabiéndose dueño de la Piedra Filosofal de los churros.
Soy muchacho provinciano
Nacido en Huancayo, don Claudio llegó a Lima en el año 1941. Hace apenas dos años se había iniciado en Europa la Segunda Guerra Mundial. Las primeras oleadas migratorias iban poblando una ciudad que para ese entonces solo tenía 1,800,000 habitantes. Con 17 años apenas cumplidos, como muchos provincianos, tenía en la mente llegar a la gran Lima, la tierra prometida. Como cantaba Luis Abanto Morales: “Las locas ilusiones me sacaron de sacaron de mi pueblo; y abandoné mi casa para ver la capital”. Es así que la capital se convirtió en una suerte de sueño americano versión nacional; un sueño en que hay que despertar a la ruda realidad para que no se convierta en pesadilla.
“Yo vine a Lima por trabajo. Antes habían venido otros familiares. Yo llegué al barrio de Mendocita [La Victoria]. Bravo el barrio desde antes. Como mis primas vivían años ahí, yo ya salía tranquilo porque no chocaban con nosotros. De ahí ya me pasé a trabajar a Surco”, rememora, mientras sigue metiendo manos a la masa. No teme al aceite hirviente.
La vida en Lima para don Claudio empezó en un viñedo de esos antiguos que existían —y aún hay— en lo que hoy conocemos como Surco Viejo o el pueblo de Surco. Allí, entre uvas y botijas de vino, pasó sus primeros meses. Pero todo era temporal, como él bien dice. Este huancaíno sabía que había algo diferente para él; aún no sabía exactamente qué, pero sabía que su destino sería dulce. Luego llegó un verano y con un recipiente de tecnopor y hielo tuvo que caminar ida y vuelta todas las playas de Miraflores vendiendo el popular ‘glacial’: helados de hielo y de pura fruta que refrescan en los días de atosigante sol. Claudio no le corría a la chamba. Sin embargo, terminaba el verano y había que buscar el éxito en el incierto horizonte que traza dibuja el camino de los emprendedores.
Fue así que se le encendió el foco y pensó en preparar churros… aquellos mismos del español del Jirón de la Unión quien decidía regresar a su península y continuar su vida allá para cerrar el círculo y morir donde nació. Don Claudio iba a tomar la posta.
El inicio con los churros
Circa 1983. Don Claudio, con la receta en la mente y con un triciclo blanco acondicionado para preparar y freír sus churritos, comenzó a recorrer las calles de Miraflores. Comenzó por los colegios más tradicionales del distrito y se dio cuenta del éxito que empezaba a tener en poco rato. Al cabo de unos meses ningún alumno quería ir a casa si no compraba sus dulces churros a la salida del colegio, como para alegrar las largas jornadas escolares.
“Empecé afuera de todos los colegios, como teníamos permiso para todo Miraflores… Ahora las cosas son distintas, solo tienes permiso para un lugar en específico. Ya no me puedo mover, ya no ya. Yo me paseaba por el Markham, el Colegio Americano, el Champagnat, San Jorge, Carmelitas, Reparación, todos los recorría”, recuerda hoy, 50 años después de aquellos meses iniciales que marcarían su vida para siempre.
A sus 82 años, a Don Claudio el hálito del amanecer lo encuentra ya despierto. Él se adelanta y con el letargo del sueño ya domado por la costumbre de tantos años, comienza a preparar la masa de sus churritos desde muy temprano. Este proceso lo tiene que repetir todos los días, puesto que no usa ninguna clase de preservantes para ahorrarse trabajo. Tampoco usa levadura, lo que es importante para que sea aún más natural. Todos los churros son preparados con la misma masa del mismo día.
Su carrera nómade llegó a su fin y hoy ya está asentado desde hace más de 25 años en la calle Manuel Gonzáles Prada, en las afueras de Compupalace. Recuerda que esa zona también ha sufrido múltiples cambios: “Acá era el Liceo Comercial. Al lado la casa Marsano. Esas épocas… Marsano traía carros que exhibía… como toda la vida ellos han trabajado así, grandes millonarios. Muchos años atrás la hacienda Marsano era hasta Surquillo, todo era de ellos”.
¿MANOLO? QUIÉN TE CONOCE
En Miraflores la palabra churros está indefectiblemente ligada a Manolo. Creado desde hace más de 50 años y ubicada en la céntrica Avenida Larco, se convirtió en el lugar icónico para disfrutar de unos churros con chocolate para muchas generaciones de miraflorinos y vecinos. Actualmente a Manolo y a don Claudio los separa quizás menos de un kilómetro de distancia. Hay que recordar, además, que los churros de don Claudio son sin rellenos, los clásicos, como también los tiene Manolo en una de sus versiones. Y aunque lejos de la sofisticación que puede ostentar en la clásica cafetería de Larco, el sabor y la calidad de los churros de Don Claudio no tienen nada que envidiarle… ni a Manolo ni a nadie.
Aquí no hay un extenso equipo de mozos al servicio de uno y ni siquiera banquitas para tomar asiento. Son churros al paso, churros para la gente de a pie. Churros hechos artesanalmente por las nudosas y fuertes manos de un octogenario que sobrevivió vendiendo en la calle a las épocas del terrorismo, a la hiperinflación, a dictaduras de todo pelaje, a la escasez, a las epidemias y pandemias, a las olas de delincuencia; en buena cuenta, un veterano que sobrevivió al Perú. Son churros para el corazón.
Y es que cuando algo rico viaja desde nuestro paladar se instala para siempre en los fértiles campos de la memoria, del alma y del corazón; y allí permanece hasta el final de los tiempos. “Acá vienen siempre, el que prueba ya no deja. Vienen hasta de La Molina”, nos dice orgulloso y hace una pausa para atender a los clientes que ya empiezan a hacer una fila.
Posdata. El carrito de don Claudio tiene un letrero que muy claro dice que quema y es mejor no tocarlo. Bueno, no lo leímos a tiempo y acá estamos tipeando con una ampolla en el brazo. Gajes del oficio.
DATOS ÚLTILES
PRECIO: S/ 3 SOLES (PORCIÓN DE 6 CHURRITOS APROX.)
MEDIOS DE PAGO: SOLO EFECTIVO
DIRECCIÓN: CALLE GONZÁLES PRADA CUADRA 1
Lima, Miraflores, marzo de 2023
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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1 comentario en «Los churros de la vida eterna»