Esta es la tercera biografía novelada que leo de Stefan Zweig, la de María Estuardo. Leí antes la de Fouché (dos veces) y la de María Antonieta. En mi ranking personal, Zweig está en mi top 10 de mejores escritores universales.
Este libro narra la trágica y azarosa vida de una mujer de indomeñable carácter. Solo la hermosa y ruda tierra escocesa pudo parir una mujer de tan espléndida, recia y asombrosa naturaleza. Reina desde nacida, traicionada desde entonces. Coronada también en Francia y pretendiente al cetro británico por regios derechos. Dos veces viuda antes de los 25 años. Y aunque reinó en un mundo de hombres y aceradas normas religiosas, gobernarse a sí misma fue su cadalso. Ella tan solo quería amar y ser amada en una tierra de hombres y codiciosos. Y no se le permitió. Y amó y fue amada. Y no se le perdonó.
Así fue María Estuardo y así de intensa fue su vida. De su real mano escribió alguna vez al cardenal de Lorena: “He sufrido injurias, calumnias, prisiones, hambre, frío, calor; he huido, sin saber adónde, noventa y dos millas a través de los campos, sin detenerme ni apearme, sin sustento ni descanso”.
Su principal virtud fue también la causa de sus mayores desgracias: ser increíblemente apasionada. Pero es sabido que en las personas en que la pasión domina, la razón cede. Tal inclinación hacia la vida y a asir la corona británica —además de la escocesa—, le ganó una enemiga mortal. Y no cualquier persona, sino otra mujer de extraordinario talante, otra reina coronada: Isabel. La historia de María Estuardo puede ser vista también como la historia de la enemistad con la ambigua reina de Inglaterra. Ambas soberanas, enfrentadas en una guerra de personalidades. La escocesa vehemente y turbadora; la inglesa incierta y calculadora. En tal juego, terminaría María Estuardo siendo traicionada de infame manera por la británica; quien, en lugar de dar a asilo a una prima suya, le dio prisión.
Princesa, reina, acusada de conspiración (y ciertamente conspiradora), adúltera, cómplice de asesinato, justiciera, prisionera, soldado, y fugitiva. Perdida la corona, la libertad y finalmente la testa, jamás perdió su infatigable pasión para amar, ni las tragedias ensombrecieron su ingobernable voluntad. Jamás cedió sus regios derechos ni los títulos que por derecho divino y de sangre le correspondían. Ante una farsa de tribunal y negociadores amañados, resumió así la defensa que no se le permitió: “Ni una palaba más acerca de la posibilidad de una renuncia a mi corona. Antes de convenir en ello estoy dispuesta a la muerte, y las últimas palabras de mi vida serán las de una reina de Escocia”.
Hay quienes creen que alrededor de la Estuardo se tejía un hálito de maldición. Todos los que la amaron de cualquier modo terminaron asesinados o muertos: Francisco II de Francia, Bothwell, lord Darnley, Rizzio… el poeta Chastelard, quien al momento de su ejecución gritó en dirección del palacio de Holyrood “¡Adiós a ti, tan hermosa y tan cruel, que me matas y a quien no puedo dejar de amar!”. Pero no solo los que la quisieron bien, sino también los que la quisieron mal acabarían sus vidas intempestivamente. Así, los condes que la arrojaron del trono de Escocia como los que la condenaron en Inglaterra tendrían finales trágicos. Maitland, York, Morton y hasta Moray, su medio hermano, fueron asesinados por una u otra razón. Con acierto escribió el conde Norfolk: “Nada de lo que es acometido por ella o para ella tiene jamás resultado favorable”.
Pocas veces la historia de las ejecuciones ha visto morir a una mujer con tanto aplomo. A un palmo de la muerte, en su minuto supremo, se dirigió a los verdugos con estas palabras: “Os perdono de todo corazón, pues espero que esta muerte pondrá término a todos mis dolores”. Luego, suavemente, pero con la bravura de cien tigres, posó su níveo cuello para recibir el tajo mortal y gritó sus últimas palabras, para que el mundo y la posteridad sepa que moría como católica: In te Domine, confido, ne confundar in aeternum.
María Estuardo, reina de Francia, reina de Escocia, hija de María de Guisa, nieta del temible y todopoderoso Enrique VIII, guardiana de la Fe Católica, poseedora de la sangre de los Tudor y los Estuardo, soberana por designio de Dios, aun estando el regio pescuezo bajo el tajo del verdugo, murió con el inconfundible porte de quien está nacida para mandar.
Su cuerpo, por capricho de los tiempos, reposa actualmente en la abadía de Westminster, a pocos metros de la sepultura de Isabel I, su prima y rival.
Una de esas criaturas que alumbra la Historia Universal cada cien años. Tremenda mujer y fascinante personaje, desde la cima de su corona hasta la punta de sus pies.
[Columna publicada en 2019 por su autor]
Por: Eduardo Abusada Franco
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