Aproximadamente un 2 de agosto se hizo el anuncio del descubrimiento. La prestigiosa revista Nature confirmó el hallazgo. Vi a la noticia en la BBC, la importante agencia del Reino Unido. Medios de todo el mundo anunciaban que los restos de la criatura más pesada que ha existido sobre el planeta Tierra habían sido encontrados. Para más señas, en el desierto de Samaca, en Ica, en Perú.
Por: Eduardo Abusada Franco
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Al fósil se le ha bautizó como Perucetus colossus (el coloso cetáceo del Perú). Esa semana el teléfono de su descubridor, Mario Urbina, no dejó de sonar. Tanto la prensa nacional como internacional querían hablar con él. Conseguí su número y lo llamé, con poca fe en que me conteste. Atendió a la primera, en medio de otras conversaciones. “Vente hermano al museo el sábado y conversamos”, me dijo. No le importo que no sea solo un cronista anónimo independiente. Mi idea inicial era escribir un relato, pero las ocupaciones me fueron ganando.
Fui entonces al Museo de Historia Natural de la Universidad de San Marcos —en Av. Arenales, cuadra 12— un par de semanas luego y estaba totalmente lleno, tanto de chicos como de adultos; y otra vez la prensa extranjera que no cesa de hacerle tomas a Mario. El tipo es peculiar. Llama la atención para cualquier periodista. Fuma mientras da entrevistas, lleva bastón y siempre está pegado su canguro en la cintura. No tiene filtros al hablar, se va de boca. Lo que gusta a la prensa, alguien de declaraciones “polémicas”. Un hombre que se hizo contra la corriente, sin acabar el colegio. Es nuestro Indiana Jones sin matices de héroe; sino realista, tal cual, con altos y bajos, como cualquier ser humano… aunque está un poquitín loco, eso sí.
Los visitantes no solo estaban viendo las once gigantescas vertebras desenterradas, sino que todos los salones estaban llenos de gente revisando las exposiciones permanentes, leyendo las anotaciones, tomando fotos de milenarias osamentas reconstruidas y otras quebradas, de atemorizantes animales disecados. Un papá con su hijita en hombros; una profesora con sus alumnas; chicas que se hacen fotos en pose con un pie alzado como si modelaran; otros adolescentes que miran los restos y también, de reojo, a las chiquillas. Mario ha resucitado el museo, le ha dado una inyección de vida. Al menos por varias semanas.
En la exhibición el día que fui están once vértebras, de las cuales una está rota. También está una costilla. Se ha puesto una vértebra de ballena azul al lado para comparar y evidentemente las del coloso peruano se ven mucho más densas y grandes. Es lo que hay hasta ahora. Mario necesita encontrar, sobre todo, la cabeza del codiciado esqueleto, que en vida, según los científicos, pudo pesar entre 84 y 320 toneladas.
Mario ha salido y hay toda una cola para saludarlo y hacerse una foto con él. Besa a los bebes que le acercan. Niños, adultos, todos quieren fotos con él; y él atiende a todos. Es un rockstar a esta hora. Por su pinta cuesta creer que ha excavando tanto en los áridos desiertos de la costa peruana, pues se le ve muy flaco y camina muchos kilómetros. Sin embargo, acá, a todos quiere contestarles algo, decirles algo.
Es mediodía del sábado y la gente sigue haciendo fila para conocerlo a pesar de ser hora del almuerzo. Creo que quieren conocer más a Mario Urbina que a los restos del colosal fósil. Total, aquellos huesos esperaron durante unos 39 millones de años para ser encontrados por un científico que no acabó el colegio. Pueden esperar un poco más.
Este día no se le va a poder entrevistar, mucha gente lo requiere. Hice mi cola como cualquier otro para saludarlo, pese a que me había dicho por teléfono antes que vaya a verlo. Este primer acertamiento no estuvo mal. El profesor me reconoció, no sé como, pues nunca me ha visto en persona. Me dijo “tú eres el escritor, ¿no?”. Favor que me hace.
Le comento la cantidad de gente que quiere saludarlo. “Como nadie me reconoce ni mierda en este país, al menos me reconoce la gente”, me contesta. Esta es su paga. Habla con pocas cortapisas. Quedo en llamarlo cuando esté más tranquilo. La gente está que espera su turno por la respectiva foto y me estoy demorando mucho. Al menos cumplí mi palabra de ir aquel día. Regresé el sábado 12 de agosto para que vea que sí en verdad quiero escribir su historia. A diez días del anuncio del descubrimiento a nivel mundial. Mi plan era ir con el él campo, participar en la búsqueda de la cabeza del extinto animal, ser testigo del desarrollo de la ciencia en tiempo real; más las ocupaciones atrasadas me han ganado. Para un paleontólogo el tiempo puede ser un aliado, la paciencia es su virtud; para un periodista, el tiempo y el espacio son tiranos. Apremiado por el implacable presente y la “hora de cierre”, comparto acá la entrevista que le hice al paso en mi segunda visita:
¿Qué tal profe, como va todo?
Saludando a los chicos que vienen de los colegios, de las universidades.
Está todo el día acá…
Todo el día.
Profe, ¿cómo ha cambiado su vida en las últimas semanas?
No mucho.
¿Cómo que no, si ahora es una celebridad?
Siempre he sido una celebridad fuera de este país, no en mi país.
En este país no está muy desarrollada la ciencia de la paleontología…
Debe estarlo porque ganamos todos los años. En el último Simposio de Paleontología de Mamíferos Vertebrados, 50% de las exposiciones eran nuestras y el otro 50% era del resto del mundo. O sea, no estamos tan mal.
El problema mío es que escribo para científicos, y no para divulgar a nadie Y eso es lo que falta, divulgar lo que se hace para científicos.
Imagino que ahora ha mejorado la divulgación, pues lo he visto hasta en la BBC, están viniendo los colegios.
Sí, pero el año pasado también he estado en la BBC, he estado en el New York Times, he estado en todos. Esta vez ha sido la primera vez que los peruanos han reaccionado.
Pero, ahora que están viniendo los niños, ¿cree que alguno se anime a seguir la carrera de las ciencias?
A todos los desanimo yo [ríe].
¿Por qué?
Para hacer ciencia en el Perú tienes que estar algo loco y ser una persona estoica.
Usted vivió en Chaclacayo. ¿Desde allí le nace la afición por explorar?
De chiquitito mi casa tenía un cementerio.
¿Cómo que en su casa había un cementerio?
Era una casa bastante grande donde había un cerro y allí había un cementerio. Bien cerca. Y esa era mi casa de juguetes. Allí me iba a sacar huesos como si fuera una juguetería. Desde chiquitito ando desenterrando muertos.
¿Y no le daba miedo?
Perdí el miedo cuando tenía siete años. Bueno, fue la primera vez que me dio miedo también.
¿En qué sentido? ¿Qué pasó?
Me había escapado de la hacienda a buscar un cementerio que había escuchado a los peones haber estado huaqueando una noche antes. Y me fui con las indicaciones de los peones, solo con mi caballo a buscar la huaca. La encontré en la tarde. Antes me tuve que pelear todo el día con el caballo. Me traje un montón de cabezas así con pelos, con sus rostros. Y a mitad de (camino de) llegar a mi casa había un sonido de viento, que silba. Y (veo) las caritas de los compadres… por primera vez, me empezó a dar miedo. Por el miedo me provocaba tirarlos, pero me había dado tal trabajo de ir a buscarlos y me compuse y dije para qué voy a tener miedo si ya los tengo ahí asegurados. Tenía siete u ochos años.
¿Cómo era entonces donde usted vivía?
Era una hacienda que tenía tres pueblos adentro, hermano.
¿Tenía hermanos?
Somos, uno, dos, tres, cuatro, cinco, somos cinco… seis con el Benjamin.
¿Y sus papás qué decían de esta afición suya?
Mi mamá me cuadró a los 9 años. Me preguntó qué hacía yo con tantos muertos en el cuarto. Y le dije pues que eso era lo que me gustaba hacer. “¡¿Por qué no vas a jugar pelota con los otros chicos?!”, me decía. Pero más fascinante me parecía armar los esqueletos y ver las diferencias entre sexos, edades, desgastes, roturas.
¿En qué año ha nacido usted?
En el 62.
¿O sea, qué edad tiene ya?
Ya no cuento mi edad, calcula tú. Si yo calculo me vuelvo loco. Es que el tiempo para mí es un problema.
Algo que leí me llamó la atención. A pesar de ser usted un científico y publicar en revistas internacionales, ¿es verdad que no acabó el colegio?
Lo dejé por la revolución. Y lo dejé también porque me llegó a aburrir. Estudié en Lima un tiempo y después regresé a mi antiguo colegio en Chaclacayo y el director me dijo: “Veo que no te gusta mucho el colegio”. Y le dije que quería hacer lo que en ese tiempo hacía, que era vender loros. Era un buen negocio, rentable. Era la época en que no había dólares en el Perú. ¿Cómo los vendía? A millonarios, a embajadores. Los embajadores han sido una gran cosa para mí porque me conectaban. Y a todos los fascinaban los loros.
¿Pagan muy bien por los animales?
Sobre todo por los esqueletos a mí me han llegado a pagar muy buen dinero. Lo que pasa es que las leyes cambiaron y como una persona normal no puedes hacer transacciones con animales en vías de extinción.
Entonces, digamos que usted era un aventurero, un explorador. ¿Cómo así llega al campo científico, como llega a la paleontología?
Bueno, yo estoy acá [en el Museo de Historia Natural] desde que tengo 17 años trayendo muestras al museo. De que me he abocado a la paleontología ha sido tal vez por Sendero Luminoso, que me arruinó todos los negocios en que me iba metiendo. Mi primer trabajo acá fue buscar embriones de delfín. Una cosa nada fácil, sobre todo embriones de delfín rosado.
¿Qué son?
Nonatos. Era un trabajo complicado. Al final traje un par, no como quería.
De allí empezó a vincularse con el museo…
Sí, mi vínculo con el museo fue de temprana edad.
¿Y cómo es que Sendero Luminoso le arruina el negocio?
Porque yo donde iba a trabajar estaba metido Sendero Luminoso. Cuando estuve en los insectos… me arruinó también el negocio de los animales. Bueno, las leyes también me lo arruinaron. En el negocio de insectos me lo arruinaron, porque se llevaron a todos los ashánincas de esclavos [quienes le vendían tarántulas]. Me arruinaron el negocio de los cristales de roca, me cerraron las minas, se llevaron toda la dinamita. Yo he tenido que pasar por ladrones, militares, senderistas, emerretistas, Policía Nacional… todos te bajaban del carro.
Profesor, ¿cuándo regresa al campo de nuevo?
Estoy descansado porque estoy muy flaco. Debo engordar un poco y mientras he tomado vacaciones. Pero ya regreso pronto.
Y para logar estas exploraciones, ¿a qué entidades les pide financiamiento?
A toda institución con las que se trabaje. El Museo de Paris, el Museo de Nueva York, el National Science Fundation, etc. He ganado un premio Rolex hace poco.
¿Y qué falta con este proyecto del Perucetus Colossus, que me parece que es el más importante de la paleontología peruana?
Es el fósil más caro de la paleontología peruana.
Lo han sacado a cincel, ¿no?
Así es. De los seis años cavando, cuatro han sido a golpe de cincel.
¿No es peligroso usar dinamita, no puede romper el fósil?
Estás hablando con un experto mundial, con el mejor del mundo en su trabajo… o sea…
Disculpe [risas]
Y encima no recibo paga, imagínate.
¿Será un suceso cuando encuentre la cabeza de fósil?
Eso ya depende de la suerte, no depende de mi trabajo.
¿Está esperanzando en que la va encontrar, cree que está todo el fósil completo allí? ¿Se encuentran todavía fósiles completos?
Claro que sí, pero si esté está completo o no es todavía para mí un misterio.
¿Le ha agarrado cariño a este fósil, supongo?
No, lo detesto.
¿Por qué?
Porque por este fósil, hay otros de sus hermanos tirados en el campo con los que llenaría un museo con la plata que me he tirado. Es como cuando tienes hijos y solo tienes para mandar a uno a la universidad. Tienes que escoger al mejor, ¿y los otros? Bueno, yo paso por eso porque tengo miles de hijos.
Mientras conversamos caminamos un poco por los jardines y patios exteriores del museo. El profesor Urbina abre su canguro y saca un cigarro y lo prende. El cigarrillo no era nuevo, estaba empezado. Siempre anda con esa carterita a la cintura. Imaginé que guardaba allí algún utensilio de explorador, pero es para sus cigarros y lumbre.
Usted camina bastante, ¿siempre ha tenido este bastón?
Recién hace unos años. Tengo el nervio ciático muerto. Me pusieron una vacuna mal puesta y me han cagado. Encima que tengo un trabajito de caminar, caerme, y caminar, caerme… parezco un viejo de 80.
¿Y cómo aprendió a montar caballo?
Ah, nunca me he caído de un caballo. La vida nunca me ha tumbado hasta ahora de un caballo. Y eso que varias veces me ha querido matar un caballo. Desde chiquitito me he montado solo al caballo, nadie me ha enseñado nada. He ido la selva con caballo, he cruzado río a caballo. Cuando he regresado el río había crecido diez veces su tamaño y el caballo se ahogó y casi me ahoga a mí también.
Aprovecho para dar una vuelta por el museo. Entré a conocer el serpentario. Me fascinó la víbora de cascabel. Estaba enroscada en su jaula, harta quizás de todos los que quieren verla. Al acercarme para verla bien, como en las películas del oeste estadounidense, hizo sonar y vibrar su cascabel. Suena igual de fuerte que en las películas. Tenía la idea de que ese solo era un recurso de los sonidistas en la edición de los films.
De la misma especie, de aquellos animales solitarios, a pesar de la momentánea fama, parece también ser nuestro aventurero profesor. Al irme lo veo a varios metros, sentado en las escaleras de la entrada principal, fumando. Es cualquier tipo allí matando rato, mirando las mariposas y a la gente que entra y sale; no es, en esa hora muerta y deliciosa, el hombre que ha hecho uno de los descubrimientos más importantes en la historia de la paleontología mundial. La cabeza del Perucetus Colossus aún espera por él. Tiempo al tiempo.
Por: Eduardo Abusada Franco
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5 comentarios en «Mario Urbina, el científico que no acabó el colegio y que de niño jugaba con muertos»