Vivió algo más de setenta años, la mayoría de los cuales los pasó en un manicomio recluido por voluntad propia, consciente de que –como lo dejó grabado en un verso— aquel que se quería salvar debía asirse bien a su grito. Así lo hizo y se pasó la vida entera abrazado a su propia voz y a todo lo que esa voz traía y evocaba. Era su plenilunio pero él sabía que era casi nada. Vivió como murió y murió como presintiendo sus versos. Nada buscó y seguramente nada encontró, pero ya lo había anticipado desde sus claroscuros más brillantes: No, no soy yo el que busca / el poema, ni siquiera la vida/ soy un animal acosado por su ser/ que es una verdad y una mentira.
Su nombre era aristocrático, pero decidió cambiárselo por aquel otro con el que sería reconocido durante más de cincuenta años en algunas tabernas del centro de Lima y en el vestíbulo del hospital para enfermos mentales de Magdalena en el que, de cuando en cuando, algún curioso preguntaba por él: Martín Adán. El mono y el hombre en lucha desigual e insoportable que nutrió su monólogo interior que algunas veces salió a luz en los poemas que conocemos.
Estaba perdidamente enamorado de las estrellas (¿Quién si no, podría escribir: desde antes del tiempo Dios me espera?) pero estaba tan hundido en el barro que no intentó jamás alzar vuelo. Solo, en la vastedad de su sueño y de su olvido, vivió acompañado de las palabras y de los silencios y de nadie más. Ese fue su mundo y así nos lo entregó a nosotros. Un mundo resucitado con el lenguaje que al poder significar el ser y la nada lo significó todo, también el lodo y las estrellas que a un tiempo lo angustiaron y fascinaron.
Fue solamente un poeta, es decir, alguien que nombra a Dios y a las cosas en lo que son, como escribió Heidegger. Dijo la palabra esencial y se calló porque lo había dicho todo.
Fundó el ser aunque luego lo arrojara a las alcantarillas porque era suficiente el verbo que crea y resucita. Su vida transcurrió en los extramuros del Paraíso pero por eso mismo pudo conocer el epicentro del universo. Solía decir: Lima tiene muy hermosos crepúsculos, por ejemplo yo. Un tarde, en medio de los locos y de los predestinados, ese crepúsculo se ocultó por última vez. Alucinante y rojo sigue hasta ahora allí, en el patio del sanatorio que por más de cincuenta años fue su madriguera, su jardín, su casa con gladiolos y claveles.
Por: Jorge Alania Vera
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