De niño, cuando veía el enorme diccionario con que mi papá, su papá y su sus papás —especialmente mi abuela Olga— resolvían crucigramas, siempre hacía la misma broma: Si este es el pequeño, ¿Cómo será el grande?
Se trataba del diccionario enciclopédico Pequeño Larousse Ilustrado. Ordenando un poco un mueble lleno de polvo, hace unos meses, lo encontré. Era el mismo diccionario. Polvoriento, desharrapado, hecho jirones. Ya lo había tirado a la basura con mucha pena porque estaba roto en dos y faltaba la otra parte. Cuando estaba ya en el tacho, detrás del mismo mueble, encontré la otra mitad y entonces decidí pegarlas. Bueno, muy a la mala, con cinta ploma, pero la cosa es que están juntas.
Por: Eduardo Abusada Franco
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La nostalgia me impidió que el viejo diccionario se vaya a la basura. Lo conservaré un tiempo más. Fue quizás con este libro, cuyas páginas pasé tantas y tantas veces, que nació mi afición por las letras, la Historia, las ciencias; en buena cuenta, por el conocimiento, aunque mucho no sepa. La sección que más me divertía era la única a colores: la de las banderitas, que está al inicio. Con mi hermano jugábamos a adivinar el país correspondiente.
La segunda parte del voluminoso libro era mi dilecta. Allí estaban las biografías de grandes personajes (cientos de ellos —pareciera que era muy fácil adquirir la grandeza—), el pasado de las naciones, los hitos geográficos, los monumentos inmortales, las batallas, las épicas, etc. En suma, en ese parte estaba y está la erudición. Un maremágnum de conocimiento.
Eran tiempos muy anteriores al cable y la Internet, y entre ver por televisión ‘Un mensaje a la conciencia’ con el hermano Pablo y ‘Aló Gisela’, prefería ojear el Pequeño Diccionario Larousse.
Buscando información sobre este libro, resulta que la primera edición apareció en 1905, en francés (Petit Larousse Illustré); y siete años luego saldría la versión en español. A lo largo de las décadas ha experimentado varias renovaciones y actualizaciones.
Como sea, yo prefiero conservar la edición que usaba mi papá. Hay una suerte de refrán que dice: “Cojudo el que presta un libro, y más cojudo el que lo devuelve”. En efecto, he perdido muchos libros al prestarlos, y he ganado otros tantos de la misma manera. Pero en tiempos de la era digital y la llamada “crisis del papel”, los libros son más que lo que allí consta impreso.
En las marcas de dedos en las páginas de mi diccionario puedo aún ver las gruesas manos de mi papá. No solo recordarlo, sino que casi puedo verlo, como el mensaje de la Princesa Leia a través de su pequeño robot, como un holograma. Lo veo arreglar el Toyota Corolla que teníamos, barbicrecido y con sus tatuajes de marinero inveterado, y lavarse luego las manos llenas de grasa con detergente (Ña Pancha, para ser más exactos). Ya que la grasa del auto del no sale fácilmente de las manos, luego marcaba sus dedos en las páginas cuando tomaba el libro para resolver los crucigramas.
Así pues, los libros en papel, en físico; es decir, como objetos, son más que el conocimiento que nos revelan. Nos recuerdan momentos y anécdotas donde ellos intervienen. Guardan la Historia y son parte de nuestras historias personales.
Cuando abro un libro de mis estantes que no he cogido mucho tiempo, a veces encuentro como marcador un boleto de pasaje de combi. Entonces allí están parte mis vivencias: las épocas en que devoraba libros enteros en el transporte público (ahora uso más moto, y me es materialmente imposible leer en mi motocicleta, como comprenderán).
Puede ser, verbigracia, que algún libro haya sido un regalo de una persona especial, o esté firmado por nuestro autor favorito, o quizás sea herencia de algún tío querido que leía mucho y al que en la familia consideraban “tronado” por ello, sin entender el resto que la comprensión del mundo a través de las fuentes bibliográficas te abre el entendimiento de la psiquis humana lejos de sumirte en la irrealidad de la locura.
Y es que los libros, a diferencia de un post que lo vemos un ratito, al leerlos nos acompañan varios días, meses o hasta años. Se hacen nuestros compañeros, acompañantes incondicionales en buses, paseos, salas de espera, viajes… dentro de nuestras mochilas, sobre nuestras mesas de noche, en el escritorio, etc. Se hacen nuestros amigos, en apariencia mudos amigos, pero nos dicen tanto que forman parte de nuestra memoria.
Y a los amigos, en la medida de la posible, no se les bota a la basura. Aunque ahora use más los buscadores de Internet, seguiré ojeando de vez en cuando mi Pequeño Larousse, el diccionario de mi familia. Aún me falta aprenderme las banderitas de todos los países.
Por: Eduardo Abusada Franco
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