El nombre de Rudolf Nureyev solo puede significar una cosa: ballet. Muchas veces sus biógrafos mezclan consignas políticas en sus decisiones; pero lo suyo siempre fue la danza clásica.
El ballet es una de las altas artes. En la vida corriente actual, en que ritmos monotemáticos como el reggaetón son fenómenos masivos, ya poco se sabe de la danza clásica. Sin embargo, existió un tiempo en que los (as) bailarines de ballet tenían la fama de estrellas de rock. Incluso para los no muy entendidos, como es mi caso, tales nombres nos eran familiares. Tanto por su arte, como por su repercusión política. Solo por citar dos, desde siempre he escuchado, cuando de ballet se trata, mencionar a Mijaíl Barýshnikov y a Rudolf Nureyev.
Ambos hijos de militares, ambos discípulos del gran maestro de ballet Aleksandr Pushkin, ambos soviéticos… ambos disidentes. Hace poco Netflix estrenó un documental sobre la vida de Nureyev. Vale la pena para entender lo que el ballet significó para la URSS. Se creía que con la caída del zarismo y su corte, todo el boato de la aristocracia y sus gustos refinados se perderían. Pero la danza clásica estaba dentro del alma rusa. La Unión Soviética hizo de este arte un arma política y publicitaria. Quería mostrar al mundo que “los fríos” rusos eran capaces de llevar al punto más excelso una de las manifestaciones más sensibles, bellas y sofisticadas del mundo artístico.
Nureyev, nacido en un tren por el lago Baikal, en el sur de la ruda Siberia, se convirtió en el más grande bailarín que el mundo conocería. Hijo de un duro comisario del Ejército Rojo, que veía en los refinados estiramientos y gráciles saltos una mariconada, supo encontrar en su madre y hermanas las cómplices para desarrollar su talento. Los maestros de la URSS vieron la capacidad del muchacho, y a pesar de haber empezado algo tarde, se convirtió en una de las estrellas de la compañía de ballet Kírov, una de las más prestigiosas del mundo.
El rebelde Nureyev
Su cara angulosa, su estampa que parecía cincelada por el mismísimo Miguel Ángel, su felina elasticidad; esa mezcla de sensualidad y decisión en cada mínima tracción de su cuerpo, cada ingrávido paso, lo hacían llanamente volar en el escenario. Y como tal, fue conocido también como ‘El cuervo blanco’. Sin embargo, su espíritu era demasiado inquieto para los cánones de comportamiento de los jerarcas de la URSS. Fue también un rebelde y un muchacho díscolo, decidido a aprovechar su belleza y juventud. Fue así, que tras su primera y gran gira en París, le ordenaron directamente del propio Kremlin no seguir a Inglaterra con el resto de la compañía y dirigirse a Moscú. Nureyev, homosexual que se reprimió poco y escondió menos, aprovechó su estancia en Francia para conocer la legendaria vida nocturna de la Ciudad Luz.
Sabiendo lo que podía venirse, el bailarín pidió asilo en Francia. De allí en más, su figura y deserción fue aprovechada por Occidente para levantar el discurso antisoviético y Nureyev se hizo una figura mundial; tanto por su talento, como por lo que políticamente significaba. Solo a meses de su deserción, se levantó el Muro de Berlín. Pero, la verdad es que el Nureyev tampoco fue un opositor feroz de la URSS. Tal vez sea porque allí aún vivían su madre y hermanas, a las que llegó a visitar luego de 26 años, Rudolf no fue un furioso crítico. Tras haber estado leyendo sobre su vida, creo que no le interesaba tanto la política en sí, sino que tenía, por sobre todas las cosas, al ballet.
Tras una vida con algunas polémicas, como la de todo genio de indomable carácter, murió de VIH-Sida con apenas 54 años en 1993. Las alas del cuervo siguen batiendo en la memoria de quienes tuvieron la dicha de verlo o escuchar de él.
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