Soy un muerto y vengo de la vasta memoria del olvido. Busco a mi padre en este páramo de piedras y de polvo en el que ciertamente vivió pero en donde casi nadie lo recuerda. Yo tampoco lo recuerdo, más eso no importa ahora.
Mis ojos están secos; advirtiéndolo, mi madre me entregó los suyos para ver. Acabo de descender por el lento camino y sobre la loma que parece una vejiga de puerco se alza un pedregal y sobre él otro en donde se queman todas las brasas de la tierra.
Soy mexicano pero podría ser de cualquier lugar, de cualquier tiempo; de hecho todos, los muertos tienen la misma patria. Hablo una lengua extraña y entrecortada que se parece al español, pero que arrastra el eco de algún dialecto primitivo de los hombres que habitaron estas tierras y las que están más allá, debajo del arco iris.
Vivo, es un decir, en el mundo de las sombras aunque eso no es novedad aquí donde los niños juegan con los fantasmas de la noche. Pese a mi fragilidad ya nadie me puede amenazar con nada.
Tenía un nombre pero lo olvidé en un sueño y todavía no lo puedo recuperar pese a que duermo despierto todos los días. En mi memoria hay miedo y rencor; no se de dónde vienen, aun cuando puedo intuir a dónde van. Antes de morir le prometí algo a alguien y eso es lo que me anima a seguir muriendo.
La tarde es triste y tiene la innata palidez de los cadáveres. Escucho una lamentación, acaso un sollozo que se repite intermitentemente y que no me deja dormir; algunas noches el sollozo se ahoga y otras estalla en imprecaciones y maldiciones en aquel dialecto primitivo.
En el horizonte no hay nada, salvo el inmenso pedregal del mundo. Y un cielo plomizo que está demasiado lejos de nosotros. Y un correcaminos que vuela como cayéndose, desterrado de las últimas estrellas del Paraíso.
No se leer ni escribir pero he aprendido a contar historias como si todas me sucedieran a mí. Aún así, no estoy preparado para vivir en ese universo de realidades y de luces que dejé hace poco. Las mías son los sueños, los espectros y las tinieblas. He tratado de cultivar el silencio, tal vez porque con tantas voces que llegaban de tantos sitios, aprendí a concentrarme en mi propia voz interior que es, desde donde se la escuche, inconfundible.
De todo lo que había en la vida lo único que extraño es el amor que se espaciaba a ratos, bajo el arduo crepúsculo y que me dio las sensaciones que aún perduran en mí. Sólo por volver a sentirlas una vez más, regresaría. Sólo por eso, créanme.
Por: Jorge Alania Vera
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