La silla eléctrica estaba lista. El calor sofocaba en Massachusetts aquel 23 de agosto de 1927. Resignados, en calma, tras siete años de juicios injustos, pero pletóricos de heroísmo, Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, caminaron hacia su muerte.
La sentencia estaba dada de antemano por el juez Thayer, profundamente anticomunista, racista y xenofóbico. El sistema de justicia estadounidense fue puesto a prueba; y la historia demostró que falló. Sacco y Vanzetti, dos inmigrantes italianos que se ganan la vida en los EE.UU. con comprobada honestidad —uno zapatero, el otro pescadero— fueron acusados de robo y asesinato. Pruebas falsas; testigos cambiados y armados; declaraciones rechazadas, hasta la confesión del verdadero asesino, quien ofrecía datos precisos. Nada sirvió. A Sacco y Vanzetti no se les acusaba por delitos comunes, fueron asesinados por el sistema de justicia estadounidense por el solo hecho de ser militantes anarquistas. Fue un juicio político.
Bartolomeo era un hombre más solitario que Nicola, con una conciencia social hasta el último segundo de su vida. Sentado en la silla sus últimas palabras fueron para perdonar a los que lo mataban. Jamás dejó una mano extendida sin ayudar. Nicola, quien era de talante más familiar, pues era casado y con hijo (al que no pudo ver crecer), querían cambiar el mundo, buscar justicia para ricos y pobres, una América para todos.
El caso se convirtió en el llamado ‘juicio del siglo’. Miles empezaron a manifestarse en uno u otro lado del mundo en defensa de Sacco y Vanzetti. La intelectualidad mundial también se dividió. El mítico escritor John Dos Passos lo narra en su libro ‘Ante la silla eléctrica: la verdadera historia de Sacco y Vanzetti’. Reportajes, libros, documentales, poemas, pinturas, canciones, etc. Este caso se convirtió en parte de la cultura popular de una época y puso en el tapete el tema de los migrantes. Con su ejecución, estos italianos anarquistas alcanzaron la fama y la inmortalidad de la memoria. Se hicieron mito. Lo sabían, y así aceptaron su trágico destino. “Si no hubiese sido por esto, quizás hubiese vivido toda la vida en la calle hablando con hombres despreciables. Habría muerto sin dejar huella, desconocido, fracasado. Ahora no somos unos fracasados. Nunca habíamos imaginado que podríamos hacer tanto por la tolerancia, la justicia y el entendimiento de las personas. Y ahora, accidentalmente podemos hacerlo. Nuestras palabras, nuestras vidas, nuestro sufrimiento no son nada. El final de nuestra vida lo es todo. Este último momento nos pertenece. La agonía es nuestro triunfo”, Vanzetti.
Hace años vi la película de 1971 sobre este juicio. Una frase me marcó hasta el día de hoy. Bartolomeo era más político. Sin esposa ni hijos, aceptó su fatal destino. Su amigo, desesperado por años de juicio, le dijo en un momento de desesperación “sólo quiero vivir, abrazar a mi familia, a mi hijo, ¡quiero vivir!”. Desde el fondo de sus ojos, Bart lo miró con pena y solemnidad, y secamente, pero con compasión, le contestó: “Yo también quiero vivir Nicola, pero en un mundo mejor”.
En su última carta a su hijo que no puedo ver crecer, Nicola, atravesado ya por la resignación, sin embargo con la valentía de un león y la reflexión que da el encierro, le escribió su último legado. “No guardes la felicidad para ti solo, compártela con los demás”. A un palmo de la muerte, no dejaba de ser anarquista y creer que un mundo mejor, solidario, es posible.
Esta es la balada de Sacco y Vanzetti. Esta sigue siendo su lección a casi cien años: la solidaridad.
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