En el corazón de San Eugenio, Lince, un pequeño restaurante atrae la atención de todo el barrio y sus alrededores. Una poblada cola a la entrada de la terraza del lugar seduce a quienes, quizá encandilados por recomendaciones de amigos, aterrizan por primera vez. “Ají y rocoto”, llaman varios con forzada seriedad a este huarique. Y es así como realmente se llama. Más otros, simplemente dicen: “vamos al lomo saltado”. Son aquellos que ya han convertido a este restaurante en sinónimo, templo y trinchera de este sabroso plato.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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Lo cierto es que en San Eugenio no se puede hablar de Ají y Rocoto y de lomo saltado por vías separadas. Está ubicado en la cuadra 3 de la calle Los Mirtos. Exactamente al frente del mercado de la zona; el cual tiene una bien sazonada fama por los tallarines verdes que allí preparan y sus menús ricos al alcance del bolsillo. San Eugenio es un damero incrustado en la triple frontera entre Lince, San Isidro y La Victoria. Es una urbanización de aproximadamente 23 manzanas con una distribución geométrica casi perfecta. Es pequeño e íntimo. Como si se tratara de un pueblo aparte. No hay quien transite sus tranquilas calles de vastos parques y antiguas casas de mediados del siglo XX que no sepa las rutas que conducen a este reino del lomo saltado, en los linderos de lo que alguna vez fue el fundo de Don Fernando de Lince Chávez de la Rota —de allí el nombre de Lince para este distrito—[1].
Jeri Mirey Campos Makabe es quien comanda el huarique de marras al lado de su esposo Antonio. Es una aún mujer joven, dueña de una belleza vigorosa; piel morena, ojos chispeantes, rostro iluminado por una sonrisa constante. Sus ojos cambian de color; por momentos con notas de un ligero amarillo de sensación tropical, al rato se ponen de un tono verde. Dependen del sol y hacia donde esté mirando ella. Su vista siempre está inquieta. Conversa con nosotros, pero a la vez vigila lo que está pasando en ese momento en su huarique… colmada hora de almuerzo. Jeri lleva en las venas la mezcla de dos culturas milenarias. “Por parte de mi papá mi familia es negra [son de Cañete] y por parte de mi mamá japoneses”. Jeri, entre el tañido de las cucharas y la fragancia del ají amarillo, cebollas y tomates, encontró la inesperada comunión de dos legados remotos, una sinfonía culinaria que hoy se ha convertido en su lugar de resistencia. Sus armas: el wok y un sabor endiablado.
EL SANTO GRIAL, EL LOMO SALTADO
El péndulo de la cocina peruana se mueve, a veces, entre extremos. Que si el cebiche o que si el pollo a la brasa. Ambos ricos platos colocados siempre en el podio de los ganadores. Pero la realidad, sus sutilezas y matices, es mucho más amplia. La cocina nacional y nuestros huariques son vastos. En lo personal, creemos que el lomo saltado, por sus muchas virtudes y extremadamente rico sabor, debería estar en el cuadro de honor de nuestra gastronomía. Hay de diferentes calidades, precios y tamaños. Casi todos muy ricos. El de este huarique es de dimensiones exageradas. Cada plato en realidad es una fuente que ocupa media mesa.
Llama la atención la cantidad de carne que ofrece, las tiras de lomo se desbordan del plato. Humea, rompiendo cualquier dieta y resistencia. Todos caen. «Siempre usamos lomo fino porque si no, no sale igual. Usamos la parte del rededor del lomo fino porque eso es lo que tiene sabor, más sabor que el mismo lomo fino. El cordón que tiene pegado alrededor es muy sabroso”, nos rebela Jeri parte de su secreto.
Por su parte, los trozos de tomate hacen lo suyo, dándole color al plato y ese toque de ligero acidito que combina con la rudeza del jugo que brota de la carne. Vienen en su justa medida, sin exagerar, solo para darle un impulso de mayor gusto al plato.
La cebolla también tiene un papel principal en este acto. Cruje al morderla. Suelta sus efluvios que maridan con el sillao. Tal vez el secreto de la cebolla está en que usan las tres primeras capas o máximo cuatro, según nos cuenta nuestra anfitriona. Explica que cuando se comienza a utilizar el corazón de la cebolla, una sensación demasiado intensa va perjudicando el sabor pulcro de un buen lomo saltado.
Dos cerros de arroz blanco y una porción generosa de papas fritas completan el reparto este insigne plato en Ají y Rocoto.
Como dijimos, la porción es bien grande, por lo que las meseras del huarique te preguntan siempre si la deseas —la misma porción, al mismo precio— en un solo plato para picar o en dos platos individuales para cada quien.
Es más, aún más, si deseas puedes pedirlo con huevo frito montado y una porción de plátano frito, es decir, ‘a lo pobre’. Acá nadie se queda con hambre.
EL AMOR ESTABA EN JAPÓN
Jeri se fue desde muy pequeña a Japón. Estudió allá, comenzó a trabajar y conoció el amor. Cruzó medio mundo para encontrar a su otro corazón, pero él siempre estuvo a la vuelta de la esquina, pues también es peruano, pero con parte de sangre japonesa. Se llama Antonio Hayato Rodríguez Tamamoto. “Yo vivía en Niigata, ciudad de Nagaoka, que es un lugar bien frío. Me encantaba vivir allá. Todas las casas en el segundo piso tienen puerta, porque en invierno no puedes salir por el primer piso por la nieve. Hay que excavar para poder entrar o salir. En el año 2011 por el terremoto-maremoto que hubo decidimos regresar. Mi familia que estaba acá nos presionó mucho, nos dijo que teníamos que venir. A parte mi esposo tenía que hacer sus papeles de la herencia de su mamá que es esta casa”, nos cuenta.
Luego voltea, hace un par de señas. Una de las trabajadoras termina de ordenar una de las mesas. En cuestión de una hora el restaurante pasó de estar repleto de comensales a una relativa calma. Buen porcentaje de los clientes son trabajadores de las oficinas cercanas. El centro financiero está muy cerca y los oficinistas caen como abejas sobre ríos de miel.
LAS VUELTAS DEL DESTINO
En la antigua casa donde estamos ahora, en este huarique, los susurros de la vieja botica que funcionaba allí siguieron presentes mucho tiempo. Quienes alquilaban el local dejaron el negocio y Jeri y su esposo decidieron que debían volar por su cuenta, ser independientes, tener el negocio propio. La licencia de funcionamiento que ya existía para el local les decía que la ruta más sencilla era seguir con el rubro de la botica; pero el destino de la pareja no estaba trazado entre los frascos de dudosas alquimias para adelgazar, analgésicos y antibióticos.
La necesidad obliga. Encontrar chamba dependiente y con sueldo digno en Perú pintaba difícil. Jeri lo decidió: “Vamos a poner a un restaurante”. Aún recuerda aquellos días iniciáticos con toda claridad: “Cuando vinimos al Perú, al año yo ya me quería regresar. Allá es otra cosa, me gusta mucho Japón y este local estaba alquilado a una farmacia y justo se salieron y querían traspasarlo, pero farmacia yo no sé nada. A las justas conozco la Aspirina. Vamos a poner un restaurante. Lo único que sabemos es cocinar. Vamos a darle una oportunidad al Perú. A mis tres hijas les había gustado estar acá. Nos quedamos. La primera intención fue hacer menú y algunos platos a la carta”.
Y así fue. Cuatro años vendiendo menú. Cuatro años en los que pasito a paso el negocio fue prosperando. A diario oficinistas y vecinos del barrio acudían a su restaurante. Algo, sin embargo, fue ocurriendo y ella empezó a notarlo. Los comensales pronto comenzaron a pedir cada vez más el lomo saltado. Se empezó a correr el talán de un huarique que servía un lomo saltado hechizante. Era tan grande que lo pedían en dos partes. Cuando algo es rico, no hay fuerza que pueda detener el boca a boca de la gente. Es de justicia.
EL CHOQUE DE DOS MUNDOS
En esta pareja, la que empezó a cocinar fue ella. Tenía el don, uno que le vino desde su sangre japonesa y su sangre cañetana, y un temprano aprendizaje. “En Japón son muy a la antigua —recuerda Jeri—, las mujeres tenemos que hacer todo, por eso aprendí; y por parte de (la familia de) mi papá, las mujeres tenemos que cocinar a la antigua con el batán y todo. Yo estuve aquí (en Perú) hasta los 8 años”.
Sin embargo, cocinar para restaurante implicaba hacerlo más rápido y durante más horas, así que mover el wok se le hacía muy pesado. Entonces ella compartió su don con su esposo Antonio, quien rápidamente aprendió los trucos y saberes de la cocina, y entendió como dominar al fuego.
«La manera cómo cocinamos acá, en Ají y Roco, es como cocino en mi casa. Al que le gusta, le gusta; y al que no, no. Para mí no existe persona que cocine rico o feo. Depende de cómo uno esté acostumbrado en su casa. Mi esposo tuvo que descifrar qué sartén da más candela, cuál no”, nos explica. En el tono de su voz no se nota a una persona cansada de los trajines de la azarosa vida que ha tenido; al contrario, es como si la estuviera pasando súper relajada. Su resiliencia se sostiene en las figuras maternas que cincelaron su porvenir en los años de temprana infancia, periodo en el que se forma el carácter que nos definirá el resto de la mortal existencia. “Los negros son bien pacientes. Fuero mis tías las que me enseñaron a cocinar. Mis tías me dicen que para el tamalito verde tengo que pelar cada granito. Le digo ‘tía, no’ [Ríe]. Cuando hacemos frejol colado, me hacen remojar el frejol, me hacen pelarlo, colarlo, etc.”
Hoy son más de 50 kilos de carne los que al día tienen que utilizar en su huarique. Venden entre 300 a 500 platos de lomo saltado por jornada. Todos preparados con el mismo amor. La paciencia que le inculcaron desde niña y que también le viene por la cultura japonesa ha hecho que logren estandarizar cada preparación. Cada pedido es hecho con la misma exactitud, respetando los cánones del sabor cañetano que lleva inscrito en el paladar. “Algunos le echan un chorrito de pisco[2]. No, eso es maña. Como lo tenemos que hacer en menos de tres minutos cada lomo, entonces vas a sentir el licor porque no se va a evaporar. Tratamos de hacer que salga rápido. Por eso ya lo tenemos todo porcionado. Pedimos que el carnicero me traiga, por ejemplo, 200 grs. de carne. Los chicos pesan también la cebolla, el tomate, todo está listo para preparar. La papa y el arroz es al ojo”.
En la quietud de la noche, Jeri se sumerge en los recuerdos de sus días en la tierra del Sol Naciente. Hoy sus tres hijas están encaminadas en la vida gracias al pujante negocio familiar. La mayor tiene 21 años y estudia Medicina; la segunda tiene 19 años, estudia Cine y ama prepara galletas; y la más pequeña, de 15 años, aún está el colegio. La señora Campos Makabe extraña aún las colinas del antiguo Japón, sus costumbres milenarias, acaso el honor del Código Bushido y su sabiduría compartida. Pero, oportunamente, aprendió de los sabios orientales que el pasado sirve para aprender, no para quedarse atado a él; y que el presente es un don, un regalo. Y ese presente está ahora acá, en el barrio de San Eugenio, en un huarique llamado Ají y Rocoto. La señora Campos Makabe ya está en casa, donde el éxito tiene sabor a lomo saltado.
DATOS ÚTILES PARA LLEGAR A ESTE LOMO SALTADO
Precio: 38 soles (una fuente que puedes pedirla en dos platos, y ambos resultan bien servidos)
Dirección: Los Mirtos 341, Lince.
Cuenta de Instagram de Ají y Rocoto: https://www.instagram.com/ajiyrocotorest/
Horario: Lunes a sábados, de 11 am a 4 pm
Medios de pago: Yape, Plin, efectivo y tarjeta
[1] A mediados del siglo XVI, don Fernando de Lince Chávez de la Rota adquirió compró al Convento de Santa Teresa de Jesús estos predios, que luego se llamaría el ‘Fundo Lince’.
[2] El pisco suele levantar el fuego para dar un flambeado alto. Hay quienes aseguran que también le da un saborcito. Pero Jeri cree que el fuego debe generarse con la maestría en el manejo del wok.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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