Villa María del Triunfo. Vista desde las alturas del cerro 12 de junio, precisamente desde el mirador del restaurante ‘El Paisa de Chulucanas’, Lima es infinita. Es tan grande que parece perderse en su propia inmensidad. Espirales de casas a medio construir en medio del desierto, el polvo confundiéndose con el cielo gris, centurias de rostros que a la brumosa luz de la distancia parecen hormigas perdidas en un laberinto de cemento y arena. Al canto de todo, el mar helado. Sereno y pacífico cuando quiere.
En la novela El Sexto, del amauta José María Arguedas, la voz de Gabriel menciona: “Se dice que por venganza un cacique aconsejó a Pizarro que fundara Lima en el único valle triste, sin cielo, de la costa”. Sin embargo, aquí, en las alturas, en el último escalón de esta loma, el vapor incesante de una parihuela de intenso naranja embellece todo y acaricia lo más profundo del ser, hasta los tuétanos; caricia que llega hasta el corazón más enterrado dentro del pecho. Un sabroso vaho que todo lo enternece.
CAMINO AL CIELO
Un sinuoso y empinado camino conduce al Paisa de Chulucanas. El camino es zigzagueante y la pendiente de subida pronunciada por varios tramos. A juzgar por el panorama urbano circundante, creíamos que no estábamos en el sendero correcto. Tras veinte minutos de vueltas por los caminos de tierra decidimos tomar otro ramal, pero regresábamos a la misma escena. Para quien va por primera vez, puede asaltarlo la idea de estar perdido. Al igual que la ley que señala que la última llave del llavero es la que abre, no aparecía ningún mototaxi que nos guíe, que normalmente andan por el barrio. Sin embargo, detrás de la última curva, en al lado de un terraplén a la vera del camino, un cartel ponía fin a la ruta: “Bienvenidos al ‘Paisa’ de Chulucanas”. La tierra prometida, para algunos. El mismo cielo. El cielo de la gran Lima, la tres veces coronada villa. Desde acá puede verse incluso el techo de nubes atrapadas por la cordillera.
Milton Jhon Anto Chiroque es el nombre del capitán que comanda este barco. ‘El Paisa’, para los amigos y para cualquiera. Mirada serena, mofletudo, sonrisa afable, hablar pausado. Infalible conjugación que talla el rostro de los hombres “bonachones”. Treinta y ocho años. Veinticuatro de ellos en Lima. El resto, cómo no, en Piura. Su ardiente tierra natal. El espacio que, desde antes de saberlo, le regalaría las herramientas con las que años más tarde, hoy mismo, alcanzaría la cumbre de su oficio de cocinero y la cumbre un poblado cerro en Villa María del Triunfo. “Yo creo que lo mío es herencia norteña. No hay ningún piurano que no sepa cocinar. Así no hayan estudiado. Con solo agarrar un cuchillo, exprimir un limón, el cebiche te sale exquisito”. Milton mucho no cree en la suerte. “Lo mío no es suerte, lo mío es bendición”, dice una frase pegada en su mototaxi azul. Milton siempre lo lleva presente. El destino como producto del esfuerzo lo traza cada quien y él supo jugar bien las cartas que tuvo en la mano.
A la entrada de su restaurante está su mototaxi. El Paisa lo limpia con frecuencia. Está impecable. Le gusta lucirlo. Aunque ya es un pequeño-mediano empresario de restaurantes, sigue teniendo su sencillo vehículo. Pero, lo que es más importante, su grupo de amigos siguen siendo los del gremio de mototaxistas. Sabe que, si olvida sus raíces, probablemente olvidará las recetas.
UNA PARIHUELA LEVANTA MUERTOS
La parihuela de Milton es un remedio para todo mal, incluso aquellos que ni el llanto más desconsolado logra apaciguar. Su encendido tono naranja y su profusa mixtura de mariscos —pulpo, langostinos, caracoles, calamar, etc.—, todo vigilado por un fornido cangrejo, forman parte del virtuoso caldo que ha catapultado a Milton a la fama culinaria. En este huarique la parihuela puede acompañarse de diversos pescados: la cachema, la cabrilla y el mero son las joyas de la corona. Elegimos mero porque tiene menos espinas. Cuatro o cinco trozos bien generosos. Todos vienen con su pellejo. Pellejito sabroso, jugoso, otorgando a los cuerpos libidinosos la grasa que reclaman.
El potaje de El Paisa tiene una textura ideal. Ni muy ralo, ni muy espeso. Trozos de suave yuca sancochada acompañan a los mariscos y el pescado. Un poco de limón y ají limo directo al plato si se quiere realzar el sabor. Sin duda alguna es una fuente comer en familia, para picar, para compartir; entre el cariño y la amistad, que de eso se trata la buena mesa. Eso sí, es indispensable comer la sopa bien caliente. Aquí en las alturas de Lima, muchas veces la niebla y el frío golpean con ímpetu.
UN CEBICHE CON SABOR A MAR
La caballa se ha convertido en un pescado tan distintivo del Perú que, incluso, en su nombre científico lleva impregnado su identidad: Scomber japonicus peruanus. Para caballas frescas, dicen las viejas tradiciones, hay que ir al norte: Piura, Lambayeque, Tumbes. Cálidas y poderosas aguas que permitieron la creación de una variante del más encumbrado plato de la cocina peruana: el cebiche.
Aquel pez tiene una carne más oscura que los tradicionalmente utilizados en las cebicherías de la alta cocina peruana. Pero Milton, como buen piurano, sabe domar a la caballa. Su cebiche de caballa tiene todo el sello del gusto norteño, simple e intenso; con su toque de sabor a Chulucanas, el pueblo en el que nació, con sabor a los besos de su madre que cuando bebé lo arrullaba en las orillas del del ancho mar de su infancia. Con gusto a música caliente, a Agua Marina, a Armonía 10. Con el reconocible sabor al mar de Grau. Y es que el cebiche de caballa no está hecho para todos. Es un cebiche para bravos, para hombres de la mar brava. Sale con piel, espinas y la recia sensación de las olas rompiendo contra las peñas.
Milton lo sirve en fuente acompañado con chifles y zarandajas a discreción. El dulzor del camote matiza el vigor de la caballa. El ácido del limón y el fuerte salado del pescado fresco conviven en una armonía, aunque transitoria, difícil de olvidar. Trozos de ají limo recorren las venas de este platillo para completar la faena que se inició en la chalana de algún viejo pescador.
La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida…
La ruleta de la vida le ha enseñado a Milton que hay aprovechar los golpes de suerte, así como aprender de las adversidades. Si bien lleva en la sangre la dicha de la buena sazón, también hay ciencia y experiencia en sus manos. “Yo comencé como lavador de platos, como limpieza; de ahí fui ayudante de cocina y fui aprendiendo muchas cosas. Yo creo que la sazón está en la mano. Los dueños me dieron la oportunidad una vez que no asistió el asistente de cocina y entré a reemplazarlo. Saqué unos platos y no hubo quejas. Los clientes felicitaron al dueño y así fue que entré a cocina”, recuerda Milton sus tiempos en que aprendió el oficio en un restaurante llamado ‘La cachema dorada’. Vivía, como siempre, en Villa Jardín, cerca del Hospital María Auxiliadora en el límite de San Juan de Miraflores y Villa María, así que a él se le encargó comprar el pescado en terminal pesquero de Villa María del Triunfo. Aprendió a reconocer al pescado fresco.
Terminal que ya conocía, además. Milton vino a Lima para estudiar laboratorio clínico luego de acabar el colegio en su terruño. Llegó en 1999. Su madre tenía ya un puesto en el terminal pesquero donde ofrecía cebiche de caballa y otros platos, y al costado de su carretita vendía platos de loza y tazas.
Nuestro cocinero hace una pausa al hablar. ¿Recuerda acaso a mamá, extraña su enorme mar norteño? Mira precisamente hacia donde la ciudad se encuentra con el océano. Su vista parece perderse por algún momento en la inacabable Lima, en la inmensidad de su abigarrado distrito de Villa María del Triunfo. Nos rodean varias visiones de tierra árida y escasos espacios verdes. Casitas que se levantan con la terquedad de la higuerilla de la que escribió Ribeyro entre terrenos imposibles. Al fondo el mar, siempre el mar.
Tal es su manera de ser. Tiene el temple sereno, observa con detenimiento, como queriendo atesorar el tiempo y colocarlo en un cofre para paladearlo a su capricho. Hace tan solo tres años, en los tiempos de la peste, Milton, conduciendo su mototaxi azul, recorría los fríos arenales de Villa María del Triunfo para poder sobrevivir. No sabía en esos aciagos días que ese mismo mototaxi que había decorado con imágenes de Goku sería el que lo llevaría al paradero del éxito: “(En las carreras) me encontraba con público que me decía “oye, paisa, pero tú cocinabas, ¿qué ha pasado?, vuelve a cocinar”. Y yo les decía ‘ta huevón, la gente no va a subir arriba’”. Milton no se hacía de ilusiones vanas y, mientras tanto, en el escarpado Cerro 12 de junio, seguía manejando. Sin embargo, ley de la vida es que lo tenga que suceder, habrá de suceder… tarde o temprano.
“…En eso me encontré con un amigo del pesquero, un amigo mayorista que me dijo ‘oye una carrerita, ¿me puedes ayudar con un congelado del pesquero?’ Le hice su carrera a las 6 de la mañana. Sacamos el congelado. En eso me dice: ‘oye, paisa, hazme una preparación, prepárame un pescado y el otro te lo quedas para que vendas’”, cuenta el chulucanense.Milton dudó, pensó que podía ser una oportunidad, una señal del destino. Por un momento se vio a él mismo diciéndole que no. Que esa etapa suya ya no existía. Los sueños de cocina que había forjado al lado de su madre poco a poco se habían diluido. Ya lo había intentado antes de la pandemia, pero las cosas no fueron tan bien como él esperaba. Con su mamá abrió “La Paisana”, un huarique de incierto destino. Mientras estudiaba, ya con 16 años ayudaba a mamá y con ella se puso a trabajar en su carretilla. De ella aprendió los códigos del cebiche y la comida marina. Ya con 18 años pone aquel huarique con su mamá.
Pero lamentablemente el corazón de su progenitora y maestra dejó de latir. Sin embargo, acá quedó Milton, heredero de los enigmas de su cocina y siguió adelante con el sueño de ambos. Pero, apenas intentando superar la partida de su madre, llegó el implacable Covid con su rastro de muerte. No tuvo piedad ni con personas ni con negocios, y se llevó a incontables emprendimientos gastronómicos. Muchas cosas se fueron, pero el espíritu de su madre sigue en él: “Yo la extraño mucho. Muy aparte de que fue mi madre, fuimos compañeros, amigos. Teníamos metas los dos, conversábamos, queríamos comprar un local campestre. Unos días antes que ella fallezca nosotros habíamos estado insistiendo para estar en el Real Plaza que está en La Curva y adquirir un puesto. Ya le habían dado el sí… Yo creo también que fue la tensión sobre el dinero, lo que pedían para entrar, la cuota inicial. Estaba con esa tensión y a mi madre le dio un paro”.
Regresamos a la escena que fue un punto de quiebre en su carrera. Miltón quedó en silencio ante la propuesta. “¿Paisa?” De pronto, la figura de su madre lo visitó. Los anhelos por cumplir. La promesa inconclusa de tener el restaurante propio. Entonces, se vio emocionado cortando cebollas y tomates al son de una imaginaria sinfonía como si fuera el chef Linguini de Ratatouille. Milton aceptó y se propuso que esa sería la oportunidad para cumplir sus metas y con ello los sueños póstumos de mamá.
Milton tomó la pieza y se apresuró en cortarla como si todo aquello fuese a desaparecer ante sus ojos si no lo hacía de inmediato. Algunos cortes gruesos, otros más finitos. Sudado por una con una parte, cebiche con el resto. Limón, cebolla, ají y algunas maromas clásicas de la comida peruana. Su preparación fue un éxito. Al día siguiente ya andaba corriendo la voz con todo aquel que tomara una carrera en su mototaxi: “Cebiche a 5 soles, paisa. Mañana en mi casa”.
Sus colegas mototaxistas hicieron lo propio. “Y es cierto —nos cuenta Milton—, vinieron. Yo ya le había dicho a mi cuñada que vende cangrejos en el terminal que me venda una docenita. ‘Te regalo’, me dijo. Hice chupe y les invité como caldito de cortesía. Voló, hasta faltó [ríe]. Al día siguiente le dije a mi esposa que iba a ir al terminal. Compré pescado, compré pota. Cebiche con chicharrón. Les pedí el número a mis clientes y les mandaba por wasap. Luego empecé a preparar arroz con mariscos, fui ampliando la carta [ríe] pero no tenía mesas”.
Un pequeño fogón en la cima del cerro, al aire libre, unas cajas de cerveza y un tablón como mesas y listo. Eso era todo lo que tenía en ese momento y las cosas parecían a volver a andar… no obstante…
LA BATALLA FINAL
“Así fue el inicio. Esa parte donde cocinaba no era mi terreno, era el cerro, era de la directiva. Le pedí permiso al presidente y me dijo sí. Pero ya después cuando el Trome me sacó una nota y me llamaron de La banda del Chino la cola estaba hasta el local amarillo [200 metros más allá,] ni yo me lo podía creer. No sé si será la comida o el lugar. Ahí los vecinos comenzaron: que no saque las mesas afuera, que eso ya no le pertenece, que usted dijo un mes. Hasta que un día vinieron y desbarataron mi toldo ¡Pum! Empezaron a romper todo, a tirarle piedras, a tumbarlo. Me dio una depresión y una tristeza, porque la gente ya no quería que vendiera”, cuenta aún sin perder la sonrisa a pesar de la mala leche de algunos.
Hubo noches que Milton no durmió, la gente comenzó a mirarlo mal y algunos, incluso, no quisieron tomarle más carreras. Bajar la cabeza o pelear. El Paisa escogió lo segundo. Redujo su casa al mínimo espacio en el que pudiera vivir con sus tres hijos y el resto lo separó para construir un comedor grande. Con ayuda de dos buenos amigos se mandó hasta Lurín para comprar maderas y palos en las mototaxis y halló más que eso: el reconocimiento a su lucha.
“Entré a una maderera en Lurín y el pata me dice: ‘tú eres el paisa, ¿no?’ Yo te he visto en la tele. ‘Pucha madre, paisa’, me dice, ‘esos siete palos llévatelos, me da gusto que la gente emprenda, que no se amilane’. Y lo demás me dejó a mitad de precio. Comprendí que realmente uno no debe amilanarse ante nada. A veces a uno tiene que pasarle cosas para sacar fuerzas y salir adelante”.
Hoy su huarique tiene dos pisos de madera, rústicos y coloridos; plagados de buena onda, uno que otro toque de nostalgia por su terruño reflejada en fotografías de sus inicios y la esperanza de convertir su cerro, la cima de su cerro, su querido distrito y hogar, en un lugar turístico. Entre los decorados de su local tiene la maqueta de un barco. Uno como el que Fitzcarraldo quiso cruzar por la espesura de la selva amazónica.
“Lo que realmente quiero hacer aquí es este barco. Quiero hacer eso por la altura y también porque en el verano ves el mar clarito… Es la estrella a la cual yo me engancho y quiero lograrlo. Quiero hacerlo como un mirador arriba. Un primer piso restaurante y en el segundo piso un hotel, porque yo siento que van a venir turistas acá. Acá la puesta de sol se ve hermosa, paisa”. Infla el pecho. Hoy es caserito de programas de televisión abierta donde enseña a preparar su ya legendaria parihuela. Acá se queda ‘el paisa’, con sus sueños de grandeza, parte de ellos ya cumplidos; acariciando su barquito como un niño a su juguete nuevo; su impecable mototaxi azul como seña de su largo camino, desde las calurosas tierras de Chulucanas hasta tocar el cielo de la enorme Lima, allí, desde donde lo mira mamá, con el orgullo de la promesa cumplida.
Lima, Villa María del Triunfo, septiembre de 2023.
DATOS IMPORTANTES
Dirección: Cima del Cerro 12 de junio, en Villa María del Triunfo.
Horario: 9 am a 4 pm. Todos los días menos martes.
Medios de pago: Yape, Plin, efectivo, tarjeta.
Precios: Parihuela S/50 (es como para dos personas); cebiche de caballa S/ 35.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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