Un jugadorazo: eso fue Hugo Sotil. En Segunda, en Primera y en Europa. En lo que sigue, el vivo recuerdo de cuatro de sus jornadas más brillantes.
Domingo 27 de junio de 1971. Me cagaste la tarde, Cholo. (Y el lunes, de paso: no sabes cómo jodían los compañeros de colegio cada vez que perdía Alianza.) Si los ediles y los aliancistas hemos sido amigos siempre; hermanos, casi.
[¿No recordaste ese día la noche del jueves 7 de enero de 1971 cuando llegaron al Nacional de Lima para jugar contra el Combinado Alianza-Municipal esos coloraos, terceros del mundo en México ’70, apenas unos meses antes? Un tal Sepp Maier, tremendo arquero. Otro que se llamaba Franz Beckenbauer y al que le decían Káiser, que se rompió la clavícula en pleno partido —partidazo— contra Italia en esa misma Copa, un año antes nomás; ese que se acercó a su banca para que le pusieran el cabestrillo, regresó a la cancha y jugó hasta el último minuto, suplementario incluido. Cuatro en la espalda, un señor. Ese mismo estuvo esa noche ante el Combinado. Y el trece que jugaba de nueve, Gerd Müller: diez pepas en el Mundial mexicano. Diez pepas cuando el Mundial lo jugaban dieciséis selecciones, Cholo.
Los tres estuvieron allí esa noche que ediles e íntimos hicieron un solo equipo. Yo lo recuerdo perfectamente, porque, instalado en lo más alto del límite entre Oriente y Sur, yo era uno de los 41 mil 507 espectadores que dejaron un ingreso líquido de 1 millón 551 mil 648 soles y 15 centavos.]
Te acordaste incluso de la alineación completa del Combinado para ese partido aquella mañana que nos sentamos a comer un pan con chicharrón allí en Villa Jardín, tu barrio. (Te pediste apenas una agüita mineral, bien helada. Creo que la traías puesta de la noche anterior, que la tenías viva.) Recordaste, uno por uno, a esos mediocampistas y esos delanteros que les rompieron la cintura a los visitantes: Perico León, el Nene Cubillas, Julio Baylón, Cruces, tú mismo y Mosquera. Y hasta te acordaste de los cambios: Pitín por Perico, Alfaro por Don Julio, el Motorcito Guzmán por Cruces.
[Qué falta de respeto para con tan honorable visita, Cholo. Esa noche les dio la fiesta y les clavaron cuatro a los teutones. Reyes de la pared, el túnel y la quimba. Y del gol, claro, que para eso también se jugaba. Qué pensarán ustedes mismos ahora que ven a Beckenbauer bien al terno y con ganas de convertirse en el nuevo dueño de la FIFA, o sea, del fútbol. ¿Cómo podía atreverse Cárdenas, el central, a ponerle el chimpún en el cuello a Müller? ¿Cómo pudiste tú mismo dejar sembrado al Káiser y a dos defensas más del Bayern antes de ponérsela en el pie derecho al Nene para que anotase el primero de su cuenta y el segundo del Combinado?]
Ahora ya sé de dónde sacaste tanta picardía para jugar. Me lo contaste también esa mañana en Villa Jardín mientras yo apuraba el sánguche y el café y tú le dabas pequeños sorbos a tu San Luis helada.
Me contaste que tus primeros partidos de verdad, de fulbito y de fútbol, los jugaste con el Deportivo Galliard. Y me dijiste también que tu puntería estaba más puesta en la hija del presidente del club que en el arco contrario: la Guillermina y sus catorce añitos te tenían revirao.
Pero billete manda, Cholo. Sobre todo si al viejo de uno se le ha jodido el ómnibus con el que hacía transporte Lima-Ica para parar la olla y la familia entera —padre y madre, siete hijos— había tenido que venirse al jirón Huánuco, en La Victoria, y apretarse en una casa de callejón que era en realidad un solo cuarto. Por eso cuando los dirigentes del Municipal entraron en el camarín del Galliard después de un partido contra la Academia en el que habías hecho dos goles y te pintaron un contrato de 20 mil soles por un año y 4 mil soles mensuales, empezaste a darte cuenta del verdadero valor de tu endemoniada cintura y de tu destreza con las piernas. Con tanta planta junta, Cholo, una cama para ti y para cada uno de tus hermanos: se acababa el camarote en el que dormían arriba los cinco hombres y abajo las dos mujeres. Tu vieja, me dijiste, saltó hasta el techo, pero tu viejo no se entusiasmó tanto. Y tú mismo, a pesar del billetón, volviste a pensar en la Guillermina y casi te tiras patrás.
De chibolo —4, 5 años— habías pateado también tu pelota en el arenal de Ica. Sin tabas, claro, y con la tierra caliente. Aprendiste muy temprano a blindarte de la guadaña de los carniceros que abundaban en las defensas rivales y a cabrearte hasta a las piedras. A tu habilidad sumaste entonces una dureza que te hizo imparable.
Habías aprendido también en “La Cancha del Cura”, en La Victoria, donde te pagaban diez soles por partido. Te jugabas cinco diarios, treinta minutos por tiempo, para ganarte lo que tu familia necesitaba a la semana, porque tu viejo, me contaste, paraba más en Ica. Y como te pasabas como seis horas jugando pelota, el almuerzo también te lo daban. Tenías doce años, y acababas reventado por los calambres. Cómo no, si dormías con tus hermanos en la misma cama, hecho un ovillo.
Y, por supuesto, victoriano de residencia, aprendiste también en “El Mundialito” de El Porvenir: harta quimba, patada a granel, y hasta palazos de tombo, porque no era raro que los partidos acabasen a puñetazos. A la bronca, me vas a disculpar, seguro no le entrabas. No te veo en eso.
“Asumar’e”, casi murmuras cuando terminas de contarme tus orígenes peloteros. Y apuras un largo trago de agua, como si el cansancio y la sed te duraran hasta ahora.
***
Qué diferente la tarde del domingo 27 de junio de 1971, cuando los blanquiazules no fueron tus compañeros sino tus rivales. Me cagaste la tarde, Sotil. Y el lunes. Ese día tuviste la concha de armar el burdel tú solito.
¿Qué te había hecho don Javier Castillo —nuestro Káiser negro—, central de Los Íntimos de La Victoria, para que lo dejaras así? No jodas, Cholo. ¿Viste las fotos de El Comercio del día siguiente? En la primera, el Gato Salinas solo puede ver cómo ingresa la pelota en su arco; en la segunda, el arquero de Alianza ya entró a sacarla y Mellán, levantando los brazos, mira para atrás y ve con una sonrisa cachacienta cómo ha quedado Castillo. Tú te has dado la vuelta y has arrancado tu carrera hacia la tribuna Occidente con esa sonrisa que solo mostrabas cuando habías hecho una pendejada como la de esa tarde, cuando con dos gambetas y otro par de enganches amarraste y desamarraste al negro Castillo y lo dejaste sentado —franco: sentado, mira la foto— con las piernas abiertas y apoyado sobre sus dos manos. Pobre negro, carajo, que en paz descanse.
Ahí estaba yo, en Occidente Baja, tirando para Norte. A la altura de ese arco. Lo vi tan claro que la imagen sigue hoy intacta.
* * *
Un domingo por la tarde, 1972. Esta vez sí te celebré, porque esa tarde te trajiste abajo, en 90 minutos, a H. H. Ballesteros.
El argentino Humberto Horacio Ballesteros llegó a la ‘U’ en febrero de 1971. Había hecho las inferiores en Sacachispas y de allí pasó a River, donde tuvo como maestros a Gatti y a Carrizo. Venía de atajar en Primera con Lanús. Aquí rompió esquemas desde el primer día que se cuadró en el arco de su nuevo club: cuando su equipo atacaba se paraba en la medialuna de su área; gran atajador, reflejos a punto, y un saque con el pie de una precisión no vista antes en nuestro fútbol. Un grande.
Hasta esa tarde.
Ese día, Cholo, volviste a armar el chongo. Iban todavía, creo, 0 a 0. En el primer mano-a-mano de esa tarde entre tú y H. H., como no pudiste superarlo en la vertical, te lo fuiste llevando hacia la esquina de Oriente con Norte, casi hasta el banderín del córner. El arquero corría junto a ti tratando de adivinar en qué momento le mostrarías la pelota (¿dónde la escondías, Cholo?; ¿cómo?) para lanzarse sobre ella. Solo se la enseñaste cuando tuviste que frenarte y darte la vuelta porque la cancha se te había acabado. Cuando, confiado, se arrojó sobre ella, se la pasaste por debajo del cuerpo; y en el momento que giró en el aire hacia la dirección contraria, le hiciste la misma. Ya sobre la línea de fondo y con Mellán esperando a dos pasos del arco, se la pusiste en la cabeza para que se hiciera famoso por enésima vez y siguiera encabezando, de lejos, la tabla de goleadores. Él, que no podía darle tres patadas seguidas a la pelota antes de que cayera al piso. Ya habías llevado a la consagración al Tanque Ocsas en la Segunda y el próximo año harías lo mismo con Jaime Mosquera, otro picapiedra. Papaya jugar de nueve cuando tú eras el diez.
No contento tú con tremenda jugada y no convencido por completo H. H. de que lo que había ocurrido minutos antes en realidad había ocurrido, se la calcaste en el segundo tiempo, en la esquina de Occidente y Sur. Que se joda, por huevón. Nuevo centro, uno más para la cuenta de Mellán.
Esa tarde Ballesteros probó por primera vez el pasto del Nacional.
Y esa vez también yo reía.
* * *
Noche de domingo, 1973. Te celebré, Cholo, el baile al Káiser Beckenbauer y a su escuadra aquella noche fabulosa del Combinado contra Bayern, pero me jodió cómo dejaste a Javier Castillo esa tarde del 27 de junio de 1971. El doble gateo al que sometiste al arquero argentino de la ‘U’ también está, me parece, entre las páginas más gloriosas, por lo menos de esa década, en el fútbol peruano.
Pero Cholo: ¿también Julio Meléndez, vitoreado por La Bombonera repleta cada vez que se cuadraba como central en la zaga de Boca, un ídolo de ídolos en la Argentina —precisamente allí, donde se creían los inventores del fútbol incluso cuando Maradona andaba todavía pateando pelotas de trapo en Villa Fiorito—, tenía que pagar los desmanes de tu cintura en cuanto tenías una pelota entre los pies?
Don Luis Banchero Rossi, el entonces magnate de la pesca peruana cuando el Perú era el principal exportador de harina de pescado del mundo, el hombre al que su infinito y controvertido poder condujo a uno de los asesinatos más célebres de la historia de la República, decidió un buen día que quería tener un equipo de fútbol, y escogió al Defensor Lima, Los Carasucias de Breña. Así vistió de granate a jugadores de la talla de Roberto Chale, Gerónimo Barbadillo, Nicolás Fuentes… Y a don Julio Meléndez, que lució la camiseta número tres. Para completar la oncena se trajo a tres argentinos —Tojo, Miguel Ángel Gonzales y Converti— que jugaban kilos de pelota.
Por eso no era nada raro que el día que les tocó encontrarse con el Muni ellos ocuparan con cierta comodidad la punta de la tabla, mientras tu equipo naufragaba entre la mitad y la parte de abajo.
Yo estaba otra vez en Oriente, y el Muni-Defensor iba de preliminar de un Alianza contra no recuerdo quién. Pocas veces en cuarenta años de tribuna he visto a un equipo ‘encajonar’ a su rival como lo hizo esa tarde Defensor con el Municipal. Era tal el asedio, que en la cancha de los ediles hubo durante treinta y ocho minutos, todo el tiempo, diecinueve jugadores. Los tres que se quedaron en la de Defensor —Burella, el arquero granate, Meléndez y Sotil— podrían haber armado un tono y nadie se hubiera enterado. El golero miraba el juego desde la mitad de su área, y tú y Don Julio se movían apenas unos metros para allá, otros para acá, de regreso, ambos con las manos en la cintura, pegados a Oriente. Los rechazos de tus defensas se estrellaban, todos, contra sus volantes. Y el sitio se reanudaba. Los palos y tu arquero mantenían el cero.
Pero a los 38’ del segundo tiempo te llegó una, y arrancaste otra vez con la diablada.
Recuerdo vivamente a Sotil, camiseta blanca con banda roja cruzada, pantalón azul, diez en la espalda, llevando la pelota pegadita a su pie derecho, mirándola fijamente, y levantando apenas los ojos cada ciertas décimas de segundo para medir a qué paso y hacia qué dirección iba retrocediendo el arquero de Defensor. No corría recto, sino en zig-zag. Las dos rodillas apenas flexionadas, las manos abiertas y suspendidas en el aire, Meléndez retrocedía también con la mirada fija en la pelota. (Consigna machaconamente repetida por los técnicos de Menores a los defensas desde la primera vez que pisaban una cancha de fútbol: “Mira la pelota, hijo, nunca las piernas del contendor. La pelota. La pelota”. El problema, incluso para un Meléndez, es que había delanteros como Sotil.)
Avanzaste entonces llevando el balón de derecha a izquierda, de izquierda a derecha, desde la media cancha hasta el borde del área rival, y don Julio retrocedía sin decidirse a sacar el pie para recuperar la pelota o echarla del campo. A esas alturas, Burella estaba ya apenas unos pasos por detrás de su zaguero. En el mismo vértice del área grande, cuando la pelota estaba a tu izquierda, Meléndez sacó su derecha y la enganchaste con la zurda, superaste al back, avanzaste apenas dos o tres pasos, nada más, la cacheteaste con el pie derecho abajo —qué Romario ni Romario— y la metiste en el ángulo contrario, rasante, pegadita al palo. En un ataque, le diste la victoria a tu equipo.
Dicen que en Pullman, el lugar de los señores, Banchero Rossi reventó de una patada el respaldar del asiento que tenía delante. Cerca de mí, en Oriente, un hincha granate que pintaba ya canas se paró y empezó a dirigirse hacia la salida arrastrando los pies mientras murmuraba: “Este cholo es un conchesumadre”.
Tenía razón, Sotil: eras un conchetumadre; no creías en nadie.
ENTREVISTA CON HUGO SOTIL
“Para ir a México ’70 nos concentraron tres meses en el Colegio Militar Leoncio Prado. No salíamos nunca. Los domingos nos visitaban nuestras mujeres. Cada uno agarraba a la suya y la llevaba a un aula. Otros la despachaban temprano, al medio día, y en la tarde venía la otra«, cuenta don Hugo.
Pero dice la leyenda que, al más puro estilo de los cadetes en época de clases, algunos de ustedes “tiraban contra”, saltaban el muro y se escapaban…
Perico se escapó un día; arregló con el cholito que cuidaba y se quitó. Pero Didí se enteró y no lo dejó entrar cuando regresó. Lo botó de la selección, pero después lo perdonó. Y en México también nos encerraron con militares que nos cuidaban. Cuando salíamos, salíamos en mancha. Si me escapaba, me perdía: no conocía la ciudad. Llegamos a un pueblo —Guanajuato, creo— y nos metieron como a un convento. Cuando estábamos en el hotel, ahí sí, bacán; llegaban las alemanas. Se dieron cuenta estos conchesutía y nos llevaron para un convento. Qué feo.
¿Cómo soportaron el encierro del colegio militar?
Jugando casino. Ahí pagué derecho de piso. A nosotros nos pagaban 8 mil soles por partido y jugábamos tres partidos a la semana. Guardábamos nuestra plata en unos casilleros, y todas las noches nos poníamos a jugar casino. Llegó un momento en que yo tenía como 300 mil soles ahí en mi casillero. Un día, jugando ‘21’, perdí 180 mil soles. En la última mano, cuando ya había eliminado a todos, quedaba solo el Colorado Cruzado; ese era bravo. Miro mis cartas y tenía 10. Él me dice: “Dame carta abierta”. Todos me querían tumbar. “Dame otra”, me pide el Colorado, y enseñaba su carta, de modo que los demás patas ya sabían el número que le faltaba. La que estaba cerrada, nadie sabía qué número era. Tenía 7 y 5, le faltaba el 9; y por abajo le dan el 9 a este conchesumare… ¡21! Ganó. No me dejó ni jugar. Se llevó todo el billete: había más de 60 mil soles allí.
Mito y verdad de la salida del Barza
El brillante paso de Sotil por el Barcelona de España y su salida del club con la llegada de Neeskens dieron pie para el surgimiento de dos leyendas que, como ocurre siempre en esta provincia llamada Perú, encontraron amplio y abonado terreno. También de eso hablamos con el Cholo.
Dos historias se relacionan con tu salida del Barza. Una cuenta que te compraste un Ferrari amarillo y que era imposible no reconocerlo estacionado en la puerta de una discoteca. La otra, que tu salida del equipo azulgrana se produjo porque el holandés Neeskens, cuñado de Cruyff, capitán del cuadro, ocupó la otra plaza de extranjero y ya no quedó lugar para ti. ¿Qué hay de cierto en todo esto?
Mira, todos tenían esos carros bacanazos y yo tenía en ese tiempo un Fiat. Era un deportivo, bien bonito, pero iba Cruyff con un Maseratti, unos carrazos. Así que viene un pata y me ofrece un Ferrari. Era amarillo, pero chillón, y se lo compré. Entonces un hincha del Barza, un play boy, se va a Italia y se compra un Ferrari de último modelo y del mismo color que el mío. Y este conchesutía se iba todos los días a la discoteca donde sabía que yo iba después de los partidos. Los fotógrafos, por joder, tomaban fotos del carro todos los días y creían que era yo el que estaba allí.
Y en cuanto a lo otro, cuando contrataron a Neeskens mi doble nacionalidad, con billete, podía salir en dos meses. Pero todos los papeles tenían que moverse en Madrid, y nosotros les habíamos metido el año anterior cinco goles en su casa. Por eso se demoraron para darme la doble nacionalidad y no pudimos jugar los tres.
De ahí se quedó eso de que los holandeses me habían “hecho la camita”, pero no es cierto. Cruyff era y es mi pata, y por eso le puse Johan a mi hijo.
Por: José Luis Carrillo Mendoza
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Buena semblanza de un gran jugador provinciano, duro y de aguante Pero principalmente gambeteador nato.
No recuerdo el año creo fue el 67-68 en Muni en Segunda y llegó el CHOLO era un espectáculo verlo jugar aún recuerdo el viejo estadio debía guardia republicana que servía de auxiliar cuendo por diversos motivos El San Martin , estadio donde se jugaba Segunda, cerraba o quedaba inhabilitado, entonces ese viejo estadio Rimense reventaba. Fue tal la fama que se decía, que iba más gente a ver partidos de Segunda que de Primera división. ( Eso es solo un decir) porque recuerdo que en esos tiempos el SC tenía un gran equipo. Mi comentario es solo ilustrativo de experiencia personal.
Gracias por leer.