Uno de los pasatiempos que nunca he dejado, desde muy pequeño, es el de la lectura. De niño, antes del Internet, leía casi todo lo que caía en mis manos, aunque muchas veces no entendía nada. ¿Quién puede entender Espergesia, de Vallejo, con menos de 10 años? Otro de mis juegos solitarios era el de ser un experto fisgón —tal vez por ello luego practicaría el periodismo—. En mis exploraciones entre los mil cachivaches de mi abuelo Amador, encontraba pequeños libros de aventuras de vaqueros —las famosas ‘coboyadas’— y rumas y rumas de Selecciones. Pasaba largas horas leyendo artículos diversos, historias que abrieron un mundo hasta entonces ignoto a mis ojos de niño. Ni siquiera era un adolescente, y había allí relatos de temas para adultos, historias de supervivencia y de guerra. No entraré al detalle de lo que Selecciones significó en mi construcción como lector; tan solo deseo destacar una sección específica. Se llamaba La risa, remedio infalible.
Esa sección no se trataba precisamente de chistes, sino de relatos cortos, aparentemente verídicos, con desenlace cómico. Se podría decir que era “humor de salón”. Además de esa parte, había otra sección en Selecciones llamada Humorismo militar, que trataba de situaciones humorísticas en ámbitos castrenses. Ambas eran mis favoritas. Desde entonces, tuve un romance con el humor, uno a prueba de divorcios, peleas y separaciones.
En los momentos más duros de mi existencia, el humor ha estado allí. Cuando he tenido miedo por mi vida, cuando me he sentido amenazado, cuando he sufrido algún accidente, cuando he perdido trabajos, cuando he perdido a mis amigos, cuando me las he visto con la delincuencia, cuando el corazón se me rompió, cuando los sueños se me hicieron leña, cuando perdí las ganas de vivir, cuando vi morir a mi padre. En los momentos en que la depresión me ha aplastado, como si la gravedad me atara a la cama, sin más ilusiones que el dormir y esperar el día siguiente, el humor ha sido mi último reducto, mi lugar seguro. He pasado cuadros de depresión en mi vida en que una de mis medicinas era ver películas cómicas y un montón de dibujos animados chistosos. Días enteros me los pasaba así… sin comer, tomando solo Coca Cola. Hasta que la depresión cedía.
Es conocido, a su vez, que en los velorios, entre cigarrillos y café, se cuentan de los mejores chistes. Hasta el rito de la muerte guarda un lugar irremplazable para el humor. La grave racionalidad de la tristeza y la solemnidad del luto da paso al resultado absurdo, que precisamente por su ridiculez e irracionalidad causa gracia. La risa en medio de la desgracia o la risa como remedio a la desgracia.
Empezaba este texto con el título de aquella sección de Selecciones, pues creo que resume lo que la risa puede ser o se hace necesario que sea en este momento aciago para el mundo: una medicina. Una medicina barata para sobrellevar la pandemia. Hay, es más, expertos que hablan de la “risoterapia”, una técnica psicoterapéutica que usa la risa como herramienta para aliviar problemas de la psique. Algunas investigaciones han sostenido que el humor incluso puede ayudar a tener un sistema inmunológico atento, y que la tristeza baja las defensas. No sé qué tan científico sea ello; pero en mi caso personal, como les comentaba, me ha sido un bálsamo para salir de cuadros depresivos jodidos donde ni un terremoto me sacaba de la cama.
A esta altura conviene citar al médico Hunter Doherty, a quien el mundo conoce como ‘Patch’ Adams, del que hay hasta una película, protagonizada por el querido Robin Williams, quien falta nos hace. Él, vestido de payaso, promueve la risa entre pacientes de hospital como medio de cura alternativo y complementario a la medicina tradicional (no excluyente).
Hay quienes dicen que hago muchos chistes en mis redes (la mayoría malos, creo); que no se condicen con mis estudios de abogado, periodismo y otros; algo que no calza en mi faceta de empresario o mis actividades políticas (que ya casi dejé totalemte). Pero lo hago por los motivos ya expuestos, porque en estos momentos en que el vaho de la muerte se cierne sobre el mundo, al menos el humor nos queda como última trinchera de resistencia. Y, además, y creo que es la razón más determinante y simple: no puedo evitarlo. Algunos me hacen comentarios como “me hiciste el día”, y es para mí el mayor pago, que de hecho lo es, porque hasta ahora no veo ni un sol.
No obstante, no soy la persona pletórica de alegría que pudiera parecer. En estos meses he sentido miedo, impotencia, frustración. Lo he conversado con amigos, quienes me han sostenido con sus palabras y hecho que mi pensamiento aterrice en la realidad; pues con frecuencia empezaba a tener ideas apocalípticas. Y entonces, a pesar de estar transido de miedo, como los músicos del Titanic (en la película), vuelvo a contar mis chistes en medio de la peste; a través del llanto, de los sollozos reprimidos, de los dientes apretados, esperando que una risa quiebre el velo de la desesperación.
Me impactó mucho una escena de la película ‘La vida es bella’. Cuando el campo de concentración nazi en que estaba Roberto Benigni, con su hijito escondido al que le hacía creer que toda esa horrenda guerra era un juego de niños, empezaba a sucumbir ante la avanzada de los aliados. Entonces Benigni es llevado por un soldado nazi, a rastras, hasta una zona oscura. Su pequeño hijo lo alcanza a ver desde su escondite, y el padre empieza a marchar como payaso, ridiculizando la pompa militar, para sacarle una sonrisa más al niño. Marchaba hacia su fusilamiento. Aún en ese minuto final e irreversible, era el humor lo único que podía sostener la vida de su pequeño. Y payaseando murió.
Así la vida nos castigue y nos revuelque, y nos pegue mil veces más, nunca debemos dejar de reír. Recuerda los versos de Almafuerte, “Si te postran diez veces, te levantas otras diez, otras cien, otras quinientas… No han de ser tus caídas tan violentas, ni tampoco por ley, han de ser tantas.” Y si no podemos alcanzar una felicidad plena, entonces hay que mentir. Seamos, al menos, como Garrik, el payaso triste. Poema que me aprendí de memoria cuando prepúber y recitaba con lengua de trapo cada vez que me emborrachaba. Porque bien sabía el cómico inglés “que en los seres que el dolor devora, el alma llora cuando el rostro ríe”. Hay que reírnos, pues, aunque sea para afuera, que de tanto engañarnos, nos vamos a cagar de risa.
Por: Eduardo Abusada Franco
[Nota: Columna escrita en junio de 2020 en plena pandemia]
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