Hace unos años tenía un trabajo de oficina en el Centro de Lima, de esos a los que tienes que ir con traje y sin ganas. Para tomar mi bus, a veces, caminaba por el pequeño parque, arriba del by pass, que enlaza la Av. Garcilaso (Wilson) con el Paseo de los Héroes, al lado del Hotel Sheraton. Esa parte era transitada por universitarios, otros oficinistas y algunas tribus urbanas como los emos.
Otro importante grupo en ese espacio de la ciudad, no más grande que una cancha de fútbol 7, era el de las gitanas. Con sus grandes aros colgando de los pabellones de las orejas, sus pañoletas cubriéndoles el cabello y sus largas y coloridas faldas, buscaban clientes —o incautos— que quisieran conocer, en consultas al paso, los misterios de sus destinos.
Yo, un escéptico en casi todas las cosas de la vida, no tenía mucho interés en sus servicios, más allá de cierta curiosidad etnográfica y un placer oculto de cronista. Alguna vez le di un par de monedas a una gitana callejera del Parque Kennedy, me dijo dos cosas generales como que «vas a envejecer» y ni siquiera echó las cartas. Tampoco confiaba en ellas, pues tenían fama de carteristas.
Aquella tarde estaba algo apurado y las gitanas, con sus barajas españolas en mano, me interrumpían el paso. Algunas eran muy insistentes y hasta invasivas. Una, de cabellos totalmente blancos y patas de gallo como el estuario de un rio, atenazó con su mano derecha mi codo para que no siga caminando. Tengo la impresión de que cuando ven gente en traje, creen que son personas que llevan dinero:
– Sra., suélteme —le dije con seriedad.
– ¿No quieres conocer tu futuro?
– ¡Qué me suelte! —casi grité, arranchando mi codo de entre sus dedos con un rápido movimiento.
– ¿Por qué tan apurado… Eduardo? —dijo con una leve sonrisa.
Un calor inundó de pronto mi pecho al oír mi nombre. Nunca antes había visto a esa mujer. Al menos no la recordaba. Tampoco eran los tiempos de las redes sociales. Ella notó mi asombro. Di un par de pasos hacia atrás sin dejar de observarla. Me había ganado. Me sometió a su arte de pitonisa callejera, caí temeroso en la red de su poder oculto y ancestral. Mostró una vez más su baraja para ofrecerme el servicio que me revelarían los arcanos del tiempo… de mi tiempo. Solo negué con la cabeza ante el miedo de conocer quizás el sino fatal que la providencia me tenía trazado. Entonces, la mujer de las arrugas sin fondo, dio una estocada brutal: «Yo sé a donde vas, Eduardo Amador Abusada Franco».
Cada letra, lentamente pronunciada, me cayó encima como una imprecación. Ya en franco trote di media vuelta y me metí al primer taxi que vi sin preguntar el precio. Noté entonces que estaba sudando. Al llegar a mi casa comí algo, esperando que el susto baje. Entré a mi cuarto, me saqué la corbata y la lancé a cualquier lado. Me eché en la cama aún con zapatos. Al girar de lado para acomodarme sobre la almohada, sentí una punzada en el pecho. Era mi fotocheck que aún me colgaba del cuello con mi nombre completo en letras del molde.
Por: Eduardo Abusada Franco
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