Franz Kafka, el escritor atormentado que amaneció un día transformado en un monstruoso insecto, o el acusado perdido en el interminable laberinto de un proceso judicial, murió el 3 de junio de 1924, hace cien años. Tanto él, como Gregorio Samsa y Joseph K. que fueron para el caso sus otros nombres, vivieron y murieron encerrados en sí mismos, pero buscando a Dios. No lo encontraron, por cierto. No podían encontrarlo, porque Dios, si vive, vive en el prójimo, en los otros.
Sólo vivió cuarenta años, pero fueron suficientes para dejar una gran obra literaria. En su periplo vital no hubo metamorfosis, ni tampoco procesos ni castillos. Esos los dejó a la literatura, a la cual confió en el secreto de las páginas en blanco, su culpa, su gran culpa, su grandísima culpa de querer estar cerca de Dios y de sentirlo tan lejos.
No iba a ser sintiendo el asco que los demás sentían viéndolo convertido en un descomunal insecto. Tampoco, viendo la indiferencia de los litigantes y secretarios del proceso del que no sabía nada excepto de que era él el acusado. Menos recorriendo los laberintos del castillo inimaginable que erigió para perseguir su divina quimera. Iba a ser en su cueva personal, solo frente a las inclemencias de su tiempo, aislado por voluntad propia, engrilletado a su pasado, a cualquier pasado en el que se extrañara a Dios, extraviado y jamás encontrado porque como él mismo lo señaló estaba perdido en el abismo de Milena Jesenska, su único y desgraciado amor.
Ese amor, Milena, lo llegó a conocer más que nadie. Por eso escribió “El mundo entero es y seguirá siendo para él un jeroglífico. Un secreto místico. Algo que no soporta, pero que admira con una ingenuidad pura y entrañable (…) Franz no sabe vivir. No tiene la facultad de vivir. Franz nunca se curará. Franz morirá pronto”.
Ese único intento de salir al encuentro del otro que el amor hizo posible, era insuficiente para encontrar a Dios. Estaba encerrado sin remedio entre las cuatro paredes de su tiempo y de su psique. Y así sólo podía encontrarse a sí mismo y definirse como la corriente filosófica a la que adhirió, definió al hombre: una pasión inútil.
Ninguno como ella hizo una descripción tan clara y tan honda de Kafka: “… tímido, retraído, suave y amable, visionario, demasiado sabio para vivir, demasiado débil para luchar, de los que se someten al vencedor y acaban por avergonzarlo». Así creo que fue: como el ínfimo escarabajo que huía de los escobazos. Como el denunciado que buscaba en los anaqueles el expediente infinito. Como el nómada que esperaba encontrar en inextricables laberintos el Castillo o el altar de Adonai para mirarlo por fin cara a cara.
Por: Jorge Alania Vera
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