Al costado del edificio Las Magnolias, un viejo y enorme árbol caído fue nuestro lugar de juegos favorito, el que nos acompañó toda nuestra infancia en la Residencial San Felipe.
El refrán asegura que los árboles mueren de pie. Pero éste se cayó. No sé de qué especie sería, pero se cayó. Se recostó de lado, como apoyado en una de sus ramas haciendo de brazo y allí se quedó durante décadas.
No murió de pie, como el resto de árboles; aunque vivió mucho más tiempo de caído que aquellos que mueren parados. Vivió en nosotros, en nuestros juegos, en nuestros retos de iniciación y la imaginación preadolescente de los niños que fuimos en los años 80, la década perdida.
Fue, en su verdor, un árbol enorme. Supongo, pues siempre lo conocí ya seco y fuerte, sin verde alguno. Su tronco principal era algo más grueso que un barril de petróleo, por echar una medida popular cualquiera que pueda servir de comparación. Esa era el camino principal para subir a él, que también hacía de tobogán para bajarse.
Quedó tendido justo al medio de uno de los jardines al lado del edificio Las Magnolias. Las tardes de los sábados, luego del fulbito, íbamos al tronco. Así lo llamábamos. A veces nos quedábamos hasta la noche. Una vez que nos subíamos, el viejo árbol ofrecía sus caminos, sus sólidas ramas. La savia ya no corría por sus entrañas, pero se alimentaba de nuestro sudor, de la ilusión de unos muchachitos patas de perros. Y el alma del tronco se ponía feliz y nos cuidaba. Les juró que casi lo vi sonreír en las marcas de sus vetas. Cada quien escogía una rama para acomodarse. De pronto era una nave espacial, el Star Trek, o, en las tardes de más adrenalina, el Halcón Milenario. Un domingo podía ser el Nautilus del capitán Nemo, y en vacaciones escolares se convertía a veces en El Poseidón frente a las gigantescas olas, o quizás el Titanic atravesado por el iceberg asesino.
Sino, simplemente, era nuestro sitio de descanso. El lugar alto, la trinchera, la torre de madera desde donde dominábamos toda la Residencial San Felipe, ‘la resi’.
Alguna vez alguien quiso quemarlo, solo por joda. Pero el tronco resistió. Chamuscado por un lado, seguía siendo fuerte. Nuestra fortaleza era inexpugnable. Hasta que llegaron los “grandes”, los chicos mayores de la resi. Ellos ya tomaban y otras cosas. Para esa otra pandilla, el tronco no era lo que la imaginación nos abría a nosotros. Así fue que una noche, asumo que haciendo mucha fuerza y palanca, le dieron vuelta y se quebró una parte. Pero el tronco aún sobrevivió un tiempo más. Ya no estaba firme, hacía un vaivén. Nuestro otrora castillo se convirtió en una suerte de catapulta que también nos hacía inventar otros juegos, algo más riesgoso. Se hizo un sube-y-baja extremo.
Tal vez fue un domingo, un sábado, no lo recuerdo bien ya. Fuimos a abordar nuestra atalaya, el faro vigía que guio la niñez de varios que en casa no encontraban guía, nuestro tronco y de nadie más. Unos hombres, con motosierras a combustible lo estaban cercenando. Lo cortaron en varios pedazos, puesto que era muy grande. No dijeron por qué ni para qué. La leyenda urbana de la residencial San Felipe decía que un niño había tenido un accidente falta jugando en el tronco con el bamboleo que ahora hacía.
Nuestra fortaleza había sido tomada por asalto, los filibusteros entraron al abordaje a nuestro viejo y cansado barco de madera aprovechando nuestra ausencia. Ya era tarde. La bandera de Mompracem se empolvaba ante los ojos bisoños de los Tigres de la Malasia, que nada pudimos hacer. En dos o tres días, solo quedó un rastro de serrín. Único testigo de nuestras aventuras de ultramar de cada tarde de sábado, en aquel jardín al lado de Las Magnolias.
El corte del tronco, de cuajo, violento y sin aviso, también significó el paso apresurado de la niñez a la adolescencia. De un tajo se acabaron los juegos, la aventura y la imaginación. Ya no podíamos ser esos gansos, aquellos chiquillos ilusionados e inocentes. Ya éramos muchachotes, adolescentes. El mundo ahora venía en serio; si te quedabas, te agarraban de gil. Vendrían entonces los tonos, el despertar sexual, la música, los apagones, las drogas… la vida en una ciudad visceral. Algunos, como el tronco, ya murieron, no necesariamente de pie.
Por: Eduardo Abusada Franco
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2 comentarios en «El tronco de la Residencial San Felipe»