Nunca fui un buen bailarín. Lo he intentado, pero tengo dos pies izquierdos —lo que simbólicamente cae bien en mí, tildado habitualmente de “rojete”—. Así las cosas, al no saber bailar, creo que me hice un conversador de aceptable performance. Desde las inmensas preguntas sobre la vida y la muerte, hasta la cháchara graciosa y chacotera. Me gustaba y gusta conversar. Más aún si es en un bar… en una cantina de preferencia. No creo nunca haber cultivado la dipsomanía, más sí la camaradería sazonada de licor. En nombre de la amistad, de la nostalgia, de los libros nunca escritos y aún pendientes, del desamor y las rebeldías fallidas y de las revoluciones que nunca empezaron, regalé muchísimas horas de mis años más nobles al inveterado hábito de sentarse en la silla de una cantina con viejos amigos —y también con los de ocasión— a empinar el codo y la vida si fuese necesario… hasta que me orinen los perros.
Amparado en ese mundo que solo los conversadores impenitentes conocemos, aprendí tal vez mucho más que en las aulas académicas de todo tipo que he recorrido. No obstante, los códigos cantineros no me permiten dar más información que la que vendrá a continuación. De los detalles más íntimos de esas borracheras, estoy impedido de escribir. Solo de generalidades. Es la Omertá de los borrachos. Como bien escribió el flaco Ribeyro en Las botellas y los hombres: “Comenzaba a olvidarse de su ropa, de sus rencores, y a penetrar en ese mundo ficticio que crean los hombres cuando se sientan alrededor de una botella abierta”. Siendo entonces que es un mundo imaginado y perentorio, no hay mucho, ergo, que revelar.
En fin, en este texto, y sin resaca de por medio, quiero recordar algunos bares que se me hacen de algún valor sentimental. Bares que el tiempo no ha envilecido en mi memoria: bien dicen que muchas cosas se preservan con alcohol, que mata las bacterias de la podredumbre. Como decía, no me gustaba el baile y me no se me da bien. En consecuencia, mientras los bailarines de la gallada preferían ir a las discotecas, yo disfrutaba el calentamiento previo en la cantina. Las más de las veces les decía que la disco estaba aburrida, que estaba cara la entrada, que mejor nos quedábamos chupando. De tal costumbre, hice de algunos bares mis lugares seguros, donde me sentía augusto. Empecemos:
1. Las calles en las noches húmedas de la residencial San Felipe, en Jesús María. No era exactamente un bar, pero fue en esos tiempos, a pocos años del toque de queda, en que di mis primeros sorbos a la sustancia espirituosa. Éramos los hijos de la violencia. Los urbanos en realidad, porque lo más duro se vivió en los Andes. “La cerveza: causa y solución de todos los problemas de la vida”, dijo un bebedor legendario, el gran Homero Simpson. En mi caso, mis primeras borracheras fueron con un trago corto de infame reputación, que una comitiva de valientes iba a comprar a algún alquimista aficionado en la Av. Brasil. Yo nunca salía de la residencial, era como un útero, el espacio en el que me sentía protegido. Así que valientes eran para mí los que iban de comisión más allá del lindero boreal de nuestros dominios. Traían el ‘sacarronchas’ que saboreábamos escuchando las historias alucinadas de los más grandes de la ‘resi’. El tiempo, a mediano plazo, terminó por llevarse a varios. No puedo decir que fueron un ejemplo de vidas virtuosas, ya con el filtro de los años; pero vivieron a su manera. Fueron sus vidas y sus consecuencias. Yo no soy quién para juzgarlos, salvo por haberme iniciado con un trago de tan mala honra. Hoy mi hígado se partiría en dos al primer vaso.
2. La plaza Bolognesi de Mollendo y sus cercanías. De adolescente tenía una predilección por tomar en las calles. Lo sentía más libre, el humor era más suelto. Además, en provincia es una experiencia bastante peculiar. Pasa tu mamá, tu abuela, tus vecinos (algunos se toman una copita al paso), tus tíos y tías, turistas, mientras la reducida caterva comparte un trago de un solo vaso.
Y tiene que correr el vaso en sentido horario, tales son las normas de la cofradía de borrachos de plaza. Por cierto, sentir y ver el amanecer en la plaza tiene un encanto que la memoria etílica guarda en un rincón especial del alma. Entonces, cuando el cielo empieza a anunciar ese celeste tirando para malva, sabes que es momento de recoger a los soldados caídos.
En aquel tiempo, tomaba mucho ron. Una variedad de Cartavio que se llamaba ‘Superior’, pero no especificaba respecto a qué era superior. Solo podía superar al kerosene. Pero el raído bolsillo adolescente no nada más. Igual, con nuestras monedas y las de miles de jóvenes y viejos waraperos en todas las ciudades del país, debemos haber hecho ricos a los de Cartavio. Salud por ellos pues, que también, en contraparte, nos dieron memorables horas de amistad y hasta lágrimas sinceras que solo permiten a los hombres las recias leyes del machismo bajo el salvoconducto del ron. Además de habernos dejado muchísimos casos de gastritis prematuras… ¡me las vas a pagar, Cartavio! Como sea, las normas actuales respecto al uso del espacio público ya no permitirían tales ritos juveniles.
3. El Barbitas. Este ya era un bar como tal. En general, mis borracheras más épicas han sido entre hombres; pero sabe Dios que también en mis aventuras etílicas he compartido rondas con mujeres de fuste para el trago. Chicas que tumbarían al mismísimo Alejandro Magno, histórico bebedor.
En El Barbitas, que quedaba en la empinada calle Arica, también en Mollendo, y a pocos metros de la plaza citada en el punt anterior, disfruté deliciosas tertulias con amigos y amigas de infancia. Han pasado más de 25 años, y aún seguimos recordando la noche aquella, entre historias de Ovnis y aparecidos que me siguen asustando en las noches sin luna y de sobriedad. Santo sea el nombre de aquellas mujeres de las que aprendí que también debía abandonar la afición por el canto, que, como el baile, me fue un talento negado. Ella —no es necesario que la nombre—, sus hermanas, amigas y primas, recordaban más que yo mis propios recuerdos. ¿No te acuerdas que hiciste anoche tal cosa, qué estuviste bailando sobre una mesa? ¿No recuerdas que te fuiste sin pagar y te tuvieron que corretear? ¿No te acuerdas que te le declaraste a dos? ¿No recuerdas que te calateaste bailando sobre la barra? No, la verdad que no lo recuerdo, pero si ellas lo dicen, les creo. Qué más da. Les creo, porque la nostalgia no se funda en la verdad; sino en el amor, que más sabe de pasiones que de razones.
En ese bar, donde maceré veranos enteros, no sé qué ron nos servían, pues ya nos lo traían mezclado en jarras con su toque de hielo y limón. Confío en lo bebido, pues el dueño, Juan Carlos, sigue siendo mi gran amigo. No lo veo hace años, pero el tiempo no ha amenguado en absoluto mi consideración hacia ese gran tomador que nunca, jamás, logré verlo borracho. Flaco, suave, de delicadas maneras y finos modales, pero invulnerable al ron ni a cualquier menjunje que pretenda emborracharlo. Hasta los tomadores más bragados del puerto enterraban el pico si se ponían en una mano a mano con él. Invariable era terminar aquellas noches, ya cuando chillaban los autos de las primeras horas de la mañana, comiendo papas arrebozadas con cebolla donde la Tía Sobaco, en la puerta del mercado San José.
4.- El Chifa de Barranco. Ignoro por qué le decían ‘el chifa’, pues no vendían ni chaufa. A este iba en mi época de colegial, en invierno. Quedaba frente a la plaza de Barranco, del lado donde está el Juanito. Era muy simple. Dos grandes salones con mesas y sillas de plástico y cerveza. Nada más que cerveza. Ni siquiera un trago de ron o pisco. Las conversaciones tampoco eran gran cosa, pero cuando la cerveza empezaba a remover la sangre, cualquier conversa es buena.
Supongo que en algún momento vendieron algo de comida. También era una antesala previa para ir a las discotecas del bulevar de al lado, pero yo prefería quedarme allí, en la dorada embriaguez de la cebada y la levadura. Veía a otros desfilar, reírse, caerse, vomitar. Iba contando uno a uno como iban sucumbiendo. Para la cerveza tengo mejor resistencia que para el trago corto, aunque me confieso como “ronero”. Bueno, ahora la verdad es que me pico hasta con un caramelo de licor. Falta de costumbre.
5. La Liga de Billar de Miraflores. Queda aún en la Av. Ricardo Palma pero con otro nombre. En ese tiempo atendía un tipo igualito al fallecido y recordado alcalde Andrade. Yo era muy aficionado al billar —he visto como cinco veces la película El color del dinero, con Paul Newman—, pero más me gustaba estar en el billar; es decir, pasar el rato allí, conversar, ver los juegos de los más capos, escuchar las mismas gastadas anécdotas de los viejos con pasados eternos.
Caían muchos oficinistas, algunos ni sabían agarrar bien un taco de billar. De pronto las cervezas comenzaban a hacer lo suyo. De muy formales empezaban por quitarse el saco, remangarse las mangas de la camisa… finalmente la corbata. Se ponían chinos y felices. Yo también. Y era feliz con ellos. Aun sin conocerlos eran como amigos de toda la vida. La complicidad de los bebedores que sospechan haber sido compañeros de armas en pasadas vidas.
Había en ese local una mezanine donde me sentaba a desaparecer uno y otro vaso. Acá tampoco vendían trago corto, aunque sí podías comer un sanguchito. Aunque hay un acerado compañerismo en las noches de copas, quedan los rezagos de antiguos ritos de iniciación en la hombría. Ceremonias antediluvianas en que debías mostrar que eras más hombre que otros. Una forma de aquellos años de inmadurez, en que demostrabas que eras macho, era tumbando a tus compañeros de tragos. Avanzaban las horas, y cuando algunos ya se apoyaban en el taco como muleta, mientras un brilloso hilo de saliva les colgaba de los labios, y de pronto guardaban silencio, como quedándose dormidos de pie, sabía entonces que había ganado. Hoy, la verdad, les daría un buen abrazo y les diría que ya no tomen mucho, que ahorren su platita, y que el más macho de nosotros —y de los que éramos—, ya no está acá. Me enseñó que está bien llorar, que la hombría está en la palabra prometida y en el pellejo que se planta frente al poderoso; no en el fondo de una copa. Ese chico, hermoso entonces, una tarde sin tragos, tras un viril juego de fulbito, puso sus manos en su cara y comenzó a llorar. Me dijo que era maricón, o me lo confesó. Al paso de los años he visto personas valientes y arrojadas, pero sigo recordando a ese muchacho. Rebelde, cabellos largos, bebedor de amanecidas, billarista aplicado, sensible y cursi, mujeriego por amor y arrechura; y homosexual al fin y al cabo. Y lo vi luchar, lo vi ser durísimo y chillar ante las injusticias. Dios te salve, macho, donde quiera que estés. Salud por él.
6.- El Elos y el Hueco Verde. No sé si así eran realmente los nombres de esos antros tan divertidos, pero así suenan en mi memoria. Los he agrupado en dos porque eran de mi época de estudiante de Letras y Derecho en la PUCP. Quedaban al frente de la universidad. Particularmente me más gustaba el ‘Hueco Verde’, que era apenas la cochera verde de una casa con mesas y cerveza. Otra vez faltaba mi rico ron. Solo cervezas. Full raje, graciosas borracheras. Mis paisanas mollendinas y compañeras de promo, las hermanas Granda, me agarraban de punto. Sin piedad se burlaron de mis primeros manotazos de poeta. Nunca más me atreví a volver a escribir poesía; aunque creo que sí les gustaba cuando me ponía a cantar a todo pulmón ‘Puerto Bravo’ y rememorábamos al terruño. Es verdad que en Lima los paisanos nos queremos más.
Si bien había mucha camaradería, alguna vez las rivalidades entre promos acabaron a las trompadas. Tal vez fueron mis primeros acercamientos a las artes marciales; donde tuve un relativo éxito de pugilista: agarré a carazos los puños de mis insolentes contrincantes de turno. Pero nada, un par de chelas más, abrazo, yo te estimo, y acá nada pasó. Así se sellan muchas broncas entre tragos.
Pensaba seguir desarrollando al Superba, y al Queirolo, pero ya se va muy largo este texto. Al segundo sigo yendo a veces; pero siempre he ido solamente al del Centro de Lima, en Quilca con Camaná. Además de su res de pisco, me gusta su malaya frita a la hora del almuerzo. Los últimos años anda muy congestionado y eso me ahuyenta un poco. Respecto al primero, ya no es bar. La última vez que fui era un restaurante formalito. En mi memoria lo sigo recordando como una cantina de las que tenían aserrín en el piso. Era una cantina en toda ley. Prefiero que se mantenga así en mis evocaciones.
Creo que es momento de buscar un buen ron con Coca Cola con su toque de limón. Y una buena charla, sino, no tiene gracia.
OTROS ENLACES RECOMENDADOS POR PLAZA TOMADA
- Fotos del Monasterio de Santa Catalina en Arequipa
- La casa de Julio C. Tello
- Marthita, la matriarca de los anticuchos
- Manuelita Saénz, la heroína olvidada
- Mamoru Shimizu: la medianoche del japonés
1 comentario en «Los bares de mi vida»