La historia de Mamoru Shimizu es quizás el misterio policial más sonado de la crónica roja peruana. ¿Realmente este japonés fue el que asesinó siete en una noche?
Una mañana de noviembre de 1944, Lima amaneció en ensangrentada. En una acequia de Chacra Colorada, se remojaban los cuerpos inertes de siete japoneses. Entre niños y adultos de dos familias niponas afincadas en el distro de Breña. Perú vivía ese tiempo, hay que decirlo, una cruel xenofobia contra los hijos del Imperio del Sol Naciente, toda vez que nuestro país se alineaba con los Aliados en el contexto de la II Guerra Mundial. Es decir, que estábamos “en guerra” contra el poderoso Japón.
En tal clima de odio hacia los asiáticos, a la Policía no le fue difícil encontrar a un culpable: Mamoru Shimizu, el hermano menor de la principal víctima, Tamotu Shimizu, quien era cabeza de familia y los negocios de los prósperos Shimizu en la venta de carbón, asociado con Hiromo Tomayashu, también asesinado. El callado Mamoru tenía el nada favorable historial de haber servido como soldado al emperador Hirohito en la guerra contra China. En Hiroshima se hizo miembro de la secta de los Itsuku-Shima, y como tal, estaba dispuesto a morir por un acto de honor… o de silencio.
Los siete cadáveres fueron fulminados a rabia de garrote. Golpes secos y sin ruido según los peritos policiacos. Tras la investigación y la escasa defensa de Mamoru, fue condenado y recluido en la Cárcel Central de Varones, hoy inexistente. Hace algunos años le hice una entrevista al periodista César Lévano. Entre los temas sobre su vida que tocamos, me contó que cuando estuvo recluido en esa cárcel solicitó un peluquero. En eso entró Mamoru Shimizu con unas enormes tijeras. Lévano, habiendo perdido una pierna desde adolescente e imposibilitado de huir, sintió un frío sorpresivo. “Este es mi final, pensé. Era el asesino más famoso de Lima y me dejaban solo ante él, armado con tijeras. Sin embargo, fue muy pacífico, y conmigo fue el único con que conversaba en la cárcel, pues hablábamos de la Guerra Mundial y temas que yo conocía y él no tenía con quien conversarlos”, me dijo. En efecto, el célebre asesino dividía su tiempo entre ser el peluquero del penal y la crianza de palomas. ¿Paciencia oriental?
Mamoru Shimizu bajo la pluma de Coco Salazar
En mis largas conversaciones, entre ríos de cerveza, hablando de periodismo con quien fuera mi maestro El Búho, tocábamos esta historia. Siendo él mi Jefe, me mandó a entrevistar al viejo periodista y escritor Jorge Salazar, quien escribió ‘La medianoche del japonés’, una novela basada en el crimen de marras. Le pregunté a don Coco cómo había resuelto el caso tras el filtro del tiempo. Pero justamente es el tiempo el que muchas veces termina por disipar las nieblas de la mentira para mostrar la verdad. El asesinato múltiple fue cometido a palos. Estando en una casa con cocina y diversidad de cuchillos, era extraño que sean muertos a palos. Que es como se ejecuta a los traidores y despreciables en el antiguo Japón, sin el honor del metal del sable. Recordemos a Adolf Eichmann, uno de los últimos big nazis, que tras ser sentenciado a muerte, pidió morir con el honor de una bala. Finalmente fue colgado. Como cita el protagonista en la novela, siguiendo la tradición de las novelas detectivescas: “… para resolver un crimen, el primer paso consiste en no creer a la Policía”. Los investigadores no repararon en ese detalle, el del apaleamiento.
Hace una semana terminé de leer, por fin, ese libro qué tenía pendiente, y he llegado a la final conclusión. Mamoru asumió la culpa. Se llevó su verdadera confesión a la tumba. De allí la rescató Salazar. El hermano mayor de Mamoru y del asesinado Tamotu, también pertenecía a la secta de los Itsuku-Shima. Ante el clima de despojo hacia los asiáticos, esta hermandad estaba sacando japoneses y refugiándolos en lugares seguros. Susuma, aquel hermano mayor, le cuenta a Tamotu y su socio Tomayashu que pensaba huir con ayuda de la hermandad. Se los dijo como japoneses, como hermano y amigo. Ellos rechazaron la oferta de también ir a un país menos agresivo. Además, les iba económicamente bien, a diferencia de varios de su colonia que eran despojados de sus negocios y sus tiendas atacadas a pedradas.
Cuando ya estaba para partir del país, Susuma fue capturado. En la soledad de su encierro cayó en la cuenta de que solo su hermano Tamotu y su socio Tomayashu sabían lo que iba a hacer. Se dio cuenta que ellos estaban entregando a connacionales japoneses, acusándolos de espías y de allí su buena situación económica, la amistad de Tomutu con sectores importantes de la Policía y su protección. Por ello, eran intocables en la comunidad, así como sus inversiones. Susuma no estaba dispuesto a perdonar. Logró que un guardia le lleve un mensaje a su hermano Mamoru, el fiel y silencioso. Debía comunicarse con la hermandad y decirles quiénes eran los traidores. La hermandad sabría qué hacer. Escribe el autor: “El viejo ritual de apalear traidores y sus familias que había tenido lugar en Hara en el Siglo XVII se repitió en esa finca de Chacra Colorada. Fue un día de difuntos. Mamoru cuando se autoinculpó debió haberse sentido como un viejo y noble samurái, eso pensamos”.
Mamoru Shimizu murió en prisión en 1959 por temas de salud. Nunca confesó, más allá de lo que la Policía quería oír. No volvió a hablar con nadie del crimen. En silencio se fue a la tumba. Donde permanece, en el cementerio Presbítero Maestro, en el mismo cuartel donde también están enterrados los asesinados de aquella noche de sangre y venganza.
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