Hace años vi la excelente película chilena Machuca. Ya la llevo viendo dos veces. La agregaron un tiempo a Netflix, pero ya no está. Es un film básicamente político-histórico, pero también es una película sobre la amistad de la infancia, esa donde la mayoría de las veces no importa tanto el grueso de la billetera. Entre un niño que en Chile llamarían ‘cuico’ (creo) y acá ‘pituco’, y otro muchachito de los barrios marginales y pobres. Me sentí particularmente tocado por varios motivos, por los amigos de que de niño tuve, que iban, por ejemplo, desde el hijo del verdulero en la ‘resi’ San Felipe, donde jugábamos en los tiempos de los apagones, hasta hijos de poderosos empresarios.
Pero, a su vez, entre los otros personajes, me gustó sobremanera la imagen del cura gringo que lleva a los niños pobres a la escuela de los ricos. Era un cura que hacía deporte, y se enojó mucho en un caso de racismo. «Si solo te puedo enseñar algo, será respetar a los demás», le dijo gritando, colorado de la furia, con su mote gringo, al chico que hizo el comentario discriminador. Es una escena en la piscina del colegio privado. Se me hace una imagen tan potente y a la vez, tan cercana a mi memoria. Pues yo también fui educado en un colegio de curas católicos gringos, que hablaban ese español arrastrado, incapaz de pronunciar con claridad la R. Y eran «hermanos» de acción: manejaban el carro del colegios ellos mismos, entrenaban los equipos de básquet, le entraban al fulbito, etc. Los católicos acá somos bastante relajados la mayoría, hasta contamos chistes blasfemos. Pero para los católicos en USA es cosa seria la religión. Se ponen sus mejores ropas para ir a misa los domingos. Es más, van a misa; pues a decir a verdad, para la mayoría de católicos de mi generación, luego del bautismo solo vamos a misa cuando nos invitan a un matrimonio. En todo caso, yo no lo sabía entonces, pero esos curas marianistas —tal era la congregación religiosa de mi colegio— me ensañaron, tal vez sin ser seguidores de esa doctrina, lo que luego entendí (ya con los estudios), que se parecía a la ‘teología de liberación’.
Muchas veces he sentido, al correr de los años, que los marianistas tenían mucho de la teología de la liberación, de esa iglesia cercana a la gente más necesitada, una que tienda la mano al pobre. Recuerdo a varios. Pero en este post quiero mencionar a uno que no era era de los estadounidenses que nos enseñaban, pero sí era marianista y peruano. El hermano Julio Corazao. Entusiasta también del básquet. Un tipo infatigable, entregado a la causa de la ayuda al prójimo. Lamentablemente, en su pasión por la vida, en la cima de su energía, se fue pronto en un accidente de tránsito. No era hombre de sermones, sino de acción. Justamente manejando él mismo la camioneta del colegio, llevando donaciones para los damnificados de Ica en un fenómeno de El Niño, murió en 1998. El hermano Julio incluso se dio cuenta de lo que el infame Figari (del Sodalicio) pretendía hacer en el colegio y le puso el pare. Estoy seguro que si Julio hubiese seguido con vida, Figari no hubiera llegado tan lejos en su insania y depravación contra los inocentes.
La escena en la película Machuca en que el cura, en medio de los militares, se lleva el copón con las hostias consagradas diciendo «¡Este ya no es más hogar de Cristo!», es conmovedora. Desafiando las botas, los fusiles y la violencia de las mamás que le gritaban «comunista» al sacerdote que solo quiso darle educación de calidad a unos muchachos del arrabal, el pequeño Machuca se pone de pie y le agradece. En medio de todos. En medio de una dictadura que callaría a bala y culatazos la voz de miles de personas. Voces a las que se les rompió la boca, se les violó, fusiló, se les cortaron las manos como a Víctor Jara, se les quemó, se les ahogó. Pero que nunca fueron totalmente silenciadas.
Por: Eduardo Abusada Franco
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