En una esquina del distrito de Lince, una señora conocida como Marthita, ha hecho de su puesto un destino de peregrinación obligada para los feligreses de los anticuchos. Esta es la historia de su culto.
Empieza a oscurecer en los alrededores del Hospital Rebagliati. Los transeúntes caminan aglomerados de regreso a sus casas. Estudiantes, obreros, padres de familia, solitarios. La masa de una ciudad de más de 9 millones. Entre el traqueteo de los pasos apurados de la gente insomne y el barullo de las bocinas de los autos ansiosos, se escucha el crepitar armónico de unas brasas entregándose a la candela. La Sinfonía Inconclusa esperando a ser resuelta por fin. Densa humareda acompaña la escena. En ese momento, una joven va preparando la parrilla de metal sobre un nigérrimo brasero. La directora de orquesta coge la batuta y ordena los instrumentos de esta filarmónica de los sabores callejeros. Marca el tempo y compás con trinche, pinzas y un atadito de hojas de panca para aderezar. Obediente el fuego, como la cobra hipnotizada por la flauta del encantador de serpientes, va dándole vida a unos poderosos y bien sazonados anticuchos.
Pronto, se instalan las primeras bancas de plástico. La gente empieza a llegar. Los que hace un rato estaban apurados, quedan convencidos por el aroma que el brasero. Muchos otros ya son fieles clientes que encuentran en la sazón de una señora llamada Marthita, el sosiego para los antojos que el alma reclama. No faltan aquellos curiosos que recorren las calles aledañas olfateándolo todo en busca del tesoro prometido. Entre ellos, estamos nosotros, huariqueros impenitentes, buscadores de reliquias comestibles, rabdomantes de los sabores esquivos y codiciados. “Buenas noches, precioso. ¿Qué te sirvo?”, pregunta coqueta una señorita parada frente al blanco carrito de donde todo emana. Es el punto de partida de un amor de una sola noche escrito entre corazones de res y vísceras cocinadas. Para varios, empero, ese amor será eterno: regresarán muchas noches más para volver a atravesar con sus dientes la carne amada. Este es el hechizo ineluctable de los anticuchos de Marthita. Uno de los puntos de encuentro más notables de esa zona a paso entre Lince y Jesús María.
Desde el primer bocado de estos anticuchos, que son acompañados, cómo no, de unas tiernas papas huayro, se percibe la indeleble mezcla del ají panca, la pimienta y esa generosa suma de condimentos que completan el bien peruano aderezo. Aquí los anticuchos son cargaditos, llevan consigo toda esa tradición criolla que ha marcado el paladar de generaciones de peruanos. Tienen una ligera capa tostada en la superficie y son lo suficientemente cocidos por dentro, para quedar en un término medio bien plantado. Llevan también ese ahumado que solo puede darle el enardecido carbón vegetal que sale a relucir de la brasa ardiente cada vez que el menjunje —secreta receta— de la brocha de panca cae en la caldera.
Al igual que el anticucho, el rachi y la pancita, con una textura suave, dejan sentir a flor de piel el condimento secreto. El rachi se deshace en el paladar y deja el halo de su arenosa naturaleza en la boca. El sabor del carbón de algarrobo que utilizan ha quedado impregnado a fuego en los trocitos de vísceras, convirtiéndolas en una peligrosa adicción, capaz de vencer al más inapetente de los comensales.
En el puesto de Marthita hay aroma a peruanidad. En las bancas, mientras disfrutan de los suaves trozos de corazón y vísceras, las familias del barrio comparten entre el humo y la risa, como diría Joaquín Sabina. Algunos amigos cuentan sendas anécdotas que son sazonadas con un buen bocado de carne salpicada de ají.
Dicho sea de paso, aquí hay tres tipos de salsas picantes, para cada paladar, según la intensidad y el sabor. Para empezar, la huancaína y el clásico huacatay. Ambos cremas preparadas con sutil cuidado, para que el picor no ataque a los paladares más sensibles. Son un tanto aguaditas pero sustanciosos. Hay que ser generosos a la hora de sumergir un trocito de anticucho. Sin miedo. De otro lado, para quienes buscan una ardiente pasión, una buena cucharada de la salsa de rocoto con cebolla china es lo que necesitan. Espesita, como dictan las letras de los buenos recetarios de las abuelas. Eso sí, hay que acompañarla de un buen sorbo de bebida fría para no quedar con el aliento ardoroso de un dragón.
MARTHITA, LA INAGOTABLE
Marthita es como la conocen sus clientes, amigos y todo el distrito de Lince. En realidad es Martina Machaca, la matriarca de una dinastía de cinco hijos que encontró en los anticuchos las herramientas para lidiar con el áspero muro de la inopia. Desde que llegó a Lima de su natal Juliaca, Marthita tuvo que trabajar en cuanto oficio se le presentaba. Eso sí, como una marca de nacimiento, siempre los anticuchos estuvieron muy presentes en su vida.
“Al principio, mi mamá era empleada del hogar”, recuerda Elizabeth, la mayor de sus hijas. “Mi mamá —agrega— trabajaba en una casa en las mañanas y en las tardes salía a vender sus anticuchos”. Ese fue el primer contacto de Marthita con el centenario oficio de domar los corazones y las vísceras de la res. Sin embargo, la falta de logística hizo que su primer intento en estas artes quedara en una fugaz anécdota. Su sazón habría de quedar en la memoria de los vecinos que siempre la alentaron a retomar el negocio. Fue en esas épocas que conoció a un joven jaujino que, al igual que ella, había venido en busca de oportunidades a la capital.
Ya casada y montados sobre un par de triciclos, esta pareja de entusiastas migrantes comenzó a vender de manera ambulante frutas y verduras. Cada día se estacionaban en el pequeño mercado de la Avenida Canevaro en Lince y comenzaban la danza. Un kilo de manzanas por acá, un atado de perejil por allá. Ella frutas y él verduras. Así fueron pasando los años y así fue creciendo la familia. Pero la vida suele presentarse como un camino curvado, pocas veces es una bajadita simple. Así, él enfermó de los pulmones y el dinero comenzó a escasear. Los problemas acecharon nuevamente al hogar. Había que seguir remando contra la corriente. Había que seguir viviendo.
“Mi papá se enfermó y mi mamá tuvo que empezar a trabajar el doble. Se pasó esos días en la mañana vendiendo frutas y en la noche retomó con los anticuchos. Nosotros vivíamos en Canevaro en Lince. No alcanzaba el dinero. Ya éramos cinco. Mi papá estaba mal. Así que decidió empezar de nuevo con los anticuchos. Comenzó con poquito (2 kilos al día)”, recuerda la hija.
Tras un acuerdo con la dueña de la cochera donde guardaban los triciclos, la pujante Marthita pudo colocar un rudimentario quiosco para poder vender sus anticuchos en las noches. A esas horas, Lima está poblada de hambrientos y exigentes transeúntes, trabajadores de toda laya a los que el menú de hace 6 horas les quedó corto. Todos ellos, confundidos en el tráfago urbano buscan calmar los rugidos del estómago con algún sabroso potaje. Así fue haciéndose conocida Marthita. Y como asegura el dicho: barriga llena corazón contento (dos veces en este caso)… así comenzó a construir fieles habitués que con el boca a boca fueron extendiendo el relato de un anticucho bien preparadito en una esquina de Lince.
Su esposo fue mejorando y sus hijos fueron creciendo. Al mismo tiempo, el éxito de los anticuchos fue tal que, poco a poco, fue necesitando más tiempo para dedicarse a la venta de los mismos. Era inevitable, la sazón la tenía desde muy joven. “Mi mamá siempre ha cocinado rico. Ha tenido buena sazón. Ella preparaba de todo. Los frejoles, la comida criolla. En la sazón está el secreto”, nos remarca su orgullosa hija. Fue así que, tan solo impulsada por un talento innato para la cocina, las ganas de salir adelante y la creciente demanda de sus comensales, que cada vez llevaban más gente, que Marthita tomó una decisión que cambiaría el rumbo familiar para siempre: dedicarse netamente a los anticuchos.
Empezó pues su puesto en la misma avenida Canevaro. Allí permaneció desde el año 1982 hasta entrados los 90. Luego se mudó a la esquina de Francisco de Zela con Domingo Cueto, lugar en donde confirmaría su nombradía de anticuchera infalible. Allí permanece hasta la actualidad encantando a todo aquel que, por recomendación o por casualidad, pruebe de su sazón. Hoy esa esquina es un universo en el que se juntan taxistas, vecinos, parejas enamoradas y más. No solo ello. Él éxito de Marthita ha hecho que otros negocios de anticuchos compartan la zona y la transformen en un verdadero destino culinario urbano.
EL COMIENZO DE LA DINASTÍA
Ya tiene 82 años, 31 de ellos trabajando en la calle a tiempo completo como anticuchera, vendiendo más de 30 kg de al día. Marthita tal vez nunca imaginó que su su decisión se convertiría en el derrotero a seguir por toda una familia: su propia dinastía. En la actualidad, no solo ella es la que está al pie de la humeante parrilla. Dos de sus hijas, entre ellas Elizabeth, decidieron seguir sus pasos e instalaron en otros lugares de la capital sus puestos. Todas, en cada brasa encendida, en cada plato de anticuchos que sale de la parrilla, rinden homenaje a su madre. Marthita ahora ya solo va dos veces por semana al puesto. Sus herederas ya saben qué hacer. De una generación a otra, la tradición ha seguido su curso natural.
UN ASUNTO DE IDENTIDAD
Don Ricardo Palma Soriano, nuestro célebre tradicionalista, describía al anticucho como un bistec en palito. Y es que sea como sea, este plato ha estado presente en la identidad nacional de profundas maneras y desde hace centurias. Por ejemplo, no se puede hablar de anticuchos si no se habla del Señor de los Milagros, en cuyas procesiones se confunden los intensos humos de palo santo con el vapor y aroma de unos suculentos anticuchos preparados por expertas manos que alimentan a los fieles para no desmayar en el recorrido. Tampoco se puede hablar del anticucho si no se menciona el barrio de Matute y al Alianza Lima, símbolo de identidad morena en el Perú.
La escritora Erika Fetzer menciona que los anticuchos se preparaban en épocas del incanato con carne de llama y que al llegar los españoles los ensartaron en palitos a modo de brochetas. Fue en esa época que, a raíz del proceso de esclavitud sufrido por los africanos que llegaban en los barcos al Perú, fueron utilizándose los restos de la carne de la res para preparar este plato. En aquellos tiempos los españoles desechaban todo tipo de vísceras y se las daban como alimento a los esclavos. He allí el origen más próximo de lo que ahora conocemos como anticucho.
De hecho, el primer registro gráfico es del acuarelista y tradicionalista afroperuano Pancho Fierro, quien dibujó a un hombre negro estirando un extenso palito atravesando un trozo de carne a una tapada dama a mediados del siglo XIX.
Hoy, Marthita sigue inmortalizando esta tradición que, en cada llamada de la candela, en cada brasa de rojo encendido, en cada bocado jugoso, trae a la memoria parte de la historia más profunda de la cocina peruana.
DATOS ÚTILES
Precio: S/ 20 (3 palitos de anticucho, rachi y pancita con su porción de papa)
Horario: de 5 pm a 10 pm de lunes a domingo.
Dirección: Esquina de Pardo de Zela con Domingo Cueto, Lince
Lima, Lince, febrero 2023.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
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Excelente historia de doña Marthita lo bueno que al final das el horario y días de atención.
Saludos Cordiales qmifo