Nota: Esta columna la escribí en 2015, con ocasión del fallecimiento de Eduardo Galeano]
Llevaba algunos años esperando escribir “esta gran” columna. Sabía que el hombre, de quien aprendí la irrefrenable fuerza de las palabras, ya no andaba bien de salud cuando contacté a unos amigos del Frente Amplio en Uruguay para hacerle, también, esa “gran última” entrevista que nunca pudo ser. Así, que más temprano que tarde, lo que tenía que pasar, pasó. El último lunes, Eduardo Galeano, escritor, periodista, uruguayo, amante del fútbol, y sobre todo, amigo, dejó para siempre la Patria Grande, nuestra inconclusa América Latina. La dejó con las venas más abiertas que de costumbre, pero también con esperanzas.
Y perdónenme si caigo en la pose del pseudo-intelectual snob que llora por la muerte de un escritor referente continental de literatura hacia la izquierda. No puedo evitar ser un posero, la verdad… siempre lo he sido. Pero en esta ocasión, mis motivos y penas son mucho más simples y mundanas, y tal vez sinceras. Tienen que ver con el amor y el fútbol. Decía que esperaba escribir esa “gran” columna, porque atesoro respecto a Galeano una hermosa anécdota, y pensaba que con ella haría la legendaria entrevista o, en su defecto, la inolvidable columna a la muerte del escritor. Pero hoy jueves que proso estas líneas —parafraseando a Vallejo, y porque en verdad escribo los jueves para ser publicado los sábados—, no me brota un asomo de inspiración. Así que sin más trámite y resumida la anécdota, va así:
Apenas iniciada la Facultad de Derecho y convencido de que me había equivocado de carrera, me puse a conversar en el patio de la facultad con mi amiga Karina Vargas, quien me comentó respecto a un tal Galeano. Casi no lo había escuchado antes. Esa misma mañana fuimos a la biblioteca y sacamos sus libros, cualesquiera. A mí me tocó uno que se llama “Días y noches de amor y de guerra”. Apenas leído, supe que quería ser periodista, que quería ser como Galeano.
Envalentonado por el descubrimiento me metí a unas clases de periodismo en la Facultad de Comunicaciones y me quedé conversando sobre vocaciones con el profesor, que a la sazón era poeta. Al verme confundido, me preguntó qué quería hacer en mi vida profesional. Le dije lo primero que se me ocurrió: “Quiero hacer lo que hace Galeano”. Quiso el destino que el profesor-poeta sea amigo personal de Galeano, lo había invitado a dar unas charlas al Perú y me alcanzó su dirección postal. Lo había invitado a dar unas charlas a Perú. Más allá del libro que había sacado de la biblioteca y de que era hincha del Nacional del Montevideo, no sabía más del uruguayo. Pasaron las semanas, y una quinceañera depresión amorosa me jodió la vida por esos años. No sé bien por qué, pero le escribí una carta a Galeano contándole mis pesares, vocaciones frustradas, y amores rotos a la dirección que me dio el profesor. Agregué que era hincha del Alianza Lima.
Ya me había olvidado del tema, y pasados unos tres meses, una húmeda mañana miraflorina de mayo, amaneció bajo mi puerta un sobre con un inolvidable rótulo: Galeano – Uruguay. La llovizna que mojó el suelo había corrido la tinta, por lo que no estaba tan seguro del nombre. Tembloroso de ansiedad lo abrí. Una melancólica tarjeta, con el grabado de una carabela en una esquina, se convirtió entonces en mi más preciado bien material. Decía y dice (la encontré esta semana entre mis papeles viejos): “Montevideo, mayo del 2001. Querido tocayo: Una vez, en una pared de tu ciudad, alguna mano anónima escribió: ‘El amor no muere: cambia de domicilio’. Yo no sé si tenía razón; pero ayuda creerlo. Un abrazo, Galeano”. Y finalizaba con su inconfundible rúbrica de la flor-chanchito.
Trece años después le regalé el primer libro de Galeano que leí —4 veces— a la causante de aquella carta enamorada. Hemos vuelto a ser amigos. Hoy solo falta nuestro pata Galeano.
AÚN TENGO LA TARJETA:
Por: Eduardo Abusada Franco
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