Llegamos hasta acá cautivados por el recuerdo imborrable del sabor del arroz chaufa, la especialidad de la casa, el cual ya habíamos probado en visitas anteriores. Es que, valgan verdades, se siente venir acá. Encontramos a Charito con las manos en la masa: un poquito de cebollita china por aquí, otro poco por allá, un chorrito de sillao y listo. “Sale un arroz chaufa”. Pronto se acerca su hijo mayor y entrega el plato al ávido comensal que espera ansioso al otro lado de la barra. Al mismo tiempo, una niña de traviesa sonrisa acompaña la escena. Es la única nieta de Rosario, o como la tratan sus amigos y clientes, es decir, para lo que importa, Charito. El ambiente es muy familiar y, quizá por ello, esa sensación casera se traduce en cada uno de los bocados de sus platos.
En 1989, en la primavera europea, caía el muro de Berlín y un nuevo mundo —o quizás el mismo con renovados ropajes— empezaba a forjarse. En Estados Unidos se emitía por primera vez un capítulo de Los Simpson y en el Perú, con Alan García como presidente, los billetes de Intis circulaban con valores de miles de millones, pero valían lo que un chicle. Había que salir a comprar la canasta familiar con tantos billetes como pudieran entrar en una mochila.
Es en este difícil contexto que, en el distrito de San Miguel, exactamente en la cuadra 8 de la Avenida La Paz, Rosario Gaspar Chinchay, la cuarta hermana de una extensa familia chiclayana de 7 hijos, decidía iniciar una aventura que se convertiría, a la postre, en su historia de vida. En un quiosco con sencillas bancas al frente, cual posada al borde de la carretera, montaba un negocio de comida al paso en el retiro de lo que hasta hoy es su hogar… su negocio, su barrio, su cocina, su pasado y su presente.
Este lugar al que algunos llaman “El quisco blanco” o, simplemente, “Charito, ya es parte indesligable del paisaje urbano de este barrio a pocos metros de la bajada a la playa. El repertorio de Charito no se agota en su arroz chaufa; también se puede es celebrado su lomo saltado, pollo al horno, papa rellena y, solo los lunes, un esplendoroso arroz con pollo.
Todos los platos exhiben su gran pinta y sabor, pero sin duda la estrella de la casa es el arroz chaufa casero. Charito en su puesto de comando tiene una plancha frente a ella, cual capitán frente al timón de su nave. Al costado, una gran olla guarda con sigilo el arroz blanco cuidadosamente graneado y hervido unas horas antes. Unos pequeños pocillos terminan por armar el escenario. Pollo deshilachado, cebollita china picada y una zarza criolla que brilla a la luz de las simples luminarias de su viejo quisco blanco.
Charo escoge un hot dog y lo pica finamente con extraordinaria rapidez. Es Bruce Lee con sus munchacos cocinando. Zas, el filo del cuchillo brilla. Cualquiera pensaría que se va a volar un dedo; pero ella ni siquiera mira sus manos, lo hace de memoria, mientras nos conversar y cuenta su historia. Luego, con una sola mano y como si se tratara de un acto circense, rompe un huevo y al instante la tortilla empieza a formarse en la candente plancha que ocupa casi la mitad de la simple cocina de su huarique. El arroz blanco ya graneado, en generosas porciones, cae como una lluvia torrencial es servido sobre la plancha para mezclarse con los otros ingredientes en un bacanal de tentaciones. Se suma a la orgía un poco de aceite y chorros de sillao a discreción, o según el cálculo experto de nuestra cocinera. Vueltas más, vueltas menos, como olas que van y vienen, y el plato queda listo. Coronan el chaufita unas consistentes papas fritas, opcional al gusto de los clientes. Para nosotros, es algo obligatorio. Eso sí. papa yungay, porque a los clientes hay que tratarlos con amor.
Desde el primer bocado uno se da cuenta que no está ante el clásico arroz chaufa oriental. Desde ese primer bocado, cada sabor, uno a uno, se instala en algún lugar de la memoria o acaso despierta recuerdos perdidos al fondo del baúl de la memoria. Será tal vez la mesa de la tía que uno visitaba en la infancia o en el almuerzo de antaño que las abuelas preparaban con esmero; quizás ese chaufita de carretilla que uno comió a la salida del estadio cuando papá nos llevó de niños. Algo salta, como un resorte. Un chaufa memorioso. Un dato importa, el pollo es deshilachado, lo que da una textura diferente al de chifa. Tampoco se abusan de los condimentos para darle sabor al plato.
Adentro de este quiosco siempre está Charito, con su mandil amarillo, al mando, generalmente escoltada por su dinastía familiar. Un retrato del Corazón de Jesús observa la escena. En su mesa de ingredientes prestos, una figura del Arcángel Miguel, protector de la Iglesia y enviado de Dios para luchar contra el mal, parece ser el guardián del lugar. Para que los palomillas no alarguen la mano y piquen algún insumo.
Sangre norteña, chaufa limeño
Aunque de sangre chiclayana y chalaca de nacimiento —dos plazas célebres por su cocina—, Charito confiesa que nunca fue muy diestra para la cocina. Recién adquirió los dotes benditos de la sazón en el año 1989, año en el que se casó con Carlos. Nos cuenta que su suegra, coincidentemente también llamada Charito, era quien tenía en sus manos esa varita mágica que hechizaba paladares.
“Mi suegra —nos cuenta—, que siempre cocinó bien, empezó con el negocio en el local de su comadre. Ella fue la que inició. Vendía su sarza de patita, su frijolada; y como su sazón destacaba, siempre la llamaban y le decían «¿por qué no pones tu propio quiosco en la puerta de tu casa?». Y como yo justo ese año 89 me casé, ya pues.”
Así comenzó la tradición culinaria de Charito. Pero no todo quedó en la preparación de suculentos platos. Las cremas de este huarique son de mención honrosa. Golf, mayonesa, tártara y un potente ají de la casa hacen la paleta de sabores. Todas son caseras, preparadas acá sin conservantes. Tienen el espesor perfecto y ayudan a que cada bocado tenga una consistencia que llega a convertirse en adicción. Las coloca en bolsitas de plástico a raíz del Covid, pero cada parroquiano puede servirse a discreción. Aquí no existen las salsas procesadas ni industrializadas.
Charito abre sus puertas a los comensales a partir de las 7:30 de la noche; sin embargo, el proceso de preparación comienza muchas horas antes. “Desde las 9:30 de la mañana se van preparando las cremas. Todo es un proceso. Todos los días preparamos las cremas aquí; lo que es la mayonesa, la tártara, el golf y el ají. Empezamos a preparar el arroz a las 4 de la tarde, a esa hora ya se están poniendo las ollas. Nos bajaremos 3 o 4 ollas grandes al día. También a esa hora se empiezan a freír las papas y, al mismo tiempo, se va poniendo el pollo al horno. Trabajamos con pollos grandes por eso vendemos los platos a 15 soles”, explica.
En ese instante saca de una refrigeradora las botellitas de chicha. Al primer toque con la lengua queda muy claro que es pura de maíz. “¿Tengo que decir los secretos? —nos pregunta pícara— ¡¿Y si me copian? [ríe sonoramente]. Lo que te puedo decir es que la canela y el clavo de olor son fundamentales. De nada vale que tú hagas la chicha de puro maíz si la vas a encontrar desabrida, cero limones, entonces lo que debe tener es el balance. Por ahí unas cuantas cascaritas de piña y sus secretitos que le dan su toque final. Los secretos me los llevo a la tumba”, nos confiesa y echa a reír nuevamente.
Mientras vamos dando curso a este suculento arroz chaufa, interrumpe la escena un joven. “¿Qué tenemos para hoy, Charito?”, pregunta. “Hola, Raulito”, responde con cariño nuestra ya amiga. Acá todos se hacen amigos; y Raúl, un joven vecino de la zona que viene hasta este santuario con mucha frecuencia, también lo es. Ese es otro sello de este huarique: el trato cálido y el cariño amical. Charo nos cuenta que gracias a los años que lleva en este lugar ha podido tejer lazos de amistad con la mayoría de sus clientes. Cuando ve al paso a alguna cara conocida ya sabe lo que se avecina. “Un arroz chaufa para la mamá, uno para el papá y un pollo al horno para la esposa”. Charito ya conoce a sus gustos.
Ya es hora de irnos. Antes de los tiempos de la peste, ‘el quiosco blanco’ abría hasta las 2 o 3 de la mañana, siendo un faro para los antojadizos lechuceros. Hoy tiene que conformarse con quedarse hasta las 11 de la noche. Los permisos municipales así lo establecen y, después de todo, luego de las restricciones de la pandemia los hábitos han cambiado y la ciudad suele dormir más temprano que antes. Sin embargo, las casi 4 horas que Charito anda al mando de su buque de sabor son suficientes para disfrutar de un rico plato de comida como en casa. Donde se come rico y con cariño.
DATOS
Horario de atención:
Desde las 7:30 hasta las 11:15 pm
Precio:
Arroz chaufa: S/ 15
Chicha morada S/ 2.50
Dirección:
Cuadra 8 de la Avenida La Paz – San Miguel.
Por: Eduardo Abusada Franco / Alejandro de la Fuente
Fotos: Alejandro de la Fuente
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2 comentarios en «Un chaufa casero y criollazo»