Saulo, el hombre que iba en caza de los discípulos de Jesús, rodó por tierra mientras una intensa luz lo dejó ciego por tres días. “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?”, tronó una voz de algún lado. Aunque estoy a años luz de ser Pablo de Tarso, pues apenas soy Eduardo de Mollendo —y muy lejos estoy de ser santo, aunque lo de misionero sí me atrae, sobre todo la ‘pose’—, algo remotamente parecido me sucedió. ‘Eduardo, Eduardo, ¿por qué me persigues?’, escuché un día.
En realidad esa voz fue un mensaje del abogado Wilfredo Ardito, invitándome a formar parte del colectivo ‘Ciudadanos Luchando contra el Racismo’. Ya llevo varios años participando activamente en la lucha contra la discriminación, donde he conocido queridísimos amigos como Horacio Ulloa, Marlene Julca, Ceci Lanegra, Antonio Bueno, etc.
Sin embargo, no siempre fue así; o mejor dicho, no siempre fui así. Y disculpen el tono autobiográfico de este texto, pero tal vez sea una forma de soltar el lastre que uno lleva por la vida. La reconciliación con uno mismo y con la sociedad, pasa por el reconocimiento.
Hace un par de años, revisando mis archivos, encontré un artículo que escribí en mis épocas universitarias. Era una crónica/ensayo que se titulaba ‘El cholo en su laberinto’. Mi idea fue hacer una suerte de “tipología de cholos”, usando lo que yo creía eran notas de humor: cholo blanco, cholo power, etc. Al leer nuevamente ese artículo, al paso de los años, reconozco que fue una suma de prejuicios racistas bajo la careta del humor. Y, por ello, pido disculpas, como corresponde a un caballero.
EL RACISMO SE MAMA
Con el tiempo he reflexionado sobre por qué escribí ello o tenía tales ideas. En realidad, es simple: el racismo se mama. Es decir, se lacta, se aprende desde la cuna, en los primeros años de vida, cuando se va formando el carácter, y, perversamente, también los prejuicios. Y eso viene dado por el ejemplo y discurso de los que nos rodean en ese periodo. Porque en sí, nadie nace racista. Decía Mandela: “Nadie nace odiando a otra persona por el color de su piel, o su origen, o su religión. […] La gente tiene que aprender a odiar, y si ellos pueden aprender a odiar, también se les puede enseñar a amar, el amor llega más naturalmente al corazón humano que su contrario.”
Sucede, pues, que yo nací, digamos, en una familia mesocrática, y estudié en colegios “fichos”. Aún recuerdo a muchos compañeritos referirse a sus nanas o empleadas como ‘la chola’. Casi sin maldad, pero de forma tan natural. Olvidando lo que son —mujeres y trabajadoras—, simplemente decían ‘la chola’. Incluso en la secundaria recuerdo que le festejaban mucho a uno de la promo que había debutado con la ‘chola’, es decir, la empleada de su hogar. De chapa le pusieron el nombre de aquella chica, y el tipo se mataba de risa. Se desvaloraba así a esa empleada, viéndola solo como el objeto gracioso con el que debutó sexualmente un chiquillo rubicundo. Podría decir que era propio de las atribulaciones adolescentes, pero el tipo sigue siendo un pobre idiota. Ya voy entendiendo.
Otra forma habitual de este racismo que se va tatuando en nuestras mentes, y que con los años aflora como “racismo indirecto”, era ya en el barrio y también en el colegio cuando le poníamos la chapa de ‘Juliana’ o ‘Gregorio’ a los más cobrizos. En mi barrio de San Felipe había uno que lo batían así. Hacía todo bien y nos ganaba jugando fulbito. Era una forma de sentir la superioridad que no podíamos conseguir en el viril deporte del fulbito callejero. Muchas veces, ya en conversaciones con “damas de sociedad”, he escuchado decir que los cholos son acomplejados. Pero lo cierto es que los acomplejados éramos nosotros, pues necesitábamos de algo tan circunstancial como una pigmentación más clara, para sentirnos bacanes. Pobres cojudos los que éramos.
Ese discurso acomplejado también lo encuentro muchas veces en las tías y abuelas, cuando nace un bebé nuevo en la familia y dicen “qué bonito, nació blanquito”. Innecesario comentar más. O como cuando aún hoy, en los grupos de ‘wasap’, muchos se precian de no ser racistas por tener amigos ‘cholos y negros’, y hasta dicen “yo también tengo de cholo” (¿?), pero cuando empiezan a mandar la andanada de porno que suelen enviar en los grupos de patas, empiezan con eso de que “te agarraste una cholita en la fiesta…tú solo te levantabas cholas”. Qué pequeñitos hemos sido, qué poco hemos crecido.
Y está la clásica cuando alguien va manejando un auto y suelta el infaltable: “¡cholo (o indio) de mierda!”. Decenas de veces le he dicho a quien conduce que ello está mal; pero siempre me dan una explicación que va algo así: “Yo no lo digo porque sea cholo, también le diría gringo de mierda o chino de mierda”. Ya resulta patológico que siempre mencionen lo “gringo casi como elemento que dé licencia para ser racista.
En suma, son esas conductas que parecen chiquitas, del llamado racismo indirecto, que construyen el gran muro que no nos permite reconocernos como seres humanos y hermosos con derechos iguales. Mientras este muro descanse sobre esos “pequeños” ladrillos de racismo, seguiremos viendo en las noticias vecinos que les pegan a los vigilantes o a personas de otro color que pasean a sus perros en lo que ellos consideran sus parques. Por mi parte, a diario trato de borrar de mi esquema mental el racismo que absorbí desde que un día de 1979 tuve la absurda suerte de nacer un poco menos marrón en el Perú. Si sigo por este buen camino, más pronto que tarde me voy a quedar sin amigos.
Por: Eduardo Abusada Franco
[Nota: Columna escrita en 2017]
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