Un fatídico 1962, específicamente el 24 de marzo, en el fabuloso Madison Square Garden, Emile Griffith, quien se hizo boxeador profesional solo porque un peleador retirado vio su impresionante musculatura cuando éste era adolescente, golpeó una y otra vez a Benny ‘Kid’ Paret hasta dejarlo inconsciente. Aun cuando Paret, un ágil y recio boxeador cubano, ya había dejado caer los brazos, Griffith solo pegaba. Era la revancha. Ya se habían enfrentado dos veces antes, con una derrota por lado. Revancha fatal.
¿Escuchaba el duro Emile acaso en su mente las palabras de su entrenador, el célebre Gil Clancy, quien le dijo que pegue hasta que Paret caiga recostado sobre su cuerpo o el árbitro pare la pelea?. No dejes de pegar, Emile. Nunca dejes de hacerlo. Era un peleador, y los peleadores pelean. Así lo hizo. Ruby Goldstein, el réferi, dudaba en intervenir. Y Griffith siguió golpeando.
Aunque no toda la pelea fue así. En los primeros rounds, un confundido Griffith resistió los ganchos de Benny Paret. De hecho, era una notable pelea dentro de este deporte. Hasta que algo saltó como un resorte dentro de él. Un instinto animal, una fuerza telúrica que lo cegó. El día anterior, durante el pesaje, Paret le dijo en su natal castellano: “¡Maricón!”. No se lo dijo por cobarde, sino por gay. Y lo era. Era un secreto a voces que Griffith, fornido y masculino moreno, se acostaba con hombres y mujeres. Pero el boxeador no lo aceptaba, no sabía lo que era, no le gustaban las etiquetas de maricón o marica, solo sabía que le gustaban los hombres y las mujeres. Pero ahora esta allí, arriba del ring, cegado por la venganza.
Y Griffith siguió pegando. Acorraló a su rival contra un esquina del cuadrilátero. Lanzó golpe tras golpe. Sin pausa. Ya el brazo derecho de Paret se sujetaba casi involuntariamente sobre la segunda cuerda. Griffith estaba incontrolable, como narró el mismísimo Norman Mailer en un documental. Maricón, maricón, escuchaba en la borrasca de su mente y el momento. Instante fatal e inapelable en el que los hombres definen su destino. Golpear y pelear, fue precisamente el destino del adolescente Emile; no vender sombreros, como lo hizo antes de conocer los guantes.
Diez días más tarde, en un hospital del Bronx, el corazón de Paret dejó de latir para siempre. Su familia culpaba a su rival, quien fue corrido a insultos del nosocomio cuando quiso visitarlo.
Al paso de los días, los expertos del deporte de los puños entendieron que la muerte de Paret solo fue un gaje del oficio. El gremio del box perdonó al duro Griffith y lo apoyó. No podían dejar que la depresión se lleve a un campeón de tal talla. Algunos críticos del deporte dirían, al paso de los años, que el americano ya no fue el mismo, que sus puños se fueron apaciguando.
Pero aún le esperaba otra épica paliza. Esta vez la recibió él, saliendo de un bar gay de Nueva York, ya retirado, en 1992. Estuvo 4 meses internado al borde de la muerte. Bochornosa pateadura, no lo visitaban.
Desde ese encuentro de 1962 con Paret, la muerte, la homofobia, la rabia y la confusión, Griffith nunca fue el mismo. Nunca entendió muchas cosas, como a la gente; solo sabía tirar golpes y amar. Tanto a hombres como a mujeres. Antes de morir, dejó dicha su lección en una entrevista: «Cuando maté a un hombre estuvieron conmigo; cuando amé a un hombre, me abandonaron».
Por: Eduardo Abusada Franco
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